Aceite virgen, aceite esmeralda – Khadra
[J. T. Milan]
Nos asentamos lejos. Muy lejos. En un pequeño pueblo que limitaba con el monte. Allí donde se acababan los olivos en hileras cada vez más menudas. Pequeños supervivientes que luchaban en las laderas contra pinares y romeros. Tardamos varios días en llegar… Era una villa árabe, vacía de judíos; no había aljama, ni sinagoga ni atisbo de atuendo o nomenclatura hebrea. Mi padre mintió diciendo que procedíamos del norte, que habíamos perdido las tierras, huyendo de las revueltas cristianas. No adulteró lo básico, pues lo habíamos perdido todo… habíamos escapado con la esperanza de que el tributo a pagar no fuese mi muerte ni persecución… sino las tierras, los bienes y la almazara… Y así fue, presumo… pues en el pueblo nadie levantó testimonio en nuestra contra. Mi vida cambió por completo. Entendí las grandes diferencias que conllevaba la riqueza en la sociedad de Al-Andalus. Un mayor estatus acarreaba la carga del linaje…, pero también incontables ventajas; en el caso de las mujeres, pese a vivir recluidas, la cultura y la poesía nos eran accesibles… más si como en mi caso no había varón y se era hija única. Pero ya no éramos la familia culta y acomodada que vivía recluida en el alcázar, ya no éramos propietarios de un latifundio, ya no éramos nada… Y comenzamos nuestra vida fingiendo que siempre había sido así. Sin levantar sospechas. Entendí el lujo y la fortuna en la que había crecido. La casa que papá compró estaba incrustada en un laberinto de callejones estrechos y blancos. Y no sería más amplia en su totalidad que el más pequeño de los salones de nuestra antigua vivienda. Había vivido en un palacio sin saberlo, en una libertad privada a la mayoría, en una comodidad al alcance de muy pocos. Si bien lo que más echaba de menos era a mi padre, que ya sólo me permitía llamarlo Basit. Yabal, aquel hombre altivo y enérgico, orgulloso y encariñado de su hija, en nada se le parecía. Así mismo, Jazeera, la niña alegre y apasionada que fui, vistió su corazón de negro, pintó su mirada de tristeza, cargó a su alma de culpa y llenó sus pensamientos con escenas horribles; la más recurrentes los posibles formas de asesinato y vejaciones que debió sufrir Tazim, y su cuerpo muerto y sus ojos amoratados... Intentaba recordar las horas felices bajo el olivo…, pero se me tornaron en arrepentimiento, en causa de la tragedia que aconteció y en origen de nuestra ruina. Khadra se apoderó de mí con su atavío sobrio y rostro cubierto. No era necesidad que me mantuviera aislada, sino lo contrario. Como cualquier muchacha modesta, mis ojos, bajo aquel atuendo de fantasma, debían pulular por las calles imitando a las demás. En el poblado las mujeres sólo éramos miradas ocultas por paños negros… Mis salidas no fueron tan restringidas como antaño, y pese a aquello, me sentí más enclaustrada que nunca. Asfixiándome bajo el velo; un hábito que había pasado de cubrir sólo mis cabellos a amordazarme la boca y taponarme la nariz. Tanto, que prefería estar encerrada en mi pequeño cuarto a caminar por las calles con aquella mortaja. “Si tan sólo hubiésemos traído con nosotros la biblioteca…”, me decía mirando la noche estrellada… las de luna llena las padecía llorando entre rezos. Y así pasaron los días y los meses… en silencio, en oquedad, hasta que una tarde Basit requirió mi presencia.
—He comprado unas tierras, a riesgo de levantar habladurías, con parte del oro que trajimos. ¡Y nos queda!… pero debemos hacer un uso apropiado.
—Me alegro. Siento que hasta ahora haya tenido que trabajar para otros. Le ayudaré en cuanto sea necesario para revertir esta miseria…
—No hay mal que cien años dure… mas el honor no se restaura en una vida. Tenemos oro… y desde hoy también tierras… Poco a poco podré hacer gasto justificado… Volveremos a ser lo que fuimos con disimulo y dedicación… pero nunca quienes fuimos.
—Para mí nunca ha dejado de ser quien es… —dije de espaldas, saliendo de la habitación.
—No he terminado… Muchos se han interesado por ti. He elegido al mejor para darte en mano.
—¿Interesarse?
—Sí, enamorados. Muchos… Demasiados son los que te pretenden para que aún andes sola.
—¡¿Enamorados?! ¿Cómo pueden acaso estarlo? Con nadie he cruzado una mirada…
—Y por ello es que más te desean… porque tus ojos no buscan a nadie, porque esquivan a los hombres mientras los de la mayoría parecen apresurarse para encontrar marido…
—Tú lo has dicho. A nadie busco…
—Khadra, sientes que te han podado el corazón… pero eres joven… muy joven; volverá a crecer con tallos largos, con yemas nuevas.
—¡No me daré a ningún hombre!
—¡¿No te darás a ningún hombre, dices?! ¡¿No te darás?!... ¡¡¡Llevas noches en años dándote a un judío!!! ¿Crees acaso que alguno se interesaría por ti de conocer tu pasado?
Aquellas palabras me rasgaron de ira. Y así hice con mis vestiduras, quedando en camisón frente a él, iluminada por los relámpagos.
—¡No seré de nadie! ¡De nadie! —grité furiosa
—¿Así me pagas la nueva vida que te he dado?
—¿A esto lo llamas vida? ¡Debería haber muerto aquella noche junto a Tazim!
Abrí la puerta y salí corriendo bajo la lluvia, sin velo, de blanco… El camisón empapado transparentaba mis senos y el viento lo ceñía a mi figura. Respiraba con intensidad el olor del agua, que me parecía bendita. Conforme avanzaba por los callejones iban abriendo las ventanas, iluminándome con sus candiles, susurrando con gran escándalo.
—¡Soy Khadra! ¡A dios me encomiendo!... ¡Nadie me tocará! ¡Nadie! —gritaba como loca—. ¡No me mirarán con ojos sucios! ¡No soy yo quien ha de taparse con velos… mas sí vuestras miradas con sus párpados! ¡Maldigo en nombre de Alá a quien a mí se acerque con pensamientos erguidos! ¡Salid ahora a apedrearme, hombres! ¡Salid! —chillé en medio de la plazuela, frente a la mezquita… esperando su llegada. Arrastré mis manos sobre mis cabellos mojados, sobre mis clavículas y cuello, sobre mis pechos y mi cintura— ¿No me queréis muerta, ahora, por indigna? —gritaba tan fuerte como podía—. ¡Pues salid!¡ ¡Salid ya! ¡Tocadme ahora para quitarme la vida o guardaos por siempre vuestras manos y miradas! ¡Insulten y alíviense ahora vuestras bocas y músculos… o callen flácidos en la eternidad!
Nadie bajó a la plaza, y corrí llorando hasta las afueras, entre los olivos… Llegando al monte me derrumbé sobre la tierra: boca arriba, hundiéndome en el barro, deseando que me engullera… mientras esperaba a que los vecinos salieran con odio lapidario. Pero no vinieron… Y quedé allí, rota, hasta que la lluvia paró. Fue entonces, en un claro de luna, cuando incorporándome observé que estaba rodeada de arcilla… Es extraño cómo la vida nos trata. Pensé que aquella, por tal osadía, sería mi última noche… pero sucedió lo contrario. Al día siguiente salí tapada de arriba abajo pero con el rostro descubierto, el velo ceñido sólo hasta la barbilla, pero la boca y la nariz al aire. Vistiendo tal cual lo había hecho de niña. Las mujeres me miraban con respeto, y los hombres se apartaban a mi paso como súbditos ante su reina. No encuentro más explicación a aquello que la fuerza de la verdad. Entendieron mi mensaje, comprendieron que mis súplicas no fueron una exhibición grotesca… sino un canto de honestidad. Mi padre, por el contrario, no me habló en días… Requerí, pues, su presencia.
—¿Cuánto me da por ellos? —le dije mostrándole los pendientes de oro de mamá, lo único que por sus últimas voluntades me pertenecía.
—No tengo bienes para comprarlos —dijo con los ojos brillantes—. No puedo calcular su valor en oro. Son tuyos, por deseo de tu madre.
—No creo que el deseo de mi madre, Basit, fuese dejarme huérfana. Ya que ni me llama hija, ya que no se me permite llamarlo padre…
—No soy yo, Khadra, quien ha inventado este mundo… ni quien lo pueda cambiar —se lamentó con los ojos entumecidos.
—Lo sé —le respondí entregándole los zarcillos, apretando sus manos—. Tómelos como un préstamo, pues. Devuélvamelos cuando no se avergüence de llamarme hija.
—Son tuyos, Khadra —me contestó, devolviéndomelos.
—No, Basit. Son de Jazeera —sentencié rotunda—. Pero Khadra necesita su permiso para trabajar en la alfarería. Sólo eso le pido.
Accedió a mi requerimiento. Al día siguiente ya me encontraba en el torno, dando forma a vasijas y jofainas. Pasaron los meses, pasaron los inviernos… Encontré en el barro la fuerza de seguir, aunque mis noches permanecieron colmadas de pena... Hasta que un día, en uno de nuestros viajes a la ciudad, encontré lo inesperado, aquel aceite que me llenó de vida. No era costumbre que yo bajase a “Jayyān” para la venta e intercambio de cerámica, pues era Alí, el alfarero mayor, el que se encargaba de aquello. Pero aquel día quiso el destino que en el gran mercado, antes de marchar, me parase frente a un puesto en el que se vendían aceites varios.
—¿Khadra, que te pasa? —me preguntó el alfarero al verme temblar.
—¿Puedo probar ese aceite? —pregunté a la tendera señalando el ánfora.
—No, no puede. No es un aceite cualquiera… es “zaytum”.
—¿Qué quiere decir?
—Que es caro, un lujo… ¿Lo ve?, sellado está. No puedo abrirlo para su degustación, pues podrían acusarme de adulterarlo… Lo siento.
—¿Lo puedo encontrar en ánforas más pequeñas?
—Dudo que las encuentre en este mercado… se vende muy bien así…
—¡Quiero el ánfora entera, pues! —le dije desesperada.
—¡¿Pero qué dices, Khadra?! ¿Para qué quieres ese aceite? ¡Tu padre tiene el propio!... ¿Cuánto cuesta? —preguntó echándose las manos a la cabeza al escuchar su precio.
—¿De qué se escandaliza? ¡Es “zaytum”! ¿No han escuchado antes hablar de él?… Es aceite sagrado para los judíos —indicó señalando el logotipo.
—¡Por favor, Ali! ¡Présteme el dinero! —le supliqué.
Y así lo hizo. Fui el camino de vuelta aferrada a la vasija. Alí no comprendió nada, no entendía mis pálpitos y mis suspiros… ¿Era lo que pasaba por mi mente una locura? Al llegar al pueblo corrí a mi habitación, cerré la puerta y posé mis ojos frente al ánfora; resbalando mis dedos sobre las hendiduras que formaban la estrella de seis puntas y la disimulada media luna interior, tangencial a su hexágono. ¡Era una copia de mi dibujo!… Un calco del bosquejo que, sobre la tierra, pintamos mientras discutíamos la verdadera forma de las estrellas… minutos antes de caer presos. ¿Era una simple coincidencia? Reí de alegría, nerviosa… imaginando a Tazim vivo, feliz, probablemente casado y con hijos… o navegando por el mar, comerciando con sus alegres ojillos… o esculpiendo su arte… ¡pero vivo! “Tazim”, pensé; “Tazim”, reí… y pronunciando su nombre detuve mi vista en la inscripción: “zaytum”. Escribí las letras “Z”, “A”, “Y”, “T” “U”, “M”…. y las reorganicé “TAZYM”… “Me sobra la U”, exclamé entristecida… Pero al momento recordé cómo nos conocimos… Escuché su voz enfática: “Moooses… No Muuuses…”.
—¡Muuuses! ¡Tazim! —alcé la voz, desbordada de júbilo—. No puede ser casualidad…
¡Tazim estaba vivo! Mientras yo había gastado años en lamentos y culpa… Tazim había ideado la manera de hacerme llegar su mensaje mediante aquello que nuestras dos culturas compartían. ¡No podía creerlo! Bailando sola de alegría me invadió una emoción ingrata… ¿Por qué no había yo hecho lo mismo? ¿Por qué di por hecho que había muerto, torturándome con las oscuras imágenes de su sacrificio, en lugar de mantener la esperanza? Aunque… ¿Y si tan sólo era una eventualidad? ¿Una excusa para contentarme? Me resultó indiferente… ¡El mero pensamiento de creer que vivía me daba tanta felicidad! ¡Tanta! Y sin embargo había optado por la amargura… por una vida resignada y hueca de ilusión. “De nada vale quejarse, ningún provecho hay en vivir como víctima”, me dije llena de confianza. “¡He de hacerle saber que yo también estoy viva!”. Pasé el resto del día ideando la manera… Y una vez encontrada la dormí para trabajarla en sueños. Me desperté satisfecha y lúcida, esperando junto a la lumbre la entrada de papá, siempre tan madrugador.
—¡Buenos días, Basit!
—Khadra… ¿Qué haces desvelada tan temprano?
—He de pedirle algo… Quiero cuidar parte de sus olivos.
—¿Cómo?
—Le pido que me deje unos cincuenta a cargo… O los que bien considere… con la condición de que, aquellos a los que cuide, sólo podrán ser tocados por mí. Ningún hombre ha de pisar esa tierra… Así lo haré saber en el pueblo… Sabe que me respetarán.
—¿Ningún hombre? ¿Pero quién se encargará de la recolecta?
—¡Yo! Yo misma.
—Necesitarás más personas para coger cincuenta olivos… —me miró extrañado.
Pero accedió a la petición. Delimitamos mis olivos y comencé el plan… Me llevaría años… pero sentía la paciencia y la quietud en mi espíritu, pues cuando se está seguro del fin y de que éste será bueno, el camino no es sino felicidad. De hecho el camino sirvió para mucho. Mucho más de lo que hubiese imaginado. No sólo trajo paz a mi corazón, sino también la alegría a las muchachas del pueblo. El primer año todo lo hice yo. El cuidado, la limpieza, la recogida, el envasado… ante el pueblo que, atónito, asistía al acontecimiento entre la incredulidad y la sorna. Modelé las vasijas, una para cada olivo, y en ellas esculpí “mi sello”, “mi marca”: una estrella de cinco puntas con una luna menguante que enmarcaba cuatro de sus vértices… y sobre ella mi nombre «Khadra», y sobre el mismo, esmaltado, su color. Desde la floración los mimé como a hijos… y antes de que ellos se pusieran a dar palos cogí una a una cada oliva, como el que vacía de lágrimas un llorón. Cada día un olivo, cada jornada un ánfora. Aceite obtenido en la noche del fruto arrancado en la mañana. Cuando ellos comenzaron la cosecha… mis olivos brillaban sin la carga de sus drupas, y mi aceite, embotellado, estaba listo para vender. Sólo faltaba estipular su precio… y ese precio, en un mundo de hombres, no era sino la estima de su honor. De esa honra y pulcritud en la que todo lo basaban. Así pues, ellos mismos lo tasarían. Convoqué a los vecinos en la plazuela. Traje conmigo una de las vasijas y quitándole el sello vertí el aceite en un plato llano.
—Esta es la única muestra que os daré… Saboreadlo, pues muchos no volveréis a probar semejante aceite —se acercaron riendo con sorna.
—¡Es verde! —dijo uno a carcajadas, con descaro.
—Sí. ¡Y brillante cual esmeralda!… —respondí segura.
—¡Es muy amargo! —dijo el primero que lo probó.
—No más que la vida ¡Este aceite no es para niños, sino para hombres! —le contesté retando su masculinidad, esa de la que todos hacían alarde—. Denle hiel a un niño y la escupirá en busca de dulzor… Dénsela a un hombre vivido, o a una mujer que ha penado, y apreciará su amargura… preguntando de dónde procede. Con el sufrimiento lo dulce nos sabe agrio, mas lo amargo nos recuerda que un día disfrutamos de ese sabor. Nos abre el paladar embelleciendo nuestras penas: embriagándonos de los momentos tristes, de las batallas perdidas y del tiempo pasado.
Se apresuraron a probarlo hundiendo sus dedos en el plato y chupando el pulgar. Cuchicheando, intrigados y curiosos… Fascinados por el color y su brillo…
—¿Cuánto darían por esta botella empezada? Han de saber que la mitad ya ha sido vendida a un Emir… Pues todo este trabajo no ha sido sino un encargo… —les mentí.
—¿A qué Emir? ¿Qué encargo? ¿Cuánto ha pagado?... —se sucedieron las preguntas…
—No puedo desvelar su nombre… mas sí sus condiciones —me apresuré a venderles lo que más valía. Mi idea. Mi esfuerzo. Ese que había sido motivo de burla durante el año, y ante el que ahora, caerían rendidos—. Las directrices del Emir fueros precisas. Quería un aceite de olivos tratados por una doncella, cuyas hojas, troncos y tierras no fuesen tocados más que por el viento, la lluvia y la piel desnuda de una virgen. Dichos olivos no se apalearían, siendo cada árbol mimado como a un marido… cuidándolos con caricias y quitándoles la carga de sus frutos antes de que estos les fueren demasiado pesados…, esto es, antes de que madurasen. Cada drupa sería tratada como una perla verde, recolectada bajo el sol, pero molida bajo la luna. ¡Y así se ha hecho!… Y de lo aquí expresado no sólo el firmamento sino vosotros mismos habéis sido testigos —terminé alzando la cabeza, altiva y confiada, señalando con el índice el cielo.
—¿Cuánto quieres por esa botella? —comenzaron a pujar con el dinero en las manos—. ¿Cuántas más quedan? ¿Podemos verlas?... —exclamaban impacientes.
—A la venta ninguna… pues no quiero dinero…
—¿Qué quieres, pues?
—Entregaré una a cada familia que me facilite una parte de sus olivos, dejándolos a mi cargo. Seguirán siendo de su propiedad… mas dichas tierras sólo podrán ser pisadas por las doncellas del pueblo que quieran unirse a mí en su cuidado. Irán tan desnudas como deseen, sin necesidad de velo, ni de luto, como cualquier casada ante su cónyuge… pues, mientras sean doncellas, sus esposos serán los olivos.
Ese mismo día los tratos se cerraron en cada casa. Una parte de las parcelas de cincuenta familias sería territorio de libertad para las jóvenes del pueblo… Y fue de esta manera como los años pasaron y el camino en sí me trajo la dicha, pues bajo aquel pacto se escondía mi más noble propósito: dar la opción a las mujeres de la villa de ser jóvenes libres bajo el sol, y niñas alegres entre los cultivos. Y mientras los cuidábamos les enseñaba cuanto sabía… cuanto, siendo Jazeera, había aprendido: a leer, a escribir, a recitar poemas y trabajar el barro… les hablé del mar y las estrellas, de los números y la geometría, de los veleros… Y siendo tan útiles como eran, la búsqueda del casamiento se fue retardando… Las prisas de las familias se apaciguaron, y el deseo de hijos varones se contuvo… A más doncellas, más producción… a más producción, más aceite verde… y superando éste el valor del oro, siendo año tras año la demanda mayor, las familias se enriquecieron; el pueblo se enalteció… Veía en los ojos y gestos de mis vecinos la gratitud, y en sus formas de hablar el respeto… Fueron ellos los que me dieron el sobrenombre al que mi padre había renunciado: “Al-Kabir”, “la Grande”. Mi satisfacción crecía cada primavera, tras su cosecha, entre aquel edén de olivos… Orgullosa de “mis” gentes… y con la firme esperanzada de que algún día, aquel aceite verde, bajo el nombre de Khadra, llegaría hasta Tazim en forma de ánfora codificada cual bello mensaje velado.