Villapedregosa
[Isabel Ortega Cruz]
Érase una vez una villa cubierta con grandes olivos que agitaban sus ramas y creaban una dulce melodía que envolvía el aire. Eran de tronco macizo, no demasiado alto, que se dividía en distintas familias y desde ahí surgían finas ramas vestidas con afiladas hojas; complementadas con pequeños frutos a los que llamaban “aceitunas”.
En el centro de la llanura se hallaba una cueva construida a base de rocas abrazadas entre sí y comandadas por un peñasco de destacable tamaño que las encerraba a todas. Sin rechistar habían permanecido allí durante años y años.
“Villapedregosa” era la nominación que englobaba a todos aquellos olivos, la gran cueva y las viviendas de pequeños habitantes: los aljarafiños, pues vivían a los pies de los olivos y obedecían al reglamento establecido en su terreno, el aljarafe.
Si una posible visita rondase por tu cabeza, te advierto: no los verás asomar sobre las copas de los árboles, sino entre los sombreros de ciertas setas.
La villa estaba invadida por piedras bañadas en pintadas con tonos violáceos, anaranjados, verdosos, azulados… en las que los aljarafiños se hospedaban. Algunas de ellas incluían margaritas, pajarillos o cualquier elemento que les pudiese traer paz y una pizca más de naturaleza. Bajo ellas, se encontraban sus camas, hechas a base de cavar en aquella tierra.
Tras reunirse con sus cultivos, animar sus relaciones con el ganado y ser esclavos del sol; la jornada era dada por concluida.
Viendo la piel del sol acostándose sobre el horizonte emprendían el camino de vuelta a su hogar.
Era la madre Vera, la que más días había contemplado entre todos ellos, la que hacía recuento. Alzaba los brazos hacia el cielo y todos comenzaban a recitar su oración agradeciendo cada una de las cosas que les habían sido regaladas aquel día.
“Gracias:
A los cielos que alimentan nuestras cosechas.
Brisas que polinizan nuestras flores.
Tormentas que arrebatan nuestros cultivos y fertilizan nuestras tierras.
Vientos huracanados que tumban los árboles y nos ofrecen sus troncos para cruzar el río.
Gracias por tomarnos de la mano y enseñarnos el sendero.
Alumbrar nuestros días y caldear nuestros corazones.
¡Que la luna gobierne y nuestros cuerpos resten!
Buenas noches mis amigos, que la paz esté consigo”.
Conforme algunos de ellos abandonaban la vida, los más dolidos por la pérdida fracturaban la casita que les había correspondido durante el tiempo que pasaron aquí, se repartirían las pequeñas piedras salientes y con la ayuda de la resina de los árboles, las unirían a sus casitas, originando flores con pétalos de todas las gamas de colores.
Cada vez que la muerte les visitaba se encargaban de añadir nuevos pétalos.
Una repentina mañana, mientras la madre Vera completaba su camino hacia el río para llenar su cubo de agua, esta cayó en un hoyo, definiendo el fin de sus días.
Al llegar la noche, la villa decidió omitir su alabanza rutinaria al cerrar la jornada, pues su líder se había marchado y su vitalidad con ella.
Bajo sus guaridas y a reposo hasta la mañana siguiente recibieron algo que, sin duda alguna, les supuso una sorpresa.
La cueva que presidía la villa pareció tomar vida.
Desde lo más profundo de sus entrañas nacían rugidos aterradores que estremecieron las respiraciones del viento y cerraron el pecho de los aljarafiños.
Era un sonido abstracto: una mezcla de gruñidos, golpes, asentimientos y respiraciones agitadas. Llegaban desde una voz notablemente grave que, si de algún aljarafiño se tratase, la garganta estaría resquebrajada.
Fue la primera vez que tuvieron la oportunidad de apreciar aquel ruido que, hasta entonces, había sido camuflado por el unísono de sus voces al acostarse el sol.
No volví a presenciar el agradecimiento rutinario, sino a aljarafiños aterrados que al terminar la jornada se apresuraban a sus viviendas y no las abandonaban hasta la mañana siguiente, cuando los grillos cantasen con más tiento al que los tenían acostumbrados.
La discusión rondaba entre un ogro, una bestia feroz o, quizá, un fantasma.
Sin embargo, la verdad se hallaba en que ninguno de ellos tenía ni la más remota idea de lo que sobre tras aquellas paredes se ocultaba.
Noche tras noche lo oían trabajar: pisadas, estruendos, gruñidos, refunfuños…
La calma que se respiraba en Villapedregosa invitó a esta criatura a tomar un siguiente bocado, degustación: confianza.
Era una noche reinada por el silencio y el temor, como muchas pasadas. Veía cómo las rocas dejaban una rejilla de ventilación para aliviar la humedad que el calor traía consigo. Totalmente diferenciada a la completa descubierta que dejaban noches anteriores. Incluso escuchaba algunos ronquidos nerviosos.
En contraste, sintieron cómo la enorme roca que taponaba la entrada a la cueva se desplomó produciendo un gran estruendo. Las casitas se cerraron acompasadas al instante.
La tierra se estremecía al sentir las lentas y fatigosas pisadas. La respiración era notablemente costosa: el volumen alcanzaba a cada uno de los habitantes haciéndolos sentir su boca inhalando aire desde su cuello.
A las mañanas siguientes apreciaban pisadas cuyo tamaño triplicaba las suyas. Aceitunas habían aterrizado sobre sus cubiertas, las percibían cual lanzas agujereando la superficie.
No existía un alma cubierta con el coraje necesario para asomar sus pestañas y descubrir el misterio que tanto suspense acarreaba.
Las salidas adoptaron una constancia y se encargaron de amarrar más y más minutos.
Había mañanas en las que podía apreciar cómo las rocas no volvían a su reposo sobre las cavidades que los acunaban por las noches; sus casitas quedaban descubiertas cuando los aljarafiños se dirigieron a trabajar, pues los tímidos llantos que el miedo les había causado la noche anterior habían dejado la tierra demasiado humedecida; falta de un baño de aire fresco y reparador.
Décadas se iban y décadas venían, sin embargo; la energía y alegría que caracterizaba a Villapedregosa parecía haberse esfumado y olvidado el camino de vuelta.
Aceitunas caídas en el suelo los saludaban cada mañana suponiendo una inesperada ración de trabajo.
Escogían viejos retales de tela, cuyos brazos ataban alrededor de sus cinturas. Alimentaban con aceitunas el saco que quedaba a sus espaldas y las trasladaban hasta el valle donde las arrojaban y emprendían la vuelta en busca de nueva mercancía.
El transporte de las aceitunas fruncía, cada vez más, el ceño de los aljarafiños, pues jamás habían causado tantos dolores de cabeza hasta el momento en que aquel “gigante” había decidido intervenir.
La función de estos pequeños frutos andaba enterrada en algún lugar cuya localización si quiera aparecía existente en sus planos.
Si no querían empezar a vivir sobre una montaña de aceitunas; apartarlas y arrojarlas era su mejor opción.
Fue Gustavo, un señor con barba clara, ojos oscuros y cubierto de cicatrices “hechas a mano de obra”, como él solía decir, el que dio la voz exigiendo un cambio.
Aquella mañana amaneció más temprano que el sol. Con un tridente color plata en cada mano, comenzó a crear una sonora melodía.
La villa entornaba sus ojos y enfocaba la vista buscando explicación a tal revuelo.
“Hijos de Villapedregosa, aljarafiños y aljarafiñas, a vosotros me refiero hoy. No traigo noticias, sino hechos”.
“Villapedregosa hoy vive afligida ante el egoísta poder de un gigante que se niega al simple gesto de mostrarse durante la luz del día”.
“El resentimiento de Villapedregosa espanta la fuerza que necesitamos para conseguir traer de vuelta aquello que nos corresponde”.
“Alegría, felicidad, disfrute, diversión, satisfacción… Nuestros hijos no han sido presentados ante ellas”.
“Hasta que este ogro no abandone la cueva no regresarán a nosotros”.
“Mañana, a la puesta de sol, armaos con todo lo que vuestras palmas sean capaces de encerrar: azadas, antorchas, cuerdas… ¡furia!”
“¡Que tiemblen los océanos y tiemblen los cielos porque la caída de este gigante hará un gran estruendo!”
Los puños de los aljarafiños tomaron altura:
“¡Así se habla don Gustavo!”, “¡Que vea ese grandullón lo que un puñado de granujillas saben hacer!”; “¡Va a ser la primera vez que tenga que alzar la mirada! Si es capaz de abrir los ojos cuando esté desplomado en el suelo…”
Aquella noche, el gigante hizo más alboroto que cualquier otra. Sin embargo, los débiles llantos se habían convertido en risas tranquilas. La luna tenía apostada a que estaban a mitad de la última noche en que aquel grandullón caminaría por allí. Al amanecer se adjudicaría su derrota.
Con mucho tiento, las piedras comenzaron a abrirse y tras ellas aparecían los fieles guerreros empuñando distintos utensilios: puntas afiladas, cuerdas y alumbramiento era todo lo que cargaban.
Se agruparon tras el señor Gustavo y una vez enfrentaban la caverna del gigante, procedieron con el plan.
Comenzaron a picar el peñasco que introducía a la cueva mientras gritaban furiosos.
Tal era la concentración que mantenían en su tarea que ninguno de ellos se percató de cómo la pequeña Olivia, de rostro fino y desarmadas trenzas; rozando la etapa de la juventud, se aproximó a una de las esquinas en la que el pedrusco tocaba la pared y fue capaz de adentrarse en el interior.
Era la aljarafiña, capaz de caminar por su propia voluntad, más joven de la villa. Su rostro fino y sus trenzas desarmadas resaltaban su inocencia. Apenas le fue necesario el reclinarse para conseguir pasar a través.
–Shhhhhhh… creo que he escuchado algo –todos guardaron silencio y dejaron de picar piedra.
Voces traspasaban la pared y alarmaban a cada uno de los habitantes, pues el timbre había perdido la gravedad del gigante y había ganado la semejanza con los suyos.
“¿Olivia? Había venido conmigo esta mañana… Oh no…”
La voz de la madre de la pequeña Olivia fue silenciada por el gran número de picos que se lanzaron contra el peñasco, mucho más agitados que minutos atrás.
Un diminuto pasadizo se abrió paso, a través del que todos consiguieron invadir la cueva.
La señora Teresa cogió a la pequeña entre sus brazos y la estrujó contra su pecho sin apenas preocuparse en mantener su respiración fluyendo.
Espalda contra espalda se concentraban cientos de villanos. Tal era la ira que tenían, que la cueva figuraba pequeña, afirmaría no haber visto resistencia en caso de haberles propuesto zamparse al propietario.
Olivia dio un alarido y el silencio visitó la caverna. Sus respiraciones eran la única melodía destacable.
–¡Gigante no estar aquí! –dijo a la vez que apretaba los puños.
“¡No! No caeremos en la trampa”, “No tenemos tiempo para oír absurdeces”.
–¡Ahhhhhhh! –gritó buscando atención–. Gigante no estar aquí.
Su ímpetu se rebajó y comenzaron a admitir que aquella pequeña de pelo color azabache estaba en lo cierto.
No había nadie más que ellos.
Olivia tomó la antorcha que don Gustavo empuñaba y con dificultad se subió a lo alto de una roca donde era visible para todos.
–Sólo cazar gigante y no mirar. ¡Fuego arriba, fuego arriba! –dijo mientras daba pequeños saltos.
Las antorchas se alzaron en lo alto cual luciérnagas y comenzaron a esparcirse.
“¡Wow!”, “Vaya maravilla”; “pero, pero… ¿pero, qué es esto?”.
Los murales estaban repletos de pinturas en forma de esquemas dibujados que querían marcar algún recorrido.
A propósito, me gustaría decir, se encontraban las realidades de las imágenes colocadas bajo ellas.
La primera casilla estaba ocupada con una división entre aceitunas y pequeños tallos y hojas. A sus pies podían tocar algunas de ellas depositadas sobre un cuenco.
Conforme movían la vista hacia la derecha, la ilustración explicaba cómo las aceitunas eran machacadas sobre una tabla con rajas estampadas y cubierta con un trozo de tela. Fueron capaces de manipular cada uno de esos integrantes. Vieron cómo bajo la tabla había una marmita que reunía la sangre de las aceitunas; sobre la ligera tela quedaban sus pieles.
A continuación, aparecía una bola hecha a base de madera que parecía estar recubierta por el mismo harapo. Se encontraba atada a un agarradero que, al parecer, según la pintura les explicaba, debía agitarse con mucha fuerza. Y a través de unos diminutos poros se encargaba de escupir agua: querían adivinar a través de la nube dibujada en la esquina.
Al fondo, una enorme cuba de color plata, rellena hasta los bordes de un agua color verdoso, les saludaba.
Su gran tamaño los obligó a mirar hacia el techo donde el gigante había plasmado su movimiento final.
Unas manos rudas y fuertes agarraban lo que parecía ser una hogaza de pan bañándose en aquella peculiar sustancia.
Una fusión de estupefacción y rubor componía sus rostros.
Fue Juan, el panadero de la villa, quien interrumpió el silencio.
–Yo traía pan conmigo. Está tan duro como este suelo, pues me cuesta admitirlo, pero iba a ser mi acompañante durante la ofensiva… Si os parece podemos examinar el resultado de esta receta… –dijo con un tono de aflicción esperando no ser abucheado.
Construyeron una torre aljarafiña hasta alcanzar los bordes de la cuba.
Juan, en la cúspide, sin apenas un temblor de los pisos inferiores; tomó un trozo de aquel pan, lo mojó en aquel líquido y se lo acercó a los labios.
El silencio que reinaba el momento permitió la existencia del eco que los crujidos del pan al masticar causaron.
Hasta el último presente tenía sus ojos fuera de las cuencas puestos en Juan.
“¡Oh là là! Por la madre de los cultivos, que bendiga esta salsa y bendiga a nuestro gigante: ¡esto es espléndido!”
Risas y miradas de asombro inundaron la cueva.
Los que permanecían en tierra firme dieron un gran aplauso en nombre del gran chef.
Por suerte para Juan, las piezas que formaban la torre fueron capaces de mantener las manos junto a su raciocinio: sus expresiones lo hablaban todo.
Don Juan hizo nuevos diminutos pedazos de pan, los mojó en la salsa y comenzó a pasarlos corriente abajo.
“Relámpagos y centellas, ¿pero qué tenemos aquí?”, “¡Cielo santo! Mi paladar navega por una fantasía…”
Tal regalo, les hizo salir de la cueva con la cabeza gacha, pues estaban convencidos de que el gigante había huido atemorizado por los gritos de ira durante la noche anterior.
Observaron cómo el puñado de aceitunas que restaban en la cueva no relucían al mismo nivel de las aceitunas que se habían encargado de recoger cada mañana y arrojar al valle.
En lo cierto estaban, bien recuerdo los segundos que empleaba para llenar sus puños con aceitunas; y los largos minutos, rozando las horas, seleccionando las aceitunas de categoría, sin el mínimo defecto que dejar caer al suelo para sus camaradas.
Al parecer, no fue lo bastante obvio para conseguir avistar la caridad del gigante.
Aquellos dibujos les serían más útiles que cualquiera de las palabras que alguno de ellos pudiese usar: el gigante no disponía de un alfabeto más amplio al de los sonidos.
Decidieron dejar el gran peñasco tumbado a un lateral sobre el terreno.
La cueva pasó a ser venerada y glorificada por todos, pues aquella esencia había traído consigo felicidad a la villa y al paladar de los habitantes.
Desde aquel día, Villapedregosa dedicó sus esfuerzos a la elaboración de esta salsa, hija de la aceituna. A la que retiraron su brazo de individualismo “una”, y añadieron el segundo apellido de su gran aliado “gi-gan-te”. Pues su amistad no había florecido en un primer trato, ni en un segundo.
A la entrada de la caverna crearon una placa que anunciaba:
“Para albergar un corazón tan grande,
era necesario un pecho tan amplio como el de un gigante”, dando la bienvenida a pies de hormiga, de elefante o a la omisión de estos.
Villapedregosa: sus oídos sordos no quisieron escuchar la bondad que las extravagancias del gigante incluían.
Sin embargo, no restó en vano: consiguieron cegar sus ojos frente a estos prejuicios durante el resto de su historia.
Años más tarde llegaron rumores a la villa que hablaban de la existencia de la misma sustancia en tierras lejanas. Fue entonces cuando comprendieron que la ausencia del gigante no se debía a una aterrorizada huida, se atribuía al impulso por la donación de prodigiosos conocimientos sobre aquella maravilla a la que algunos llamaban: “Aceite de Oliva”.