La vida sabe a aceite de oliva

[Gloria de Grazia]

Desde mi niñez, recuerdo a mi madre, Luisa Esther Rivas de Díaz, cocinando con aceite de oliva en Venezuela, donde con tanta influencia española no es de extrañar.

La gastronomía venezolana no es más que el resultado de un mestizaje corolario de la mezcla de sabores aborígenes, españoles y africanos, que fueron los encargados de unir sus culturas y dar origen a la cocina criolla venezolana en los tiempos de la colonia.

El régimen autóctono de América se fundaba en el maíz y la yuca, y las proteínas animales producto de la caza y la pesca, y el único endulzante natural: la miel. Curiosamente no incluía grasas en sus preparaciones culinarias y el condimento por excelencia era el ají.

Los españoles trajeron al continente americano, y a Venezuela, alimentos y especias nuevos, entre ellos el rico aceite de oliva, la cebada, el vino, y el trigo.

Así, con esta influencia europea, mi madre siempre hacia las vinagretas para las ensaladas, cremas, sopas, paella, tortillas, mariscos, berenjenas parmesanas y unos tomates deshidratados con ajo, orégano y especias, la salsita pesto para la pasta, para chuparse los dedos, en otras palabras, no hay otro título para este relato con el sólo pensar en esos deliciosos platos que mi madre hacía con amor y esmero, que la vida me sabe a aceite de oliva.

Mi madre nació en la costa venezolana, en Cumaná, importante ciudad del oriente venezolano, ubicada en la entrada del golfo de Cariaco. Región ocupada originalmente por algunos grupos indígenas que, al parecer, procedían de la cuenca del Orinoco. Los indios chaimas y guaiqueríes también habitaban la isla de Margarita. Los españoles que buscaban perlas en el poblado de Nueva Cádiz, en la isla de Cubagua, desde 1500 se proveían de agua dulce en el Puerto de las Perlas, poblado que dio origen a la ciudad en el río Cumaná y donde también se extraía la riqueza perlífera de la zona, junto a los indígenas, en una isleta del río, al que ellos bautizaron como "Manzanares", en conmemoración del río que atraviesa Madrid.

Por ello, necesitaban que el acceso al río estuviera libre de posibles ataques, por lo que el rey Fernando El Católico mandó a construir el fuerte de Santa Cruz de la Vista. En 1501 un grupo de monjes franciscanos estableció una misión en Puerto de Perlas, la primera en el Reino de Tierra Firme del Nuevo Mundo.

Cumaná es la ciudad más antigua entre las que aún están en pie, de las ciudades fundadas en tierra firme del continente americano. Fue fundada en 1515, como fruto de la  utopía  de  un  puñado  de  frailes dominicos y franciscanos liderados por los frailes Pedro de Córdoba y Antonio de Montesinos que soñaban con una evangelización pacífica, sin la presencia de soldados y comerciantes, y no tengo la menor duda que vieron la necesidad de usar los productos del olivo. Traer sus sabores aquí.

Pues mi padre amado es del centro del país, y como él no cocina, sólo puedo mencionar que come mucho; en fin, al final se residenciaron en los andes venezolanos, en San Cristóbal, muy lejos de sus lugares de origen, por lo que tuve la bendición por la influencia de mi madre de saborear la comida española.

A lo largo del transitar por este planeta recuerdo especialmente el 2006; estaba con mi mejor amiga Francy estudiando en Zaragoza, encantadas de Aragón disfrutábamos ir a las tiendas y ver la cantidad de marcas de aceites de oliva, su color, aroma y textura únicos, un chorrito en el pan, en la pasta y con varias tapillas de locura. Alguna vez escuché que el mejor era de Andalucía. Cuando eres extranjero cualquiera te orienta o recomienda de dónde es el mejor vino o la mejor comida, y en mis recuerdos compartimos un buen vino y comidas con un rico toque de aceite de oliva siempre.

En Barcelona disfrutamos con un grupo de amigos, compañeros de estudios, un vino de La Rioja, una paella con ese toque de azafrán y aceite de oliva al final… Ahhh… Una verdadera delicia.

Realmente con Francy, mi mejor amiga, mientras estudiábamos hicimos varios paseos por Europa, y no cabe duda que en el comedor de la universidad de Zaragoza, o cuando comimos pizza en Roma, o la vez que cenamos en Bruselas, siempre había esa botellita de aceite de oliva que acompañaba el festín.

De regreso a Venezuela, al año nació mi hijo mayor; desde pequeño le gusta el aceite de oliva, en las cremas de verduras, con los camarones, ensaladas y otros, y mi esposo es un consumidor compulsivo de aceitunas rellenas, verdes, negras, mi favorita la Kalamata.

Víctor, cuando era bebé, señalaba la botella de aceite cuando almorzábamos o cenábamos, y luego fue creciendo, aprendiendo a hablar y pedía un ¡chorrito!, ¡chorrito!

Ya de siete años, en los restaurantes le encantaba pedir berenjenas parmesanas y le decía al mesero con aceitico de oliva por favor.

Y así el pizzolio para la pizza que amamos mi esposo y yo, mi niño Víctor aprendió a disfrutarlo y a pedirlo.

Algo tan sencillo y cotidiano puede evocar los más dulces recuerdos, un sabor que trae alegría a los corazones.

Mi hijo a los siete años tuvo una curiosidad extrema por el aceite de oliva, ¿de dónde viene? ¿Dónde lo hacen? ¿Por qué sabe así? ¿Por qué tiene ese color? ¿todos los niños comen aceite o solo yo, bueno tomar o comer (jajaja)? ¿es para adultos? Así la vida, vista y analizada a través de unos ojos de siete años, es bella y simple y muy amplia... eran demasiadas preguntas.

El aceite de oliva me demostró que desconocía mucho sobre él, solo que era sabroso y bueno para la salud, bueno ¿y lo demás qué?

Mi esposo y yo le contamos a nuestro hijo que había mucho en España. Y mis recuerdos de cuando estudié en la universidad de Zaragoza, que era bueno para el corazón, y lo que él entendió es que el corazón se ponía feliz.

Le contábamos que era importado, que en Venezuela no se producía y que su abuela Esther gastaba muchísimo aceite, a cada rato pedía un poquito y le echaba a todas las comidas como si fuera agua.

Le dijimos que era especial como aderezo, que no se usaba para freír, y hoy día mi esposo lo mantiene, lo afirma y no cambia de opinión. Igual he cocinado y he freído con ese aceite extra virgen y él no se ha dado cuenta, es el secreto mejor guardado hasta que esto se publique.

Mi hermana menor ha desarrollado un inusual gusto por la cocina, sobre todo recetas rápidas, light, y está presente el aceite de oliva, cuando comemos en su apartamento siempre le ofrece a mi hijo Víctor un poquito de aceite para todas sus comidas.

En esos momentos reflexionas que algo tan sencillo, común, cotidiano y repetitivo como comer, muchos lo hacen de forma mecánica, sin reparar que es mucho más, no es sólo el alimentarse, es un momento de transmisión de tradiciones y cultura y, también, de transferencia de afecto; cómo no pensar en mi mamá con esos aromas y sabores, y si estás leyendo al recordar una paella, pasta, ratatouille o cualquier comida que te haya elaborado tu madre, abuela, hermana o ser querido.

Con mi relato muchos, al entrar en conciencia y conexión de su comida, saben que la vida puede tener sabor a aceite de oliva, a mí me recuerda y sabe a infancia, amigos, familia, incluso el no poder comprarlo porque en Venezuela la inflación es tan alta que debes trabajar por lo menos 8 meses para comprar un litro, cosas que en muchos países no se sabe… igual esas gotas de aceite de oliva siempre estarán en mi corazón.

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