Un olivar de acebuches en la Vía Láctea
[Estela Hernández]
Joaquín se escondió a llorar como un chiquillo el día que su yerno cortó aquel olivo viejo, con la cara de un duende marcada en el tronco. Era el mismo que estaba vareando el día que vinieron a avisarle del nacimiento de su primera nieta. Ante sus protestas, alegaron que ya estaba viejo y enfermo, no daba producción y no hacía falta. Aquel olivo donde tantas veces ató a la cabra que le daba la leche para sus hijas y bajo el que se tumbaba, desde que era un mozalbete, en las noches de verano, para mirar las estrellas fugaces y sembrar con ellas acebuches en la vía láctea.
Le habían prohibido subir al olivar. Sentado en su silla de anea, bajo el olivo picudo de la era, escuchaba el ruido de la máquina, que hacía vibrar hasta la médula del olivo con su bocado mecánico. Incluso de lejos y con los ojos cerrados, sabía en qué camada, en qué hilera y olivo estaban trabajando. Aquel zumbido, que con su bocado de hierro zangarreaba las ramas, mientras les daban palos a diestro y siniestro. Él le había cedido los olivos a su hija y a su yerno poco antes de su jubilación, y ahora no podía ni acercarse a echarles una mano.
Aunque su yerno era un buen muchacho procedente de una familia de campo, se había criado lejos, como sus hijas, en colegios de la ciudad. Entre sus estudios y el trabajo, al igual que sus hijas, no tuvieron tiempo para aprender el oficio de aceitunero, como él lo aprendió de su padre, y su padre de su abuelo. Para ellos, lo importante era acabar lo antes posible y desfogaban toda su adrenalina apaleando sin cuidado los olivos. Después de la recolección llegaría la tala, y de nuevo el sonido mecánico de la motosierra segaría montones de ramajes.
Joaquín siempre trató con mimo a cada olivo. Los araba y cavaba, les cortaba las sierpes y les echaba el abono orgánico. No empezaba la recolección hasta que las aceitunas estaban negras o maduras. No como ahora, que se las querían quitar en cuatro días y cuando el fruto estaba todavía verde.
Echaba de menos el canto de las perdices. Pero desde que se utilizaba un abono en forma de bolitas, los pájaros se lo comían confundiéndolo con la berza y morían. Ya tampoco se escuchaba el ulular de los mochuelos. Habían ido desapareciendo con los tratamientos, con la fuerza de los manguerazos que destrozaban sus nidos en primavera. Ni veía correr conejos o liebres entre las camadas como antaño. Con el uso de herbicidas ya no les quedaba ni una brizna que llevarse al hocico.
Joaquín sentía en su interior el crujir de cada rama, como si se tratase de sus propios huesos, de su propia enfermedad que avanzaba sin darle tregua. Todo había cambiado mucho desde que era un crío, ahora el trabajo era menos duro.
Recordó cuando acompañaba a su madre a la recogida de aceitunas. Entonces no se ponían fardos, tanto mujeres como hombres iban en cuadrillas y cantando al tajo. Se llevaban la comida en una talega o un canasto. Cacerolas con migas, arenques, y si quedaba matanza, unas tajadas de chorizo o lomo en manteca colorá, unas tortas de chicharrones, granadas o si era tiempo alguna naranja para la sed, acompañaba al botijo. Entonces no había gafas de protección ni cascos para los oídos, ni rodilleras o guantes. Solo unas espuertas de esparto enormes para las mujeres y unas pequeñas para los niños, encargados de recoger los salteos. Mientras iban recogiendo, las mujeres contaban historias y leyendas antiguas o les cantaban nanas a los más pequeños. Después vaciaban las espuertas en los sacos, a los niños les tocaba abrir la boca del saco, y le ponían una señal para saber cuál era de cada uno, ya fuera un ramillete de flores o unas piedras. Luego los llevaban a zarandear. Había quienes echaban piedras para que pesaran más, pero saltaban en la zaranda y las quitaban. Y ya limpias se pesaban con la romana y el manijero, que era el jefe o encargado de que todo estuviera en orden, no permitía que nadie se dejara atrás una aceituna y por cada saco pesado, les daba una chapa a cada mujer, que estas ensartaban en un imperdible, para cobrar a final de la semana. Entonces las mujeres se ponían unas faldas muy largas y se ataban un saco a la cintura para no ensuciarse con el alpechín. Las más modernas se ponían un pantalón del marido bajo las faldas. A los hombres se les escuchaba dar palos a los olivos y bromear. Casi todos fumaban y algunos compartían una bota de vino durante el almuerzo. Con el silbido del tren que pasaba a medio día, al que llamaban el Trepaollas, hacían un descanso para el almuerzo. Sentados sobre el suelo, en medio de una camá, si hacía frío o debajo de un olivo recogido, si hacía calor. Porque no se sabía qué era peor, si el frío o el calor. Con el frío las manos y los pies se quedaban gélidos, a veces encendían una lumbre con las ramas o troncos de otros años y echaban piedras sobre las ascuas, para después meterlas en los bolsillos y calentarse las manos. Trabajando se quitaba el frío. Y con el calor entraba la flojera.
Joaquín intentaba recordar cuándo se empezaron a utilizar los tractores para arar y llevar los sacos de aceitunas a la almazara. Quizá en los años setenta o antes. Aunque su padre llevaba las aceitunas a moler, en sacos o dentro de un carro tirado por mulas. No podían dejarlas en el olivar porque les robaban. Por eso su yerno se compró un remolque para llevar lo recogido a la almazara que se había convertido en cooperativa, al final de cada jornada. La cooperativa nueva era muy moderna, vino un consejero de la Junta a inaugurarla.
Vaciaban los remolques en unos agujeros que había en el suelo y de ahí pasaba a la zaranda que se veía a un lado y después las lavaban y pasaban a la molienda. Tomaban análisis de cada entrega, les daban un informe sobre el rendimiento, la acidez y les pagaban según la calidad. Su yerno ya no recogía las del suelo, porque decía que no era rentable. Tenía que pesarla aparte, la pagan más barata y el aceite era más ácido.
Joaquín madrugaba y salía a dar un paseo entre los olivos antes de que se levantaran los demás. Recuerda cuando en primavera, los almendros de la linde se cuajaban de flores blancas y las soleras de los olivos se llenaban de jaramagos amarillos y campanicas rosas, e incluso había esparragueras. Pero desde que se empezaron a hacer las soleras, barrían y soplaban, ya no hay nada bajo los olivos. El olivar es como un desierto lleno de olivos sin mochuelos, al que ya no visitan ni los gorriones. A veces se agarraba al tronco y abrazaba ese olivo donde se le declaró a su Lola. Ha tenido que pelear duro con su yerno para que no se lo arranque también. En otro, de mitad del olivar, dejó que su sobrina enterrase las cenizas de su madre y de su tío. Ellos querían que sus cenizas reposaran donde tenían los mejores recuerdos de su juventud y lo dejaron como última voluntad. Aunque vivían en la capital, en la época de recogida de aceituna se venían y ayudaban, para ellos era una aventura. Por las noches, ya cansados, el padre de Joaquín les leía capítulos de novelas de bandoleros: “Los siete niños de Écija” y “El tempranillo”. Entonces no tenían radio ni televisión. Cuando sus primos se casaron, siguieron viviendo en la capital, ya no volvieron al cortijo, y si lo hacían solo de visita en verano. Pero aquel tiempo entre olivos y el recuerdo de las noches de cuentos al resplandor del candil, les dejó un calor especial en el corazón que nunca olvidaron. Su yerno dijo que el olivar no era un columbario y que se olvidasen de depositar más cenizas de muertos allí. Para Joaquín, ese hombre que eligió su hija, era una especie de marciano y se temía que con el tiempo, a su hija la tratase como a sus olivos. Lo llamaba suegro, nada de abuelo o por su propio nombre. Él, por respeto y amor a su hija, evitaba encararse con el yerno, aunque a pesar de sus desacuerdos, le tenía un cariño especial, lo consideraba como al hijo que no tuvo. Aunque no llegara a comprender su amor a la tierra, a los olivos que fueron su única fuente de ingresos durante años, y le echara en cara su desasosiego por aquellos olivos viejos y leñosos. Ese hijo político no podía comprender que durante muchos años los olivos le daban el aceite para el año, trabajo, calor y compañía.
En su juventud, durante la recogida de aceitunas, las mocitas se echaban novio y ganaban para el ajuar. Aunque las condiciones fueran duras, tenían alegría y no prisas como ahora. Tampoco tenían que hacer seguros, ni se había inventado tanto sacacuartos como ahora. Aún no habían llegado las subvenciones de Europa. Las mujeres que no tenían que ir a recoger aceitunas les llevaban a sus maridos la comida en un canasto, o los enviaban con las hijas. Por el camino siempre había algún gracioso que les daba un susto. Su nieta le puso una tarde la película “Yerma”, y no pudo contener su emoción.
Los olivos existían desde tiempos inmemoriales, recuerda que le contaba su padre. Cuando la reconquista por los Reyes Católicos, ordenaron arrancar olivares enteros porque los cristianos debían cocinar con manteca de cerdo, y estaba mal visto el uso del aceite que podría ser sospechoso de ser infiel o converso a quien lo usara. En algunas casas había sótanos ocultos donde guardaban las tinajas con el aceite. Y no hace tanto, le cuenta él a su nieta, en los años setenta difundieron la falsa noticia de que el aceite de oliva era malo para el colesterol, bajó mucho el precio y muchos agricultores arrancaron olivares enteros. A Joaquín le dolía el alma cuando pasaba por la linde y veía el del vecino, con los tocones con las raíces patas arriba, como animales mitológicos exterminados. La gente acostumbrada a consumir aceite de oliva empezó a utilizar otros de semillas o de origen animal. Cuando se vio la repercusión en la salud, el aumento de enfermedades, desde la Unión Europea se concedieron subvenciones para reparar el desaguisado. Los agricultores empezaron a sembrar olivos por todas partes, en el regadío incluso, o a regar los de secano para que produjeran más. Subió el precio del aceite, y las papas a lo pobre se hizo un plato prohibitivo para los menos pudientes.
Joaquín cerraba los ojos e intentaba recrearse con aquellos recuerdos. No olvidaba el día en que su mujer rompió aguas de su primera hija, bajo otro olivo, y la tuvieron que llevar en el carro hasta el cortijo, donde la asistió la comadrona. Su segunda hija nació en el hospital, le cogió en verano y en casa de su prima, allí en la capital. La primera nació con buenos pulmones, lloraba y lloraba porque a su Lola se le cortó la leche, lavando las gasas en pleno invierno en la alberca. La leche de la cabra no le sentaba bien a la niña y tuvieron que ir al pueblo y llevarla al médico. Les envió a la farmacia, le vendieron una lata de leche en polvo y un biberón de cristal. Con lo fácil que era dar el pecho, a cualquier hora, pero la niña lloraba también con la leche de lata así que le mojaban el chupete en miel, y le salieron los dientes de leche negros como el carbón. Ya con la crías, su mujer estuvo unos años sin pisar el olivar, pero le decía que echaba de menos las conversaciones con sus comadres.
Cada junio compraba el aceite para el año en la almazara. Lo traía en cántaras de lata, y lo vaciaba en el bidón que tenían en la parte de arriba, junto a las orzas donde guardaban las vituallas de la matanza, las fuentes con la carne de membrillo, las granadas y melones colgados de alcayatas en las vigas. Con el pan duro hacían migas, con mucho ajo y un buen chorreón de aceite, a veces le ponían unos chicharrones para que tuvieran más consistencia. Los días de lluvia no se podía ir a recolectar las aceitunas, con todo embarrado, incluso días después en los zapatos se pegaban los zancos de barro, que hacían que la tierra tirase para el suelo de las piernas.
En cuanto las niñas tuvieron edad, las enviaron a estudiar a un internado, el cortijo estaba demasiado lejos, y solo volvían durante las vacaciones. Pero los niños de los vecinos se reían de ellas porque hablaban finolis, pronunciando con eses y sin comerse las palabras.
En el cortijo criaban los cerdos para la matanza. Tenían dos cabras, un mulo que juntaba en yunta con el del vecino, unas gallinas a las que le abrían la puerta del gallinero por la tarde y salían alborotadas y corriendo, como niños al recreo. Y al anochecer volvían solas, una a una a dentro del corral y se subían en un peldaño de la escalera de madera que tenían para dormir. El gallo cantaba cada mañana al amanecer, como un despertador puntual.
Todo esto rememoraba Joaquín, desde su silla de anea. Ya no escuchaba la máquina haciendo vibrar a los olivos, supuso que estarían vaciando los fardos dentro del remolque. Iban a llevar a moler aceite para el consumo de maquila, sin refinar. Estaba deseando que le trajeran una botella de ese aceite verde y cremoso, para poder mojar sopas y paladear el antiguo sabor afrutado y picante de su niñez.
El médico le había pronosticado que solo le quedaba un año de vida, hacía doce meses ya. El enfisema se había extendido demasiado por su pecho y no se podía operar. Él hacía como si lo ignorase por completo, para que sus hijas no sufrieran. Ellas, a su vez lo mimaban y hacían como si tampoco supieran nada. Todos disimulaban como si no pasara nada, sabiendo que cada día era uno menos. Su mujer suspiraba y lo acompañaba entre semana a la unidad de oncología, para que le inyectaran la dosis de quimioterapia. Joaquín sabía que aquella sería su última cosecha, sus últimas sopas de pan con aceite, por eso se negó a dejar de fumar, a pesar de lo mucho que le insistían todos.
Una mañana amaneció con niebla, mollizneaba una lluvia fina y fría, que su madre llamaba chiribiri. El médico le había aconsejado encarecidamente que no se pusiera en corrientes y que se reservara todo lo posible de las humedades. Pero él ya estaba cansado de las sesiones de quimioterapia, del sufrimiento en los ojos de sus hijas mientras lo mimaban, de sentir el cansancio silencioso en la frente de su mujer y el suyo propio cada vez más feroz.
Aquella mañana se levantó temprano, preparó un café en la pequeña cafetera y encendió un cigarrillo, que fumó con deleite. Salió fuera, anduvo un poco por entre sus antiguos olivos. Encontró el tronco con cara de duende y se sentó sobre él, bajo el olivo de la era. Dejó que la lluvia fina le calara cada capa de su ropa, y le llegara hasta los huesos. Su hija se escandalizó cuando lo encontró allí empapado y lo llevó casi a rastras, hasta la chimenea, en la que ardían algunos troncos y ramas de olivo.
Todo fue rápido. A medio día empezó a subirle la fiebre, pero no dijo nada; cuando su hija se quiso dar cuenta, no consintió en que lo llevara al hospital, ni que llamara al médico. Dijo que estaba bien. Solo quiso tomar un poco de pan con aceite, un sorbo de sopa y un paracetamol y se fue a la cama. Se hizo un ovillo y se acostó en posición fetal. Quería pasar sus últimas horas allí en el cortijo, donde había vivido su vida, dentro de aquella cama que fuera de sus padres, bajo las vigas de madera.
Pasó la noche sin quejarse una sola vez, mientras notaba cómo se le entumecía cada músculo, cada hueso. A la mañana siguiente los miembros no le respondieron cuando fue a levantarse. Su hija, aterrada, llamó al hospital y enviaron una ambulancia. No tardaron mucho, lo subieron en una camilla y desde allí echó la última mirada a sus olivos y se despidió de ellos. Mientras su nieto lo miraba alejarse entre pucheros, agarrado a las rejas de la ventana del dormitorio. Fue en la noche de Reyes, mientras sonaban los fuegos artificiales y el estruendo de la cabalgata resonaba fuera de la habitación del hospital. Joaquín viajó muy lejos, hacia a aquel olivar de acebuches que había plantado durante las noches de verano en la Vía Láctea.