Campos de olivos para siempre
[Proteo Liviano]
Regresó, como siempre, allá donde su memoria había erigido el mito de su infancia. Regresó una vez más, la última en quién sabía cuánto tiempo, después de aquel trayecto en tren de larga distancia, breve parada para ver a sus padres en el ínterin, en el autobús que lo dejaba más cerca de la periferia de la urbe. Había sazonado todo el viaje con música, tal era su costumbre, y cuando llegó, los auriculares arrojaban en sus oídos su canción favorita, “Strawberry Fields Forever”, “Campos de fresas para siempre”, de los Beatles, y si bien su título se inspiraba en el nombre de un orfanato de Liverpool, el tema había sido escrito por John Lennon, en el verano de 1966, en un cortijo almeriense no muy alejado de aquél en el que había crecido la madre de nuestro viajero. Pero éste había llegado ahora a los antiguos dominios de su rama paterna, a aquellos olivares de Jaén que otrora ostentaban su apellido y que ahora tenían otro que no es menester mencionar aquí, de modo que el recién llegado detuvo la reproducción musical, se quitó los auriculares y dejó que soplaran en su rostro los susurros pretéritos, calmos en el resol de la tarde andaluza.
Regresó como Rimbaud regresaba siempre a su viejo Charleville, superando reniegos, de vuelta de cada viaje bohemio europeo. Nuestro jiennense regresado jamás renegó de su tierra, sino todo lo contrario, pero cierto es que anduvo durante muchos años lejos de ella, por necesidades y placeres cuyas líneas de separación tendían a difuminarse, y no menos cierto es que, sin embargo, siempre acababa volviendo por aquellos lares, por los que nunca dejaron de ser sus lares aunque en su joven mas curtida experiencia hubiese coleccionado tantos lares, y también lo hacía siempre oscilando entre la necesidad y el gusto de reencontrarse con sus gentes y sus paisajes.
Cerró los ojos y respiró, entre sus recuerdos personales y los ecos de los de sus mayores, todas las memorias de siglos de lo que se viene conociendo como la Cultura del Olivar, las trabajadoras y vehementes sangres castellanas y andaluzas, árabes y cristianas, agrícolas e industriales, en torno al olivar, a su rito, a su alimento, a su literatura, a su ciencia, a su fe, a sus modernos estudios crecientes, a sus tradicionales festejos aún vigentes, a las actividades turísticas recientes, ese oleoturismo que expone decenas de siglos de cultura en museos, visitas guiadas, centros de elevadas intenciones en pos de la armonía entre el remoto pasado del olivo, de su fruto y de su esencia, y el próspero futuro inagotable, imparable, incombustible, todos aquellos excelsos lugares donde los suyos habían dejado su nombre, su rúbrica de sudor y orgullo, toda la idiosincrasia que, en fin, desembocaba en él allí parado, como tantas veces lo había estado, entre la inmensidad de los olivos a lo largo de los campos y de la historia. Sintió dentro de sí el jalón que ponía y pone el relato de su pueblo, el relato de su familia, su propio relato, en el mapa universal de la geografía y las calendas.
Podía decirse que su suerte, como la de muchos jóvenes de su generación, había tenido vaivenes de ilusión y resignación. Su primera marcha de Jaén para estudiar en Granada, su primera marcha de Andalucía para prolongar sus estudios entre Madrid y Barcelona, dos ciudades que trajeron consigo nuevas inquietudes y deseos que fueron supliendo las incipientes desazones de los tiempos incompatibles con la dignidad de sus logros estudiantiles, y de ahí su primera marcha de España, por ocio, por turismo, por hambre de conocimientos que solamente podía saciar in situ. Durante tres años había trabajado aquí y allí sin mucha preocupación, había transitado por elíseos estivales y por inviernos de romanticismo igual que por lugares cuyo calor evocaba la idea de una sucursal del averno y por otros donde caían copos de nieve tan sucia que hacían que, en el ámbito de la retórica, «blanca nieve» dejara automáticamente de ser un epíteto; pero siempre, siempre había extraído lo más enriquecedor de cada lugar y, sin embargo, nunca, nunca había dejado de regresar, llamado por el mismo susurro mediterráneo por siempre inherente a él, a aquella ciudad, a aquellos olivares, a aquel recuerdo que también tenía que volver a experimentar in situ.
Pero esta vez la situación era distinta. Esta vez, impelido a instaurarse en los tiempos de la economía agitada, a sentar la cabeza, ayudar a quienes lo ayudaron en su pasado, establecerse un presente y tener la osadía —pues eso parece en estos días— de tantear la fragua de un futuro, se hallaba allí, como se ha dicho, sin saber cuándo podría volver a contemplar aquellos campos, aquel pasado, aquella tierra tan alejada de la que constituía su inminente destino, del país al que a la mañana siguiente partiría para establecerse indefinidamente, allá donde él, aunque su oficio no tuviera nada que ver con ello, sería lo más parecido a un embajador de la cultura olivarera que sus gentes hubieran visto.
Los rastros de migas de pan que había ido dejando tras sus amores ya estaban rancias y su estómago le exigía no seguirlas más. Era allende la frontera donde su hambre lo llamaba de nuevo, sí, pero por medio de la única oferta de mínima estabilidad y, a pesar de la incertidumbre de su doble filo, de leve prosperidad que casaba con sus intenciones profesionales. Era una suerte, cuando menos, que ya tuviera tanta experiencia internacional en su bagaje.
Al contrario que él, joven de mundo, sus padres apenas si habían viajado por el territorio ibérico y sus abuelos ni siquiera habían abandonado jamás el entorno olivar, sacrificio gracias al cual él poseía su susodicha identidad. Pero sacrificio, como con el tiempo comprendió, no era la palabra adecuada. Para ellos no había sido tal cosa: había sido la vida de la que se habían sentido casi tan orgullosos como ahora él lo estaba de ellos, ahora que volvía a mirar los olivos como quien contempla el pasado sabiendo que simultáneamente observa un futuro que —tal y como se lo confirmaba aquel aroma mediterráneo y campestre, fresco y cálido amén a los malabares virtuosos del cenit de la tarde—, de algún modo, allende escrituras y desventuras, seguiría perteneciéndole. Era como si los años de memorias propias y ajenas se enredaran entre las ramas agitadas, como si constituyeran, a la par que la aceituna, otro fruto que aguardaba a ser prensado. De hecho, prensado era, y prueba fehaciente de la pertenencia simbólica de él a aquellos olivos, así como de la identidad que de ellos llevaría consigo a aquel país norteño, era que solamente él lo sabía ya.
Ahora que la capital mundial del olivar, en su ritmo in crescendo, contaba con dos millones y medio de aceituna para almazara y con más de medio millón de toneladas de aceite anual, gracias a lo cual sus sesenta millones de olivos en, también, más de medio millón de hectáreas se constituían en los proveedores de un cuarto del aceite que se consumía en el mundo, en este mundo cuyos vigentes sinsabores se encuentran con uno de los más gratos ingredientes con que combatirlos, aliviarlos o enriquecerlos; ahora que aquel aceite solamente daba de comer a su familia de ese modo, como ingrediente esencial y no como medio de vida, ahora que, rodeado de toda aquella inmensidad milenaria y de palpitante actualidad, de toda aquella verde eternidad, ahora volvía a sentirse del tamaño que tenía a los diez años, cuando se paseó por aquellos olivares por última vez en condición de heredero y no de visitante nostálgico, y ahora pensaba, con una noción más viva que nunca justo cuando iba dejarla en parte atrás, en el ligamen de su familia a aquella porción del vasto ecosistema olivar.
Ningún vaivén decimonónico, ninguna revolución liberal o reaccionaria, ninguna guerra, ni siquiera la última, y ninguna mutación de la naturaleza del poder —todas con sus respectivas y repetitivas fluctuaciones políticas, económicas y sociales— los despojaron de aquellos territorios. Muchas gentes del campo sufrieron durante todos aquellos conflictos, pero la familia de él siempre se mantuvo en una inusitada calma digna del espíritu del paisaje que habitaban. Y, sin embargo, de pronto, reveses puntuales y personales en tiempos de aparente paz los hicieron caer de su seguro soporte después de que ni las mayores agitaciones locales, nacionales o globales hubieran hecho temblar siquiera los pies con los que sobre aquél se sostenían.
El único precedente en su línea sanguínea que había tenido graves problemas económicos se remontaba a su tatarabuelo, el cual fue engañado para invertir en una colección de viejas divisas que resultaron no valer nada en su día. No obstante, aquello no afectó en absoluto al mantenimiento y la conservación de los olivares familiares, que continuaron siendo legado de la saga homónima a ellos durante casi un siglo más. Fue el nieto de aquél y a su vez abuelo de nuestro personaje principal quien ostentó el último título de propiedad de aquellas tierras en el otrora célebre árbol genealógico jiennense. Fueron suyas las circunstancias personales referidas más arriba. Curiosamente, y sirva esto como prueba de cómo la fortuna, al contrario que algo más sacro como la cuidada aceituna, fácil viene y fácil va, el abuelo había logrado una pingüe ganancia al vender las divisas que casi arruinaron al tatarabuelo y que, con los años, se habían revalorizado, y sin embargo, poco tardó el afortunado señor en dilapidar no solamente dichos beneficios añadidos, sino —por circunstancias que no sería de buen gusto mencionar aquí por un mínimo decoro con la memoria del ausente— también de gran parte del capital familiar, quedando como única salvación apremiante la oferta por las míticas hectáreas de olivar que quien es su terrateniente hoy, casi veinte años después, le hizo al abuelo.
Así pues, tras deshacerse de las tierras que habían llevado el nombre de la familia desde antes de que cupiera nombre alguno en la memoria de los hombres —o eso contaba la leyenda familiar cuando la leyenda familiar aún era contada por alguien— a cambio de una suma que, si bien no hacía honor en absoluto a una historia sin precio, resolvía la urgencia de las deudas del clan y garantizaba una vivienda en la ciudad para don Joaquín, hijo del último dueño olivarero, y su esposa, doña Olga, padres ambos de nuestro protagonista a las puertas de la emigración, quien temprano dio con ellos un salto lúgubre desde el campo tras el que ellos, los progenitores, fueron hallando su lugar seguro en los traicioneros rincones del núcleo urbano.
Don Joaquín, que de agricultor y futuro dueño de aquel olivar pasó a ser operador informático en una cadena de ultramarinos —“un picador de datos”, como se autodefinía el modesto hombre—, contaba ahora con sesenta y cuatro años de edad y el ansia inconmensurable de una merecida jubilación. Don Joaquín llevaba casi dos décadas procesando —cada vez con ordenadores más sofisticados, si bien él apenas manejaba la mitad del teclado de los mismos— los productos que llegaban a su almacén para ser clasificados y puestos de nuevo en circulación, esta vez ya aglutinados en camiones de la cadena, encargados de repartirlos, como si hubiesen sido adoptados por una familia de artificio, bajo el patronímico de una misma entidad sobre la variedad invariable de la marca blanca, entre los distintos puntos que contaban con una sucursal del supermercado a la sombra de la bandera rojigualda. A un paso del susodicho retiro —paso de ocho meses, jornada arriba, jornada abajo—, don Joaquín aún podía agradecerle a la suerte el contar con una buena salud, ya que, después de todo, los tiempos —en plural histórico y en multiplicidad de almanaque— habían sido, si no donosos, al menos indulgentes con el diligente don Joaquín. Dentro de los límites mínimamente confortables de su modestia obrera, nunca le faltó de nada, aunque tampoco nadara en abundancia. Tenía a los suyos, a su familia, que lo tenían a él, y a su vez todos ellos se tenían entre sí.
No obstante, este descanso de lo justo también debía agradecérselo en buena parte a doña Olga. Hija de un terrateniente granadino que también acabó liquidando sus tierras, doña Olga sí había sentido cómo el viento de los tiempos se había llevado por delante lo que el tiempo —en singular y en concreto— la había llevado a erigir después de su éxodo —doble éxodo campestre para ella— del entorno olivarero. La pequeña joyería que estableció cuando la familia se mudó a la ciudad y de la que ella era dueña y dependienta no se sostuvo sobre las arenas movedizas de la economía del momento y, aunque dijo adiós a los anillos que pretendía vender, no se le cayeron los otros a la hora de empuñar los utensilios de limpieza en el ayuntamiento con tal de permitir la subsistencia mensual de su familia hasta que cumplió los sesenta y cinco —año y medio le sacaba a su marido— y recibió un premio a su esfuerzo no tan justo como debía serlo en términos pecuniarios, pero que, cuando menos, y sumado al sueldo de don Joaquín, le garantizaba al núcleo familiar la prolongación de dicha subsistencia mes a mes.
Pensaba, pues, en esto nuestro amigo de estos renglones, y en cómo su propio sacrificio allá en tierras lejanas debía servir también para devolverles a sus padres, ahora que la vida estaba tan patas arriba que algún trabajador novel había de asistir a sus progenitores experimentados, parte del sacrificio que ellos realizaron por él; ¿y qué mejor modo que desde un puesto relacionado con la carrera universitaria que pudo completar gracias a ellos, a quienes no contaron con ninguna en su haber ni a la hora del revés familiar ni en ningún otro momento?
Era ésta una de las razones que con vehemencia lo animaban a emprender aquella aventura, y era en aquel lugar preciso donde más podía evocar lo que tal razón, tal hecho, tal pasado personal suponía, y tal era la fuerza que lo que evocaba ejercía en él que se vio impelido a sacar su cuaderno, su tímido cuaderno de notas y párrafos de tanteo literario, para apuntar sus últimas impresiones del lugar al que había ido para tomarle el pulso al corazón de su existencia.
Y apenas había comenzado a esbozar unas palabras cuando inevitablemente acudieron a sus mientes algunos de los poetas que habían sembrado en su obra parte de la magia olivarera. Los grandes artífices de versos nacionales, algunos de los cuales — de nuevo cara y cruz de la historia nacional en concreto y humana en general— habían sobrevivido hasta aquellos días, entre otras manifestaciones líricas, en la memoria de aquellos campos o de otros similares, contrapuntos de una biografía melancólica, trágica o de final truncado. La voz orihuelense de Miguel Hernández colándose por las ondas andaluzas, hallando su lugar ideal en los olivares cantados por aquel héroe que vino desde otra región y desde otros sueños en verso en busca de justicia, justicia que dejó impresa en las páginas donde sus huesos vuelven a brotar en las ramas de olivar tan alejadas del más injusto panorama carcelario. El arte claroscuro del granadino Lorca que por unos momentos se tornó verde entre las exploraciones de tantos mundos remotos en el mapa físico y psicológico y que verde quedó como en esos campos lo quisieron, verde vida erigida y parcialmente localizable para todos los que desearían hallarlo, tras la tragedia capital de nuestra poesía, en lo más ignoto de unas tierras nada lejanas. La mano hábil y juguetona de Alberti, acariciando el término adecuado, el ritmo preciso y la música más angelical del panorama terrestre en sus versos, la misma luenga mano cuyo estilo no dejó de rozar tampoco la virtud de aquellos parajes a los que hizo un hueco entre las memorias del oeste andaluz, las andanzas en la cima de la meseta y los lugares más exóticos que también por gusto, primero, y por la misma cruz en la que clavaron a los dos anteriores, luego, se vio impelido a visitar para no volver a respirar en años aquel impagable sol mediterráneo que en territorio andaluz bruñe la piel y la memoria con un arte tan inconfundible.
No tan dramática era la historia de nuestro camarada en estas páginas, pero no por ello dejaba de sentir el peso de la cruz de su moneda íntima, de todas las monedas del precio de la vida que en aquel momento decisivo se veía obligado a tirar al aire en busca de nuevas caras que le sonrieran en el horizonte. Todas menos una: aquélla que guardaba y que siempre guardaría en el fondo del bolsillo de su espíritu, la moneda dorada por el sol del sur peninsular y que tenía por cara un olivo como icono de su ser, la moneda con la que nunca se la jugaría, la que nunca gastaría porque no había nada que valiera su precio, la divisa cuya cotización jamás dejaría de crecer por más que el mundo devaluara su calidad de vida, el legado que restaba para los posibles herederos que un día verían más allá del producto en sí que, por más que él tuviera presente en la conciencia, no dejaría, claro está, de llevarse también al día siguiente en la maleta.
Y fue por ello por lo que, después de anotar todo esto y algunas cosas más, abandonó satisfecho aquellos olivares y, al cruzarse de camino al autobús de vuelta con un grupo de foráneos dirigidos por un guía local hacia el punto que acababa de dejar, viendo que los rasgos de algunos de ellos los delataban como posibles originarios del país en el que él se hallaría en veinticuatro horas, pensó «Qué ironía» con inopinada sonrisa.
Y fue por ello por lo que, ya en el autobús, se puso los auriculares y retomó tranquilamente Strawberry Fields Forever, la canción almeriense de los Beatles. Pero como ahora estaba en Jaén, como aún estaba cerca de los que, después de todo, seguían siendo sus olivares —pues aunque en su familia ya nadie fuera agricultor y pese a que su nombre no figurara ya en el registro de propiedad de parcela olivarera alguna, no dejaban de estar presentes en su conocimiento, en su mesa, en su sangre, en su alma—, sacó el cuaderno con sus impresiones y, fiel a esta realidad, a sus reflexiones de aquella tarde y a sus sentimientos de siempre, rellenó el espacio en blanco que había dejado en la cabecera de la página con el título Campos de olivos para siempre, humilde homenaje merecido a aquellos terrenos que, pasara lo que pasase en la historia, siempre estaban allí, y que, pertenecieran o no a su familia, siempre serían para él tan familiares.