El último olivar
[Jorge Enrique Morgan]
Tras cada paso entre la gélida fortaleza del bosque, protegido como egregios gendarmes que sobrecogen entre su vientre tan dócil naturaleza, tras cada susurro acuciante y fugaz de las aves que rondan incesantes entre los senderos que circundan el riachuelo, consagran el fiel sentido de cada suspiro mientras la lucha por doblegar los motivos de lo que se esconde y extingue en tan perfecto paisaje; queda en evidencia perpetua tras la profundidad de la piel, la imagen reflejada en mis ojos, la lozana suavidad de los pastos en las laderas y la marca indeleble a su propia identidad tras el verdor perpetuo del árbol de olivo.
El único vestigio de la abundancia ha quedado en el olvido profundo y perfecto, mientras de sus cienes aún brota el suave aceite tan puro y tan célibe como la pureza del pequeño riachuelo, tan verde como el bosque vivo que se divisa a lo lejos, tan vivo como el vuelo incesante de las aves majaderas, tan mío y tan propio, tan ajeno a todo que se lo lleva el río en un tris.
Aquel árbol de olivo es fiel testigo de historias jamás contadas, es fiel protagonista de lo que se vive y se queda entre la piel de quienes se cobijaron en sombra, de aquello que es irremediablemente perfecto como el vuelo de la cigüeña, de la esperada grulla o de la engalanada águila real; mientras somos reales majaderos a nuestros sueños y más ajenos aun a tan inolvidable espejismo que redime y nos doblega, más allá de su propio silencio.
Percibo entre los pastizales el suave preludio de perfumados narcisos, mientras recorro casi sobrecogido por el frío de la encumbrada sierra ante el perfecto vestigio de aquella Laguna
de Claveles que me doblega y me elude, tras el recorrer de aquellos interminables senderos robustos, perpetuos e inquebrantables más fuertes que la piedra y la madera, siempre bajo el cuidado perfecto del añorado árbol de olivo.
Pregunto el porqué de aquel sentimiento de añoranza, mientras justifico mi presencia al contar cada pequeño paso impregnado por los más vividos olores e imágenes sublimes de tan hermosos parajes. Y no en vano sabemos que no somos libres, entendemos que somos presas de la barbarie carnívora de hombres mundanos que subestiman y destruyen tan célibe fortaleza, dejando entre la tierra las huellas imborrables de caballeros y corsarios, de sueños temerarios, de luchas y traiciones, de gélidos corazones más allá de lo que llevamos tan adentro de nuestra alma castellana.
Termina el recorrido por aquellos parajes, caminamos descalzos por los mismos senderos extraños, grandes montañas cubiertas entre la verde hierba enceguecen mi mirada y cubren el horizonte con visiones firmes, imponentes, indestructibles e irreparables. Los árboles nos hacen sentir presos de aquella selva de pino silvestre, se realzan como prisioneros que luchan por una libertad imposible, mientras nuestros pasos entre juegan por los charcos del agua de lluvia en aquel simple e inolvidable atardecer.
Creo entender los posibles motivos que nos diferencian, son evidentes los atavíos, los tejidos, los harapos, las formas y maneras de aquellos idílicos espejismos que, ciegos como serpientes, recorren incesantes por aquellos caminos sin rumbo, mientras el preludio de un sueño nos calcina, desdeña y destruye, esperando acechante como el ave rapiña al mínimo descuido de un indefenso mamífero, y un desconocido sentido de culpa enceguece nuestros
pensamientos como una lucha incansable por doblegar el miedo y el recuerdo de aquel indestructible silencio tras la sombra de aquel árbol de olivo.
Ese día regresamos cansados, tras la imposible lucha por comprender una nueva historia, nuevos caminos, nuevos senderos, nuevos reflejos, nuevos sentires, y esa fuerza de una naturaleza perfecta cuya alma queda indeleble y es incomprensible e imborrable, renace en mi memoria la luz perpetua de un atardecer que ennoblece y nos hace plenamente libres e iguales, quedándose adentro muy adentro en lo más profundo del silencio de los sueños del olivo.
Permito que se adueñe la fantasía perdida frente al interminable recorrido que día tras día reclamaba frente a la sombra impugnable del árbol de olivo, haciéndolo culpable, merecedor del más acuciante desafío, del juicio, de la verdad, del por qué había merecido ser el único sobreviviente a la devastada hoguera, aquella a la que se condenan los incomprendidos, los olvidados, los desechados y los viejos e iracundos viejos árboles cuyos frutos son inertes presagiando su merecida muerte.
Pero éste se mantenía egregio, firme y constante en aquella ladera, mostraba entre sus hojas el preludio de una época avasallante, próspera, quimera de hermosos y fértiles frutos de oliva, cuyos aceites perpetuos fueron poesía viva en las más perfectas creaciones de la gastronomía castellana, y cuyos frutos sin semilla endulzaron inconmensurables paladares en tierras ajenas, extranjeras y paganas.
Entre la sombra y la brisa otorgada por los bosques circundantes, el silencio se hace eco del único sobreviviente al apocalipsis de hombres que condenan y doblegan la justicia a la verdad, mientras el Olivo intenta sobreponerse a tan cruda soledad, permitiendo que en su regazo se postren los recuerdos perpetuos de mi propia realidad.
Quedo absorto ante tan calurosa sombra, recuesto mi cuerpo a los pies de tan fuerte tallo, recorriendo cada rama, cada hoja, cada vestigio de tan mundana grandeza y de los pocos frutos que se mantienen adheridos a la fiel fortaleza del viejo árbol de olivo.
Quién sabe tu historia verdadera, cuántos frutos legaste al mundo y consumieron los perfectos aromas y sabores de susceptibles paladares, a quién enfrentaste en el trascurrir del tiempo, cuántos silencios quedaron plasmados en la tierra, cuánta agua vio recorrer tus raíces para merecer tan cruel fortaleza, para estigmatizar tu presencia, para hacerte merecedor de vida, para ser parte de ese momento en el que mi cuerpo se consume en la sombra de tu quimera.
Mientras imagino tales formas pasajeras, recaen sutiles tus hojas secas y cansadas, para postrarse como yo a los pies de tu indoblegable presencia, para rememorar los mejores momentos, los frutos caídos y arrancados de tu vientre, consumados en perfectos aceites que son romerías de tu esencia olivar.
Tras poder abalanzarme entre la sombra recorrida que se enfrenta al sol del alba que me protege y cobija, preciso en ese encuentro una señal, una brisa, una hoja derramada de tu sien mientras sigo reclamando tu indomable presencia cual si fuera el dueño, el juez y el verdugo, justificando de tu injustificable realidad el embrujo de cada olivo que recae en aquella sórdida tierra.
Tu sombra aletarga mis sentidos, creo haber reconocido todo lo que ha quedado en ti, y la fiel esencia del aroma y sabor que te ennoblece, que es parte sublime de tu primigenia identidad y de aquello que forma parte imborrable, plena y perfecta de tu fiel néctar de vida, de tu alma, de aquello a lo que sería imposible renunciar si tan solo no reconociera que eres en esta tierra el último olivar.