Colonias bajas

[Carl Fisherman]

Y, el día temido por todos, llegó. Después de tantos milenios el Apocalipsis era un hecho. Y lo escrito por antiguos profetas, sabios y poetas estaba a punto por cumplirse. Esas fueron las palabras del Presidente del Sistema Solar para los casi 850.000 habitantes asentados en las colonias de la tierra y del espacio. La noticia nos cogió a todos por sorpresa, incluyéndome a mí, que me hallaba sentado en el retrete sideral, leyendo las noticias en el papel con el cual luego me había de limpiar. Y fue allí en el papel plasmático donde pude constatar que la noticia se había multiplicado como un milagro, por todas las regiones de la tierra y del espacio. Dicho dato me llenó de un gran desconcierto, de un cavernoso silencio y repugnante tormento. Muy pronto seríamos la última colonia de espectros. Los últimos fantasmas que apareceríamos por ahí. Los últimos cuerpos en pudrirse dentro de sus sepulcros. Adiós a los ataúdes y a los epitafios de singulares anuncios. De ahora en adelante la Raza Humana sería exterminada de un tirón.

Ante esta situación no quedaba más que otra cosa que esperar el místico momento, haciendo algo. Algo para distraer la mente. Algunos lo hacían implorando a un cielo que empezaba a abrirse en mil destellos, otros un poco más osados y valerosos bebían café, leían poesía y tenían sexo a más no poder. Parecía que fuera el fin del mundo. Las criaturas humanas fornicaban en las estaciones, en todas partes, algunos tomaban vino con sus mujeres y fumaban porros del tamaño de una liebre pequeña, para luego colgarse de sus cuellos. Yo por mi parte me dispuse a jugar con mi pequeña hija Sofía y sus juguetitos plasmáticos. Debía aprovechar estos últimos momentos a su lado, pues quizá sería la última vez que vería sus pequeños ojitos y tocaría sus suaves manos.

Otros se dedicaron a observar el cielo, a buscar indicios de algo extraño, de naves, de sonidos apocalípticos, de rayos de intensidades espectrales, de algo que diera indicios que el Final estaba cerca. Pero no todo era temor y miedo en algunos hombres y mujeres. Una valentía empezaba a envolvernos, y como si fuéramos soldados dispuestos a luchar aún sabiendo el trágico final, no nos íbamos a quedar esperando a recibir el golpe certero, que de seguro nos vendría del cielo. Así que nos armamos de biblias, agua bendita, de dagas de plata, de conjuros, de hechizos y de todo tipo de amuletos. Los pocos seres humanos que quedamos nos atrincheramos entre las rocas más altas de las montañas. Lo anterior lo hicimos para  presenciar el destellante espectáculo celestial, aquella infernal batalla entre Ángeles y Demonios peleando por nuestras míseras almas. Eso era lo que pensábamos hasta ese momento. Hasta que pasó algo insospechado; sonidos de ultratumba empezaron a desplegarse por el ambiente, luces intermitentes y artefactos voladores de formas cilíndricas, triangulares y ovaladas llovían, caían del cielo muy lentamente como aves muertas. El cielo que cobijaba toda la tierra, no importando si era de día o de noche, empezaba a tornarse de un marrón fulguroso. De inmediato una nueva noticia llegó igual de sorpresiva que la primera. El anuncio lo realizó de nuevo el Presidente del Sistema Solar, pero esta vez no lo hizo solo, en esta ocasión lo acompañaba una criatura humanoide tentacular, que le posaba uno de sus apéndices sobre el hombro, en el hombro del máximo representante de la Especie Humana. Algo que determinaba el control que ya tenían sobre todos nosotros. La expectación sobre la nueva noticia era total, tanto en las colonias terrenales como en las espaciales, así como en las colonias pobres, y las ricas que principalmente se hallaban arriba de nosotros. Hombres, mujeres y hasta algunas criaturas no ajenas a la situación no querían perderse el nuevo detalle. Hasta que por fin la noticia dejó en claro la verdadera intención de los seres encargados de llevar a cabo el primer Apocalipsis. Y no fue como lo imaginamos por los evos, como lo leímos en los textos o vislumbramos en las películas. No se trataba de una guerra de Seres alados peleando en los cielos o de dragones de fuego quemando nuestros cuerpos, o de muertos levantándose de sus criptas caminando por las calles entre los vivos como zombis, pero desprovistos de la carne, dejando en su paso asquerosas larvas con las cuales los perros y aves se darían un suculento festín. No, no se trataba nada de eso. Pero de algo sí estábamos seguros, la Nueva Raza Estelar no nos exterminaría esta vez. A algún acuerdo debió llegar con el Gobierno Central hasta ese momento. Lo cual era bueno, realmente bueno, mas sin embargo, una duda nos embargaba. Alguna intención debían tener para con nosotros. No creo que hayan viajado millones de años luz sólo para beber un poco de nuestra agua, o tal vez para reproducirse con nuestras mujeres o recargar sus naves con el espectro electromagnético de nuestra gravedad. No. Algo los debió atraer hasta aquí, y eso era algo desconocido hasta el instante. Los medios existentes de transmisión informaban sobre la llegada de la Nueva Raza, pero se limitaban a dar detalles sobre su verdadera presencia. Pronto las personas no tardaron en pasar de la tristeza y el desconcierto, a una nueva esperanza. Y es que se pasó de la impotencia de no ver crecer a mi pequeña, a la fe de seguir con vida y luchar por ella. No lo niego, en momentos pensé hacer lo mismo que muchas personas optaron por hacer. Quitarse la vida antes de la hecatombe.

Por suerte la Nueva Raza Estelar, dentro de sus protocolos, no contemplaban la idea del exterminio para con nuestra especie, ya que, según ellos, a nosotros nos faltaba mucho por aprender, por evolucionar. Y no nos destruirían como lo hicieron con otros seres de otros tiempos, de otros puntos de la Galaxia. Por el contrario, los alienígenas que empezaban a tornarse un poco amigables, albergaban dentro de sus declaraciones el deseo infinito de purificarnos y convertimos en una especie más avanzada, más Sagrada. Quizá en una especie semejantes a ellos. Fue al tercer día de la llegada de los invasores, en una declaración dada por uno de ellos, donde se expuso por fin su interés en nosotros, y la razón por la cual nos perdonaron la vida.

“Después de divagar por cientos de Galaxias, por infinidad de mundos, después de atravesar umbrales de luz instantánea, hemos hallado por fin la Sustancia que tanto anhelábamos”.  Esa fue la declaración que dejó al mundo estupefacto y con la boca abierta. Ante dicha afirmación, algunos pensaron que se trataba del agua, otros que se trataba de la sangre humana, inclusive que podía ser la leche materna lo que buscaban. Pero ninguna de estas sustancias era. El fluido que por fin habían encontrado, y que hacía rejuvenecer sus medios de desplazamiento, era el Aceite de Oliva. La única sustancia que consideraban con las cualidades propias y específicas de reparar sus prolíficas y sagradas naves. Bastaba un pequeño recubrimiento de este fino fluido, a través de los cascos desgatados por la fricción de los viajes interestelares, para que sus aleaciones plasmáticas de materiales deformes y desconocidos volvieran a sus formas originales.

Pero había un detalle, el Aceite de Oliva existente en la tierra no era el suficiente para esmaltar las miles de naves establecidas en todos los lugares. Con las reservas que apenas quedaban, sólo se lograba recubrir una pequeña parte de la Nave Madre, que tenía el tamaño aproximado de tres millones de campos de fútbol. Ante dicha situación los invasores acordaron con el Gobierno Central que todos los hombres y mujeres mayores de 14 años debían trabajar en la producción de dicha sustancia. O de lo contrario nos exterminarían como a unas asquerosas ratas. De una u otra manera aún seguían perdonándonos la vida. Pero empezábamos a sentirnos esclavos de sus preceptos, de sus deseos. Muchos y muchas renunciaron al hecho de trabajar para ellos. Aquellos que lo hicieron fueron reducidos a cenizas siderales por los candentes rayos de sus armas letales. Algunos hombres y mujeres se suicidaron, en especial los hombres y mujeres de las colonias más ricas, o sea las espaciales. No soportaron los trabajos que implicaba extraer aquella fina sustancia. Además, se negaban al hecho de renunciar a la comodidad en la que se hallaban, situación que los llevó a tomar aquellas trágicas decisiones. Así que ésta era nuestra gran oportunidad de evolucionar, en nuestra colonia, en las colonias bajas.

Han pasado cinco años desde que la Raza Estelar nos invadió, hoy precisamente se marchan en sus naves reparadas sin decir adiós. Han obtenido lo que necesitaban. No se sabe a qué punto de la Galaxia se dirigirán, a qué mundo irán a acabar; lo único cierto es que mi pequeña hija Sofía por mucho más tiempo vivirá.

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