La sombra del olivar
[Nelson Ismael Pérez Rendón]
Habían pasado quince horas de larga travesía, mientras con nostalgia rememoraba cada recuerdo, cada vestigio de lo que sobraba en mis pensamientos, penas, alegrías, sueños, expectativas, interrogantes, miedos, encuentros, luchas, emociones, tentaciones, amores y desamores, y cada tanto tiempo, un suspiro; y al darme cuenta, ya había arribado a la vieja casona, legendaria, plena, única, misteriosa e inefable, aquella en la que habían transcurridos los más hermosos años añorados de mi infancia, aquella a la que en esa plácida tarde debía regresar.
Al día siguiente yacía sentada en aquella vieja poltrona del zaguán en aquel sórdido, lúgubre y solitario corredor, acompasado ese momento por el silbido del frío viento al ras de una fuerte lluvia como la que pocas acontecen por estas tierras. Me encontraba contemplando con lúcido desdén la belleza que se desvanece entre las gotas de agua que caen como salvadoras en el inconmensurable olivar cultivado por el abuelo, conservado por mis padres y protegido por la naturaleza, aquellas hermosas y célibes plantas sembradas por manos silenciosas y ahora inexistentes, mientras el agua corría sin parar entre laberintos sin sentido en tan lúcida plantación.
No sé si afortunada por la vida, he recorrido hermosos paisajes, inolvidables lugares, experiencias irrepetibles, donde una a una se ha plasmado en mi alma y en mis recuerdos concediéndome la dicha de vivir tales sueños inalcanzables.
Cierro los ojos y recuerdo la inmensidad de aquel inmenso jardín de olivos, de aquel hogar que me recibe y cuida como regazo profundo y noble de un vientre materno, y que me ofrece el dulce sabor y olor de sus olivos frescos tras la sabia fortaleza de la tierra que me vio nacer.
Cada instante es un reflejo vivo del pasado, que hace traslucir plenas sensaciones de alegría y tristeza tras los recuerdos que inevitablemente se hacen presentes en mi mente en aquel viejo zaguán, mientras las gotas del aguacero me mantienen despierta cual soñadora vagabunda, viviente y presa a tan tórrida naturaleza que es inextinguible, lozana, confundible, certera y vital a mi pequeña soledad debajo de aquel interminable “Palo de Agua”.
Los sueños son coloridos e irrepetibles, solamente traducidos por almas inconfundibles capaces de entender la profundidad de un mensaje propio, plasmado en nuestra mente y que es develado en el hermoso verdor de los extensos olivares, cultivados y heredados por la sabia conseja del abuelo.
Ya para entonces, mientras pasaban las horas, había desechado muchas de las cosas que sobraban del viejo ático, no me permitía mantener vivo lo innecesario, no si de ello se aludía parte del vacío incesante de una soledad heredada por quienes son hoy parte de mi memoria y mis recuerdos imborrables, salvo que haya quedado casi perfecto e intocable, rígido por el tiempo, célibe y tal vez incompresible para quienes habitaban tan maravilloso y viejo terruño, como aquella añeja botella de aceite de oliva de la que tanto se afanaba la abuela rememorar y guardar como una reliquia para algún momento importante, quien sabe si para redescubrir su inefable aroma o su dulce sabor cual se consume en recuerdos profanos, donde sueñas despierto, donde las lágrimas son inevitables, donde vuelves a amar, donde no se quiebra el silencio ante el murmullo o el susurro de los olivares y donde a cada instante y con cada resonante silbido del viento entre sus hojas, como un sonido sutil y solo semejante al dulce cantar de un pequeño gorrioncillo que día tras día se postraba entre las ramas del olivar y la pequeña ventana del corredor de la vieja casona; para recibir el amanecer glorioso de un buen augurio, era aquel un único momento que nunca volvería jamás.
Puedo confesar que hasta esta experiencia de vida, jamás había entendido la dimensión de tan febril realidad, pude comprender el valor esencial de la vida, de los alcances, compromisos, de las actitudes y aptitudes humanas que en muchas ocasiones asumimos, con y sin razón por tratar de cumplir roles donde creamos paradigmas innecesarios, y luchamos por sueños paradójicos, nos dejamos llevar por ideas alienantes, dejando a un lado la gran y única oportunidad de valorar lo sublime de la vida, como una maravillosa oportunidad que nos otorga el universo para construir, descubrir, alcanzar, tener y poseer más allá del verbo; un sueño hecho realidad. Mientras aun preconcibiendo aquel momento, todo quedaba claro frente a mis ojos, tales sueños ya se habían cumplido, tales recuerdos ya tenían más sentido, y en ese instante solo me quedaba asumir la más maravillosa experiencia que debía comprender, rescatar y preservar; todo o quizás más allá de lo que comprendía, encerrado en esa simple botella de aceite de oliva.
Para entonces, hice de aquella añeja botella de aceite de oliva mi única compañera, y al abrirla era imposible no percibir el suave, inefable y sutil aroma casi inextinguible, iracundo, egregio de un no sé qué, que ennoblece la gracia de lo vivido, que le otorga razón y condición a lo faltante y que evoca la frágil gracia de lo que tanto meditaba la abuela, como si fuera ello su único y especial tesoro, su única e irrepetible herencia el inconmesurable y gran sembradío de olivar.
Cada murmullo, cada paso por los largos corredores, se hacían eco entre las sombras de los olivares, mientras recorría sin parar entre las pérgolas que entretejían enredaderas de flores perfumadas, tras el escuchar de la tenue melodía del pequeño gorrión que revoloteaba entre la luz y las sobras que concedían los olivos entre las terrazas del terreno. Podía divisar al trasluz del inconmensurable sembradío, una fuente de agua cristalina derramando entre sus sienes la pureza de los manantiales que tenían sus nacientes tal vez no existentes en aquella vieja morada, cual parada obligada de las más hermosas aves migratorias que detienen su vuelo para compartir el dulce sorbo de una vieja fuente de agua cristalina, como primera luz de vida, o como primera majadería con sabor a olivo.
Aquella vieja plantación estaba tan lejana de la nada y menos cerca del pueblo, que con nostalgia y emocionada quietud recordaba los interminables senderos recorridos entre los olivares, las emocionantes jornadas de cosecha y recogidas de oliva en las innumerables almazaras, la selección de los frutos bajo la justa vigilancia del abuelo, quien guiaba casi que con religiosa perfección tan añorado trabajo donde se consumía el honor de un compromiso y el fervor de una meta cada vez más interminable.
Recordaba las escapadas por las largas callejuelas, las travesuras entre los amigos desconocidos y olvidados, los paseos inquietantes con la abuela, los interminables cuentos del abuelo en las noches de luna llena; mientras por mi mente transitaban como ráfagas tantas imágenes como el efecto mismo del embriagado recuerdo; tanto que te condena a vivir lo conveniente o necesario a tus propios sueños, trastocados, lúcidos, perpetuos, egregios y febriles, más allá del viejo olivar.
Las horas transcurridas entre las bodegas de olivares, frías y oscuras como cavernas en pleno día, lúgubres pero eminentemente plenas de una magia que ciertamente es irrepetible porque yace en ellas la nobleza pura de tan especial y melancólico aceite de olivo; no quedaban en vano los juegos, las escapadas, los meditados sueños o las travesuras sin sabores que en esos mismos espacios no sólo se consumaba el sabor de aquellos grandes toneles repletos de olivo, sino también esos mismos recuerdos que nos embriagan como su propio contenido.
Ahora, cómo no recordar las plazoletas, los amigos perdidos, los reencontrados, los asumidos, los vecinos iracundos que nunca conocimos pero que de igual forma saludaban, las galerías, los hermosos parajes y por supuesto, los anecdóticos seguidores del viejo olivar, a la que la abuela tanto cuidaba como si fuera una condena inquebrantable a su propia razón, había allí un motivo para descansar entre las sobras de aquel banquillo donde la abuela escuchaba con desdénico sentido las dulces tonadas del pequeño gorrioncillo.
Preciso en una segunda tonada de aquel flamante gorrión, mientras pequeño cual bailarín danzante luce hermoso y triste con su diminuto plumaje, y en movimientos circulares casi perfectos a mi inevitable sorpresa, cierro mis ojos y paso a recordar a aquellos amores que solo se conquistan en estas tierras, cuales preludios de una vida que regala y arrebata tantas cosas…, como movimiento indefenso a mi otrora picardía de pequeña e indomable princesa, recuerdo el primer beso que dejó a mi alma como una dulce flor deshojada, las cartas y recorridos, los paseos y las escapadas a las mismas bodegas silentes a aquel amor mundano, inolvidable y lozano frente a quién sabe si fueron y serán mis verdaderos recuerdos entre las sombras del viejo olivar.
El tercer sorbo del pequeño gorrioncillo entre las sombras de los olivos es aún más inquietante, porque se concibe como un gesto merecido, como una imperfecta proeza de quien se ciñe en su propio letargo para ahora sí dejarse llevar; y se asume, sin percibir olores ni sabores, se entrega y nos regala como si fuese la última tonada, el febril cantar de sus cantares, tonadas hermosas que son irrepetibles e inmemorables que solo quedan perpetuas en los corazones de quienes sabemos que aquello es un perfecto recuerdo de algo desconocido e incierto, quién sabe si es un momento perfecto pero que no se olvida jamás.
La lluvia no cesa de caer en aquella merecida tierra, me abalanzo y retomo mi fuerte y desconocido cuerpo, y doy mis primeros pasos recorriendo cada espacio del largo corredor, no sin embeberme entre el fantástico sonido de tan sutil tonada y entre mis gélidos labios el febril néctar de un especial vino, mientras diviso cada espacio de aquella egregia morada, como si mis ojos mirasen por primera vez con especial dulzura y gran impresión su grandeza, indudablemente debía hacerlo, no por lo que me permita percibir los efectos de tan espectacular gorrioncillo en aquella tarde mundana, sino porque es lo propio de quien comprende y asume que ese gorrioncillo es parte de mi vida,… de mis sueños y de mi propia quimera, así que lo vivo, lo percibo, lo añoro, no lo dejo escapar y lo hago parte imborrable de mi vida, de aquel instante, de los consejos del abuelo entre las sombras del olivo.
Tan majadera después de tanto silencio, siento caer la tarde entre los chasquidos de la interminable lluvia, que ya son dulces canciones de cuna preconcebidas al inevitable sueño, mientras me devuelvo al gran salón de la vieja casona y termino por encender la vieja chimenea. Ese calor que despierta precisa asumir un pequeño sorbo de vino, ese en el que ya no quedan recuerdos más allá de los ya perdidos o extinguidos, quizás porque fueron parte de mi lejanía de estas inolvidables tierras, justo cuando como proeza juvenil y pagana, el mundo nos conduce y nos llama entre las sombras del olivar. Tal vez por eso en este sórdido sorbo no hay recuerdos, como haberlos si son ajenos a esta hermosa e inefable historia, como tenerlos si son imperfectos a este momento, como asumirlos si no son merecedores a tan delicada copa de cristal y al esplendido sonido del gorrión del olivar.
Ya el gorrioncillo se había ido, quién sabe si regresaría algún día, quién sabe si retornará su tonada, quién sabe si recordará el camino a la pequeña fuente de agua cristalina, a las flores de margarita, a las bromelias y girasoles, casi perpetuas al deseo de la abuela y a mi propia realidad.
Aquel día regresaría cansada, tras la imposible lucha por comprender una nueva historia, siento la fuerza de mi alma que frente a aquella incomprensible batalla renace en mi memoria haciéndonos visiblemente iguales más allá de nuestra plena libertad, sigue lloviendo, recrudece la noche mientras mis ojos se doblegan ante un profundo sueño del silencio, mientras vuelvo a mi regazo, como ese pequeño gorrioncillo que retorna a su nidal, a terminar de divisar el ocaso y a embeberme en mi propia y cautelosa embriaguez, mientras retomo con poderosa pertenencia aquella hermosa y curvada botella, y sin temor ni razón alguna desecho el restante de tal febril licor, solo y tan solo para rememorar la fiel mirada de aquel que es capaz de concederme tan gentiles recuerdos, sueños que enceguecen la tarde, pasados remotos de sabores, momentos que se quedan impregnados en la piel, imágenes que son preludios de una hermosa melodía, cual regalos ingenuos y dulces como la miel.
Así habría de ser el último recuerdo de quien fuese el creador de tan inefable reencuentro, por pasados remotos, libres, auténticos y perfectos; tiernos e incesantes a lo que entre pretextos sustento sentir en mi vago cuerpo frente el dulce aroma del olivar. Creía que todo había terminado, solo empacaría lo necesario o lo suficiente y retornaría en mis rumbos olvidados, ese preciso instante que detiene el pensamiento y la grácil tentación de sentirme libre, entregada o perdida entorno a los largos corredores, los sueños de la abuela, los juegos interminables por las plantaciones de olivo y el encuentro mismo de cada rincón de la vieja casa, que digna y plena me recibía para darme, quizás, el último adiós.
Pensaba que estarían las tantas cosas dejadas a mi partida, estaba segura que aún permanecerían intactas las huellas imborrables de las travesuras de niña, de los cuentos nocturnos, de los sueños otorgados de prisa, mucho antes de la siesta que siempre tomaba la abuela, justo en aquellos grandes y frescos corredores, casi a la sombra perpetua del portentoso árbol de olivo.
Pero no fue así, la vida no otorga lo que esperas, ni siquiera lo que has dejado guardado en los lugares más perfectos y mundanos. Porque ciertamente nada queda. Nada se hace presente cuando el tiempo toma a la fuerza los recuerdos, las emociones, los sueños del pasado, y las destruye, las aniquila y las hace suyas, dejándonos absortos, solos, vacíos y perdidos en el mar de miles de recuerdos de aquello que justo cuando regresamos creemos tener.
La abuela se había encargado de guardarlo casi todo, tal vez por eso quedan pocos vestigios de lo que preciso recordar y añorar. Incluso en las lúgubres habitaciones no quedaba nada, ya todo se había extinguido, todo se había esfumado, todo quedaba en letra muerta, más allá de la sombra acuciante y verduga del viejo olivar.
Ahora, no cualquiera es merecedor de tan inconmensurable herencia, podría comprender que más allá de tales sembradíos, de las bodegas, cuartos y jardines, de los largos corredores y de la vieja chimenea, lugares donde reposan recuerdos añorados, como los que hoy he reencontrado, porque son propios, son míos, son inciertos e inverosímiles, son magníficos e irrepetibles, pero tan solo uno podría tener la gentil dicha de embeberse en tan perfectible recuerdo, en el único e inolvidable gorrioncillo que nos regalaba en su dulce e inolvidable tonada, cada mañana añorada a los pies de mi ventana y de las sombras entregadas por los egregios árboles del olivar.
Vuelvo al jardín, a tratar de divisar el motivo de tan perfecto recorrido, aquello que simplemente era imborrable en mi memoria, aquello que quedaba firme como llama inextinguible, como preludio del pasado, como fuerte marea que egregia e indómita domina y se abre paso a la vida, que se pierde en el horizonte, que consume los atardeceres más hermosos, que despierta con la firme luz de un sol resplandeciente, que se ennoblece, se consume y se redime; allí debía volver, donde todo comenzó desde mi infancia, cuando no había nada, cuando brotaban los primeros frutos de oliva, cuando la abuela comenzaba a construir su único y perfecto sueño, y allí donde el gorrión abría sus alas para comenzar a volar o seguir su vuelo más allá del consuelo y protección del añorado olivar.
Faltaban unas cuantas horas, ya todo quedaba terminado, llevaba conmigo aquella vieja botella de aceite de oliva producto de una fina y perfecta cosecha, la pequeña botella donde los recuerdos perdidos de los que se consumía en mi alma, sólo y tan sólo queriendo ser libre, tratando de entenderlo todo, de despedirme de aquello que era tan mío, y que no dejaba de ser extraño a mis sueños y a mi verdad.
Justo en ese instante, se posa frente a mis ojos el eterno gorrioncillo dedicándome una dulce y gentil tonada como odas de despedida interminables, para luego realzar su vuelo por ese mismo horizonte infinito entre los árboles de oliva, del que una vez partí para no regresar, y al que nuevamente me abalanzo y me entrego sin mirar atrás, dejando a lo lejos los recuerdos debajo de un viejo olivar.