El olivo milenario

[Ana Isabel Sicilia Martínez]

Era una mañana soleada de primavera. Mientras José estaba sentado en su mecedora al lado de la ventana, los rayos de sol calentaban sus pies desnudos en el suelo. Le encantaba esa sensación, pensaba, mientras saboreaba su desayuno. Pan recién horneado con unas gotas de ese oro líquido que despertaba todos sus sentidos con cada bocado. Sus canas brillaban al igual que el aceite que había vertido, disfrutando al verlo derramarse sobre ese trozo de aromático pan que sería su primer bocado de la mañana, tras una larga noche el día anterior.

Tenía ciertas preocupaciones esos días, como solía ocurrir a menudo, pero esta vez parecía algo más grave. Su labor como físico del pueblo acarreaba ciertas responsabilidades. No podía olvidar la cara de la niña que había visitado la noche anterior a la que había dispensado sus mejores ungüentos y preparados para que mejorara su precario estado de salud. Sabía que la naturaleza estaba de su parte pero, aun así, no siempre estaba seguro de sí mismo ni de los resultados. No era la primera paciente con esos síntomas, le extrañaba que fuera ya la tercera persona del pueblo que en una semana tuviera esa extraña enfermedad que mezclaba una extraña melancolía que parecía que absorbía la vida de su interior y los dejaba inmóviles, sin palabras. La mirada parecía vidriosa, ida, y su piel cambiaba a una palidez extrema. Para empeorar los síntomas, parecían estar sumidos en un sueño del que no despertaban. No parecía algo de este mundo, nunca había visto nada igual y le hacía permanecer despierto durante horas tras pensar una y otra vez e intentar encontrar alguna idea, no llegaba a ninguna conclusión.

Movió los pies jugando con la luz de colores que se filtraba por los frascos de cristal de diferentes formas y tamaños que tenía almacenados con diferentes remedios que él mismo había fabricado con lo que había ido aprendiendo de su padre, el que, a su vez, había aprendido de su abuelo.

En una estantería estaba el libro familiar de remedios que todos habían ido escribiendo de su puño y letra con el paso de varias generaciones. Era, quizá, lo más valioso de toda aquella casa para él. Sería lo primero que intentaría salvar si tuviera que salir atropelladamente de allí por causa de alguna desgracia. Había estado consultándolo una y otra vez, dando vueltas a las hojas, repasando apuntes en los márgenes de las hojas, revisándolo todo minuciosamente, pero no encontraba lo que estaba buscando.

Vivía solo, dedicaba su vida y su tiempo a sanar a aquellos que necesitaban de su ancestral sabiduría. Lo trataban con tanta admiración y le resultaba tan gratificante ver sus caras de temor transformadas en alivio cuando todo había acabado que vivía por y para ello. La naturaleza aportaba casi todo lo que necesitaba y su día a día consistía en formar parte de ella, recogiendo e intentando aportar nuevos remedios medicinales, incluso alterando y mejorando esas recetas centenarias.

Cada día salía con su bolsa de tela, fabricada por él, colgada al hombro a pasear por esas soleadas tierras que habían pasado de padres a hijos. Se levantó repentinamente y decidió no posponer demasiado esa tarea. Abrió la puerta y el sol cegó por unos momentos sus ojos. Con paso firme y decidido avanzó recibiendo los buenos días con el alegre sonido de los pájaros que revoloteaban por los árboles que rodeaban la casa. Había ido plantando poco a poco muchas de las hierbas que necesitaba para preparar sus remedios y otras veces salía en busca de nuevas que formarían parte de otros nuevos. El aroma del tomillo, romero y otras muchas más con el rocío de la mañana le recibían a cada paso que daba saliendo de su tierra.

Se dirigía, no obstante, a comprobar si alguno de los remedios que estaba usando estaban surtiendo efecto. Le preocupaba no conseguirlo, que esta vez fuera a fracasar y no pudiera conseguir sanar a sus pacientes. Luego, buscaría una solución, llevaba varios días rondando la idea de alejarse un poco más de lo habitual e intentar encontrar más cosas. Los frascos y aceites que tenía en casa no estaban dando resultado.

El pueblo se alojaba en una colina, lo que lo hacía más curioso, si cabe. Cuando llegabas a la última casa que estaba en la cima podías ver los campos de olivos que poblaban la tierra que trabajaban los campesinos que vivían allí. No eran muchas familias, pero las suficientes como para vivir tranquilamente una vida que muchos no dejarían por nada del mundo. Todos se conocían, en todas las familias se ayudaban los unos a los otros y, en época de cosecha, trabajaban codo con codo para que todo saliera bien. Cada año, vara en mano, hacían caer esos frutos de los olivos que estaban listos para ello, lienzos en el suelo esperando y entonando siempre alguna canción al unísono que se podía escuchar cuando el viento traía sus voces a la colina. La naturaleza conjugada con el ser humano en un sencillo fluir como el del agua que recorre un arroyo. La cosecha solía terminar a finales del otoño, antes de que llegaran las primeras heladas del invierno, y se transportaba. Luego, las almazaras repletas para prensar las pulpas de las aceitunas y liberar ese jugo que llenaba las ánforas, que algunas se quedarían ahí y otras partirían a otros lugares, fuera de las tierras, por el mar Mediterráneo llegando a otros pueblos.

José había oído hablar de una leyenda que contaban los marinos comerciantes y había llegado a sus oídos en la que decía que había una colina donde iban a parar todas ellas, como un ritual, donde se acumulaban los tiestos de unas con otras y formaba una especie de camposanto de ánforas olearias. No sabía si eso sería verdad, pero la idea le parecía algo imponente. Cerraba los ojos e intentaba imaginar toda una colina repleta de ellas, acumuladas durante el paso de los años. Pensaba que lo que podía llegar a imaginar no tendría nada que ver con la verdadera visión de ello.

Mientras iba pensando había llegado a la puerta de la familia. Todas las casas se parecían y podría equivocarse fácilmente. Pero en la puerta estaba sentado el padre de familia, con la cabeza gacha y entre sus manos, como esperando lo peor.

–Buenos días, querido amigo. Vengo a ver si su hija ha mejorado desde que le di ayer esos nuevos remedios –comentó José.

El hombre pareció despertar de un sueño al oír su voz y levantó la cabeza y le miró a la cara con los ojos llorosos y con un hilo de voz logró articular unas palabras y negando con la cabeza al mismo tiempo, con lo que supo que nada iba bien.

Al entrar en la casa la niña yacía sobre su lecho, rodeada de sus hermanas que silenciosas esperaban un amargo desenlace. La madre cocinaba en el hogar, con la mirada fija en alguna llama sin decir palabra.

Reconoció a la paciente. Nada, todo seguía igual. Suspiró y les dijo que siguieran las instrucciones que les había mandado hasta ahora y les dijo que volvería tan pronto como le fuera posible. Y así sucesivamente en varias de las casas que entraba y nada había cambiado.

La preocupación aumentaba a medida que confirmaba que nada de lo que había usado estaba siendo efectivo y tendría que encontrar algo nuevo.

Llegó a la última casa, la de su mejor amigo y llamó a la puerta aun sabiendo que no iba a estar ahí. Sabía que a mediodía, antes de la hora de comer, solía dar largos paseos por los campos de olivos porque, según él, le ayudaban a pensar y se le ocurrían nuevas canciones que componer y con las que deleitar los oídos de la gente del lugar.

Bajó rápidamente por la ladera y logró ver su silueta desde lejos. Necesitaba hablar con él y compartir sus preocupaciones sobre lo que estaba aconteciendo estos últimos días en la aldea. Le alcanzó con facilidad, no le costó mucho trabajo.

En algo tenía razón, nada más pisar ese campo y verse envuelto por los árboles sentía una especial sensación que en cierto modo le aliviaba de esa carga pesada que estaba llevando esos días.

Al oír el ruido de pasos, su amigo se giró y le saludó con la mano.

–Mala cara traes, José. He oído que algo raro está ocurriendo –dijo Antonio–. Nuestra aldea está irreconocible y se acercan tiempos de cosecha y no creo que vayamos a estar a la altura. Todos estamos inquietos y no sabemos qué hacer para ayudar –prosiguió.

–Lo sé, querido amigo, perdona mi semblante, no puedo evitar ocultar mi pesar al ver que todo lo que estoy haciendo no consigue solucionar nada. Es imposible –suspiró José mientras andaba y se revolvía el pelo como intentando encontrar nuevas ideas escondidas en alguna parte de su cabeza.

–Nada es imposible cuando tú te lo propones, querido amigo. Todos sabemos que tu familia ha sanado durante años a muchas generaciones de esta tierra. Seguro que se te ocurre algo. Tienes un don que has heredado, no te rindas, aún es pronto –dijo Antonio mientras le pasaba el brazo por los hombros.

–Estoy muy lejos de rendirme, pero debo hacer algo de inmediato. He decidido que hoy mismo partiré con urgencia a buscar algún remedio para esta plaga que nos está afectando. Necesito ayudar como sea y aquí no encuentro lo que busco. Anoche, durante un rato que el sueño me venció, tuve una extraña visión que no recuerdo bien, sólo recuerdo una luna resplandeciente y una sensación de saber algo nuevo y de querer volver a comunicarlo. Esta mañana he estado dándole vueltas y creo que lo mejor que puedo hacer es partir al caer el sol.

–Qué extraño, parece que los sueños te hablan –dijo su amigo–, debes seguir tu instinto, nunca te ha fallado. Me parece que algo o alguien te está diciendo que tienes una misión que cumplir.

–Debo irme a preparar las cosas ya, Antonio. Pero antes de salir pasaré por tu casa a despedirme.

–Claro, amigo. Ve –sonrió. Y se despidieron con un abrazo entre la sombra de los árboles y vio alejarse a su amigo con aire decidido.

En su casa, José recogió algunos artilugios que necesitaba, algo de alimento, agua del pozo para el camino y dejó todo preparado para cuando volviera. La tarde pasó rápidamente, había llegado la hora de marchar y se dirigió a casa de su amigo.

De repente, mientras iba ascendiendo la colina, algo le vino a la mente y empezó a darse cuenta de que algo iba mal. A sus oídos llegaba como un lamento que parecía que provenía de más hogares y decidió no detenerse ya que perdería un tiempo muy valioso. Tenía que despedirse de su amigo y emprender esa búsqueda incierta.

Llamó a la puerta y nadie abrió. Insistió varias veces y al final se decidió a entrar por su cuenta. Casi se quedó petrificado al ver a su amigo sentado en su mecedora favorita al lado del fuego con la misma cara que sus otros pacientes y todos los síntomas. ¡No podía ser! Su amigo del alma también había sido alcanzado por esa extraña plaga, y, al parecer, había más gente porque podía sentirlo desde allí arriba donde estaba.

Salió rápidamente y de forma decidida emprendió el camino, con una pequeña bolsa como equipaje y sin saber lo que iba a encontrar. Caminaba atravesando los campos y su mente no paraba de intentar ordenar ideas, remedios, buscando alguna cura para todas las personas a las que apreciaba tanto.

Los días no eran tan calurosos y podía mantener un buen ritmo. Después de toda la tarde caminando paró a descansar al lado de un arroyo, a beber agua fresca. Aquel paisaje suponía un gran contraste, al ver tanta belleza y haber dejado atrás tanto sufrimiento. La luna brillaba en lo alto del cielo e iluminaba el agua dejando reflejos plateados. Le pareció escuchar una voz, pero pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada, al llevar sobre sus hombros semejante carga y semejante responsabilidad. Volvió a escuchar la voz, y esta vez le pareció que era como de una niña. Parecía que venía del arroyo, de una parte escondida, cerca de un olivo, entre cierta vegetación. Pero ahí no había nadie, ¡era imposible! Se acercó muy lentamente al árbol mientras varias gotas de sudor perlaban su frente. ¿Podría haber alguien allí? Al acercarse, no vio a nadie y se dejó caer y apoyó su espalda contra la irregular corteza del árbol. Se sobresaltó al volver a oír la voz, no era posible, parecía que venía de entre las hojas, que también estaban iluminadas por los rayos de la luna.

–Te está esperando –decía la voz de una niña

–¿Quién me está esperando? ¿Quién eres? ¿Por qué te escondes de mí? No voy a hacerte daño... –dijo José.

–Lo sé –volvió a decir la voz

–Te está esperando desde hace muchos años. No le defraudes –volvió a salir la voz de entre las hojas del olivo

–Pero, ¿hacia dónde tengo que ir? Por favor, guíame. No sé de quién hablas ni puedo verte.

–Yo llevo aquí algunos cientos de años, pero el más antiguo, el más sagrado, te está esperando para darte lo que necesitas. Sigue la luna, ella te guiará.

Aturdido por lo que acababa de pasar, se alejó del olivo, recogiendo sus cosas miró hacia el cielo y decidió seguir una especie de camino que la luz estaba proyectando, se veían las montañas a lo lejos, no sabía dónde iba a ir a parar. Pero no tenía otra salida, de momento.

Nuestro sanador volvió a emprender el camino con un paso más decidido que antes, quizá por la esperanza de poder encontrar algo que le ayudara de verdad y por no sentirse tan solo. Justo en el momento anterior, al dejarse caer contra el tronco del olivo, había sentido una tranquilidad que hacía tiempo que no tenía y se había sentido menos solo, porque esa sensación le venía acompañando todo el camino.

Llegó a las montañas después de caminar dos o tres horas, la luna acariciaba sus pasos mientras se movía con agilidad, como si una fuerza mágica lo moviera a no parar ni a sentir cansancio alguno.

Llegó a la cima, pudo divisar el maravilloso mar detrás de ella, brillando como nunca, como si estuviera preparado para recibirlo. Sentía como un magnetismo, algo que le atraía con una magnitud que nunca antes había sentido.

Descendió por una ladera y se acercaba, cada vez se encontraba más seguro de hacia dónde tenía que dirigirse. Podía respirar ya el olor a mar y sentía su corazón lleno de esperanza.

Conforme se acercaba empezó a distinguir una silueta imponente, cerca de las aguas, a unos metros, pero se iba haciendo más y más clara conforme estaba más cerca. Pudo adivinar desde el principio que se trataba de otro olivo, pero mucho más viejo que el que había dejado atrás en el arroyo.

–Mar y tierra conectados, qué magnífica combinación –pensó. No puedo creer lo que estoy viendo, parece un árbol milenario. ¡Es una maravilla!

Y tenía toda la razón. Un árbol milenario le estaba esperando, con su tronco ancho, retorcido, con la corteza haciendo preciosos dibujos fruto del paso de los años. Vivo, impresionante su magnificencia. Parecía dominarlo todo, parecía ser el rey de todos los olivos que había visto hasta ahora en toda su vida.

No pudo hacer otra cosa que dejar caer una rodilla al suelo, hincada en la arena, apoyar la mano en el tronco para pensar si era verdad lo que estaba viendo y sentirlo. Y al hacer eso, de repente pudo ver todo lo que necesitaba. Esta vez una voz más grave habló.

–Te he estado esperando todo este tiempo. Sabía que al final vendrías.

–No tengo palabras –balbuceó torpemente.

–No tienes nada que temer ni por lo que preocuparte. Naciste en una noche de luna llena, al igual que tu padre, tu abuelo y tus antepasados. Estaba escrito que esta noche llegaras a mí.

–No entiendo por qué yo –dijo aún con la respiración entrecortada.

–Has dedicado tu vida a los demás, a sanar a la gente de tu pueblo, sin reparar en nada. Tu instinto siempre te ha guiado y deberías saber que naciste en un lugar especial donde todo lo que te rodea forma parte de ti sin tú saberlo.

–Sí, pero ahora están todos enfermos. No he sabido ayudarles, he fracasado.

–Nada es un fracaso cuando alguien todavía lucha por ello. Eso te ha traído a mí. Coge algunos de mis frutos y llévalos contigo, plántalos en la puerta de cada casa. Coge algunas hojas también y prepáralas en bebida para tus enfermos. Bebe de este aceite especial que sólo los elegidos como tú han probado y tú nunca enfermarás y podrás cuidar de tu pueblo. Ahora debes irte, el tiempo apremia. Recuérdame como otros me han recordado durante los años. Recuerda que he pasado por muchas civilizaciones. Ahora, vete.

José emprendió el camino de vuelta después de seguir las instrucciones del sagrado olivo milenario y lo que le había parecido antes un largo camino, le había parecido demasiado corto esta vez.

Al llegar al pueblo estaba comenzando a salir el sol. Parecía que la luna había sido su compañera de viaje, no se había sentido solo en ningún momento. Aún le parecía un sueño lo vivido esa noche y no sabía si iba a dar resultado.

Conforme llegaba a cada puerta, daba instrucciones a los habitantes de cada casa y procedieron a plantar en cada puerta los frutos del rey de los olivos y tomaron una infusión preparada con sus hojas. Poco a poco, iban volviendo a la normalidad, era como un milagro. Las propiedades curativas eran asombrosas, parecía irreal. Entendió que de lo plantado crecería un árbol de olivo en cada puerta de cada casa para proteger a las familias que allí vivieran. Su amigo también recibió los mejores cuidados y despertó de su letargo dedicándole una de sus mejores sonrisas, aún débil. Por fin podía descansar. Tenía tanto en lo que pensar todavía y tantas cosas que escribir nuevas en el libro familiar que sentía un cosquilleo nuevo en su interior.

Pasaron un par de semanas y el pueblo se preparó para la cosecha, todos los habitantes del pueblo participando, como todos los años. Recogieron las aceitunas, las llevaron a las almazaras y empezó la celebración anual, amenizada por los cánticos, los bailes, las risas y los abrazos.

José, un poco apartado, observaba el espectáculo desde una roca donde estaba sentado. Sus ojos sonreían al ver que todo volvía a ser como antes e incluso parecía todo más intenso. Un niño pasó por delante de él dando mordisquitos a un pan con aceite.

Con el tiempo, cada casa tuvo un árbol de olivo en la puerta, como guardianes protectores de la salud y felicidad de cada casa.

Y en la mente de José resonaban las palabras del milenario. Quien lucha, nunca fracasará. Y el mensaje pasaría de generación en generación, como tantos otros a los que había ayudado el sabio olivo.

–Para siempre –pensó.

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