El olivar
[Quela Font]
Tekin llegó al aeropuerto de Madrid procedente de Turquía el viernes a primera hora de la tarde. Cogió un taxi que le dejó en la calle Argumosa, junto a la plaza de Lavapiés. Por un momento creyó que el taxista se había equivocado, pero cuando quiso comprobar que la dirección era la correcta el coche desapareció calle abajo. Sacó su teléfono móvil, abrió la aplicación de Google Maps, activó la localización… efectivamente, el punto azul estaba a pocos metros del corazón con el que marcara la ubicación enviada por Jorge pocas horas antes, esa mañana.
Cuando le habló de su barrio, Tekin no lo había imaginado así: calles estrechas, edificios antiguos y con aspecto descuidado, mobiliario urbano desgastado, tiendas llenas de productos africanos, bazares chinos, restaurantes indios por doquier… ¿Acaso no había dicho Jorge que era el nuevo barrio de moda? Mucha de la gente que abarrotaba las aceras era extranjera, sí, pero no eran turistas. Subsaharianos, magrebíes, paquistaníes, indios… Sabía que no debía tener miedo, Madrid era una ciudad segura, pero a pesar de venir de la cosmopolita Estambul, Tekin no estaba acostumbrado a moverse en entornos tan heterogéneos y aquella diversidad le desconcertaba.
Se dirigió al portal número nueve y llamó al timbre sin poder controlar el nerviosismo que le atenazaba y que afloró en forma de sonrojo cuando Jorge le abrió la puerta de su casa y por fin estuvieron cara a cara. Llevaban sin verse casi cinco meses, desde que se hiciese efectivo el traslado de Jorge a Madrid. Las propias obligaciones laborales de Tekin habían retrasado más tiempo del esperado su prometida visita.
Jorge se adelantó para besarle, aún en la puerta, y Tekin se echó instintivamente hacia atrás. Aunque estaban en el rellano de la escalera, no dejaba de ser un sitio público. Jorge se rio al ver su incomodidad y tiró de él hacia dentro.
—Relájate, cariño, esto sí que es Europa —le dijo en inglés, la única lengua que, a su manera, les era común.
El apartamento era pequeño, pero parecía luminoso a juzgar por los grandes ventanales que daban a la calle. Pese a llevar varios meses en Madrid, Tekin reparó en que su pareja aún no había terminado de desempaquetar todas sus cosas.
—Toma —dijo Jorge de pronto entregándole unos pantalones cortos de deporte—, creo que te valdrán. Tenemos que darnos prisa o llegaremos tarde.
Tekin cerró los ojos y movió la cabeza incrédulo, no le había tomado en serio cuando Jorge le comentó que jugarían un partido de pádel.
—No me mires con esa cara y ve mentalizándote. Me he jugado la cena a que ganábamos —afirmó. Tekin rio, casi se había olvidado de cómo era Jorge: siempre apostando por encima de sus posibilidades, siempre fanfarroneando.
Como era de esperar perdieron, pero el partido no era más que una excusa para pasar un rato entre amigos. Durante la cena posterior Tekin no dejaba de mirar a la otra pareja. Se debatía entre la admiración y un maremágnum de sentimientos que iban desde el rechazo hasta la vergüenza, pasando por la indignación, al ver que no disimulan los arrumacos y los gestos cómplices. Sentía que todo el bar estaba pendiente de ellos. Jorge era consciente de su incomodidad, por lo que decidió dejar las muestras de cariño para la intimidad.
—La gente miraba a Carlos y Juan cuando iban de la mano —dijo Tekin al llegar a casa. Y ante el gesto interrogativo de Jorge añadió—: ¿Acaso no les importa?
—¿Por qué iba a importarles?
—No sé… alguien podría hacerles algo.
—No te preocupes, Tekin, aquí esas cosas no pasan. Bueno… casi nunca, Madrid es una ciudad “gayfriendly”.
Al día siguiente se levantaron temprano. Jorge había reservado dos plazas a través de una aplicación para compartir vehículo en un coche que viajaba a Baena y que les dejaría en su pueblo, Castro del Río. Eran cuatro pasajeros en total: Jorge y Tekin se sentaron en la parte de atrás y apenas interactuaron con el conductor y su acompañante, Germán y Diego, quienes parecían conocerse de otras ocasiones y tenían su propia conversación.
Durante el viaje Jorge contó a Tekin cosas sobre su infancia en Castro, un pueblo de la provincia de Córdoba de apenas ocho mil habitantes, le habló de sus amigos y de su familia. Cuando llevaban poco más de dos horas de trayecto, Germán les informó de que harían una parada en Valdepeñas para tomar un café, ir al baño y acercarse a una pequeña pastelería donde, a su juicio, vendían los mejores manoletes.
—¿Manoletes? —preguntó Tekin. Como Jorge no sabía explicarle lo que eran, buscó fotografías en Internet y se las enseñó.
—Son unos pasteles muy ricos, más que los turcos —aseguró mientras miraba burlón a Tekin—, ya verás, tienes que probarlos.
Una vez comprados los dulces, los cuatro se dirigieron a una cafetería de lo que parecía la plaza principal de la localidad. Mientras Jorge y Tekin se tomaron su café en la barra, los otros dos se llevaron los suyos a unas mesas altas que había en la terraza del local para poder fumarse un cigarrillo. Jorge había abierto el paquete de los pasteles y le había ofrecido uno a Tekin, quien lo devoró antes de que se enfriase el café.
—Nos vamos en cinco minutos —les dijo al rato Germán dirigiéndose al baño.
Jorge pensó que lo mejor sería hacer otro tanto, así que se encaminó al fondo del local, siguiéndole. Cuando al terminar se dispuso a salir del cubículo reparó en que Germán estaba hablando desde su teléfono móvil en la zona de los lavabos y no pudo evitar escuchar el final de la conversación.
—No, no, esta vez nada de tías buenas… Que no, que no, que lo que llevo en el coche son dos bujarras, tío, ¡dos maricones en plan luna de miel! Tenías que ver cómo se miran, joder, qué puto asco… No jodas, hombre, si les pillo tocándose, paro el coche y les bajo a hostias. Lo que me faltaba, sabes. Con lo buena que estaba la morenita del mes pasado, ya es mala suerte, pero es que esta vez los únicos interesados eran maromos. A estos los dejo en Castro, ¿no era de ahí la tía aquella tan fea que te tiraste en la feria el año pasado? Bueno, que te dejo, tío, que esta tarde te cuento, sí.
Jorge se quedó quieto, esperando a que el otro saliese de los aseos. No era algo que le fuese ajeno. Los comentarios homófobos estaban a la orden del día en el trabajo, en el gimnasio, en el metro… Pero por lo general no iban dirigidos a él y eran expresados por personas con quienes no se veía obligado a relacionarse, por lo que los ignoraba, sin más. Ya no recordaba la última vez en la que había tenido que fingir que no había oído un comentario homófobo que hiciera referencia expresa a él. Trató de serenarse antes de salir del baño. Lo que le pedía el cuerpo era agarrar a aquel tipo por el cuello y estamparle contra la pared. Pero sabía que así solo conseguiría ponerse a su nivel. “No es justo, joder. Joder, joder, joder”, se repetía mientras salía hacia la barra del bar. Y no, no lo era. A medida que se alejaban de Madrid, se adentraban en la España profunda. La de su infancia, la de sus peores momentos. De eso, Jorge, no le había hablado a Tekin.
El turco sorprendió una mirada cómplice, a la vez que preocupada, entre Germán y Diego cuando vieron acercarse a Jorge, que salía del baño. Percibió la tensión que se reflejaba en el rostro de su pareja; sobre todo en sus ojos, siempre risueños, y que en ese momento se veían turbados. Sus pupilas se habían convertido en cabezas de alfileres. Era sin duda ira lo que le embargaba. Ira, pero también decepción, ya que el propio Jorge se había convencido a sí mismo de que la discriminación y el rechazo eran algo del pasado, que solo existía en las generaciones anteriores a la suya.
Subieron al coche en silencio. A pesar de la incómoda situación, Tekin no pudo evitar sonreírse: resultaba que la Europa de Jorge también tenía sus grietas, sus agujeros negros, sus abismos. El resto del camino transcurrió sin apenas palabras.
Cuando llegaron a la casa familiar, Jorge constató que nada había cambiado. Su madre y su abuela trajinando en la cocina; su padre, siempre fuera de casa, trabajando de sol a sol. La animada conversación de la cocina no se interrumpió con la llegada de Jorge y Tekin, a quienes recibieron los aromas provenientes de las ollas y las cazuelas.
—¡Pero mira quién ha llegado ya!—. Fue su abuela la primera en darse cuenta de su presencia en la casa—. Mi niño, ven a darle un beso a tu yaya. Ya no te acuerdas de mí, que nunca vienes a verme…
—Este es Tekin, abuela —dijo nervioso, soltándose del abrazo.
—Hola, guapo, bienvenido.
—No te entiende, abuela.
Luego le llegó el turno a su madre, quien no dejaba de secarse compulsivamente las manos con la falda del delantal.
—¿Cuándo te vas a afeitar esa barba de una vez?
—Mamá, déjalo ya. Saluda a Tekin, pero no le sueltes el rollo de la barba a él también. ¿No come papá con nosotros? —preguntó mientras su madre daba un par de besos a un Tekin desconcertado aún por el efusivo abrazo de la abuela de Jorge.
—No, ya sabes que prefiere pasar el día en la finca, vendrán todos a cenar cuando se ponga el sol.
Ni su madre ni su abuela entendían el inglés, por lo que el peso de la conversación durante la comida recayó sobre Jorge, quien traducía del castellano al inglés todo cuanto se decía en la mesa. Tekin, demasiado nervioso, apenas decía nada y se limitaba a sonreír. Y era esa sonrisa franca y luminosa, que irradiaba una felicidad sin medida, lo que más le gustaba a Jorge de él.
Tras la sobremesa Jorge y Tekin se fueron a dar una vuelta por el pueblo. Jorge había querido salir de casa antes de que volviesen los hombres del campo, en un intento por retrasar al máximo el encuentro con su padre. Nunca había comentado con él su orientación sexual y parecía haber además un acuerdo tácito para no comentarlo delante del resto de la familia. Sus primos lo sabían y suponía que también sus tíos y tías, pero siempre sospechó que el silencio en torno a la cuestión se debía a que no querían que llegase a oídos de su abuela. Jorge había sido siempre su ojito derecho, era sin duda el más cariñoso de sus nietos, pero también el que más lejos se había ido.
Durante el paseo Jorge le enseñó a Tekin el colegio en el que estudiaba de pequeño y la plaza donde tenía lugar la verbena durante las fiestas mayores, al tiempo que le explicaba cosas de la historia de la localidad. Cenaron en uno de los bares del pueblo y cuando llegaron a casa tanto la abuela de Jorge como sus padres hacía tiempo que estaban en la cama. Agotado como estaba, Jorge respiró aliviado al cerrar la puerta de la habitación, pensando que al día siguiente vería las cosas con otros ojos.
El domingo, con mucho sueño, se levantaron a desayunar temprano. En la mesa, ya esperando, estaba el padre de Jorge. Cariñoso con su hijo, educado con Tekin, Jaime les animó a que comiesen rápido. Convenía aprovechar que ese día serían una cuadrilla grande para adelantar lo máximo posible el trabajo.
Al rato aparecieron los primos de Jorge. Un par de ellos llegaron de la capital cordobesa, pero los restantes estaban repartidos en varios pueblos grandes de las provincias de Córdoba y Jaén. Su llegada aceleró el ritmo de la mañana, se dirigieron a los coches y poco después estaban todos en el olivar. Coger las varas, los cubos, las lonas, las escobas, los sacos… ponerse los monos de trabajo y no olvidar los guantes. Siempre el mismo ritual. Tras acordar el volumen de trabajo para esa jornada, se dividieron en grupos y mientras unos recogían las aceitunas que se habían caído por sí solas, otros iban desplegando las lonas. Jorge, mientras tanto, le explicaba a Tekin cómo coger la vara, así como la intensidad que debía imprimir en cada golpe.
—Más vale maña que fuerza —dijo Jorge, si bien no estaba seguro de que el turco hubiese entendido su peculiar traducción del dicho al inglés.
Tekin cogió una de las aceitunas del suelo, la limpió y se la metió en la boca. El padre de Jorge y tres de sus primos, que estaban terminando de colocar las lonas, se le quedaron mirando con una media sonrisa en la boca. Tekin no tardó en escupir la aceituna, excesivamente amarga y más dura de lo esperado. Al levantar la vista, vio que le observaban y se volvió hacia Jorge, quien, con un gesto socarrón y una carcajada le recordó que se lo había avisado.
Los integrantes de la cuadrilla, tanto hombres como mujeres, se turnaban a la hora de varear. Jorge explicó a Tekin que cuando sus padres eran pequeños, los hombres vareaban y las mujeres y los niños barrían y seleccionaban las aceitunas. Tekin golpeaba las ramas de forma enérgica y se negaba a rotar en el turno a pesar de las protestas de Jorge.
—No intentes demostrar nada, que la jornada es muy larga —le advirtió Jorge. Pero Tekin, acostumbrado a largas sesiones de gimnasio, no quería dejar pasar la oportunidad de hacerse valer frente a la familia de Jorge.
Después del almuerzo se pusieron de nuevo a trabajar. Apenas quedaban unos pocos árboles por varear del sector que se habían marcado como objetivo, así que Tekin y Jorge, a pesar de las protestas del primero, se pusieron directamente a barrer. Jorge le explicó cómo usar la escoba y dónde tenía que ir amontonando las aceitunas para posteriormente meterlas en los cubos, que a su vez eran llevados a la almazara, donde se procedería a cribarlas.
El sol estaba ya bajo cuando decidieron poner rumbo a casa. Había sido un día intenso y poca fue la conversación durante el camino de vuelta. Tras una temprana cena, cansados ya, los primos y tíos de Jorge se fueron despidiendo y marchando, quedando únicamente los de la casa.
—Jorge, cariño, he visto en la tele que en Madrid pegan a los chicos como vosotros —soltó de pronto la abuela de Jorge en un momento en que ambos coincidieron a solas en la cocina.
—¿Como nosotros, abuela?
—Sí, a los gais.
Jorge se sintió enrojecer. Tekin, que entró en ese momento, percibió el rubor y la sorpresa en la cara de su pareja. Y si bien el rubor fue la reacción espontánea de Jorge al oír las palabras de su abuela, la sorpresa pronto dio paso al alivio, a ese sentimiento de invulnerabilidad que te embarga cuando te sientes querido de forma incondicional. Y si esa persona es tu abuela…
—No te preocupes, yaya, todos exageran —Jorge no pudo evitar abrazar y besar a su abuela con ternura, con los ojos a punto de derramar sendas lágrimas. Emocionado, como estaba, le propuso a Tekin quedarse en casa para que su abuela les contase historias de cuando era pequeña.
El lunes desayunaron todos juntos y el padre de Jorge les llevó a Córdoba, donde cogieron un tren de vuelta. Durante el trayecto Tekin reparó en que Jorge trataba una y otra vez de entablar conversación, mientras su padre, con un palillo en la boca y concentrado en la carretera, apenas emitía murmullos de asentimiento.
Ya en el tren, Jorge estuvo ensimismado casi todo el trayecto hasta Madrid. No dejaba de pensar en ese último abrazo de su abuela unas horas antes.
—Parece buen chico, Jorge, cuídale —le había dicho al oído al despedirse.
Tekin observaba a su compañero con cariño. Los días con su familia, aunque intensos, le habían regalado una imagen más humana de Jorge, más auténtica. La mirada siempre risueña de Jorge se veía ahora más limpia.
Llegados a Madrid se vieron absorbidos por el ritmo frenético de la ciudad. Jorge estaba exultante tras la visita a su familia y quería enseñarle a Tekin lo que era vivir en un sitio en el que no tenían que esconderse. Cenaron con amigos en Malasaña, bebieron alguna que otra copa de más y bailaron casi hasta el amanecer en los sitios gais más típicos de Chueca. Tras una parada en la Gran Vía para comer un bocadillo grasiento, Jorge y Tekin se montaron en un taxi y pusieron rumbo a casa.
Apenas sin dormir y aún con resaca llegaron al aeropuerto al día siguiente. Justo antes de cruzar el control de seguridad, Tekin, en un gesto público de afecto sin precedentes, cogió a Jorge de las manos dejándole desconcertado.
—Quiero venir a vivir contigo a Madrid —dijo con los ojos fijos en los de Jorge.
—¿Cómo? Yo… Esto… ¿estás seguro? —Jorge no sabía qué decir, tan sorprendido como estaba.
Tekin leyó la inseguridad y la duda en el rostro de Jorge y no pudo ocultar la decepción y el dolor ante la reacción de su pareja.
—Tengo que embarcar, cariño, te quiero — dijo Tekin con mirada triste.
—Te quiero —respondió Jorge de forma mecánica. Unas palabras que le dejaron un regusto amargo en la boca y la sensación de que algo se había roto.