Las flores de Liva

[Patricia Collazo González]

Cuando nací, él ya llevaba años allí. El abuelo siempre me lo contaba cuando nos quedábamos en el pueblo durante las vacaciones.

–Ahí donde lo ves, Alfredito, este te lleva unos cuantos años. Lo plantamos antes de que naciera tu madre, y era apenas un arbolito que parecía que no iba a resistir ni a su primera tormenta. Pero resistió, y aquí lo tienes.

El olivo de mis abuelos era chica y se llamaba Liva, pero eso lo sabíamos solo la abuela y los niños. Decía que no quería darle semejante pena al abuelo. Que bastante disgusto se había llevado con que su único hijo le hubiera salido hija a pesar de que él tenía todas sus expectativas puestas en que fuera niño para llevarlo a pescar.

–¿Y por qué no podía ir a pescar con una niña? –preguntó un día mi hermana María, y mi abuela la miró como si hubiera dicho una burrada que ni siquiera fuera necesario responder.

La abuela a veces tenía esas cosas. Te decía que el mundo era como era porque toda la vida había sido así, y que no íbamos a venir nosotros a cambiarlo.

Como el asunto ese de que las recetas secretas de sus pasteles se las contaba únicamente a María. Que los chicos no entendíamos de cocina, que la estropearía, y que además no sabría guardarle el secreto, argumentaba.

A mí me parecía bastante injusto. Yo quería saber cuál era el truco que la abuela empleaba para que su bizcocho de yogur le saliera diez veces más rico que a mamá, por ejemplo. Pero no había forma.

Sin embargo, aquel día en que la abuela nos habló de la desilusión del abuelo, María insistió:

–¿Por qué abuela? ¿Es que los peces se espantan si es una niña la que sostiene la caña de pescar?

–No. No creo que se espanten. Aunque si es una niña tan charlatana como tú, tal vez sea ese el motivo… Simplemente es que las niñas no hacen cosas de esas –dijo la abuela.

Y se metió en la casa con un canasto repleto con las aceitunas que ese año nos había dado Liva.

Eran las vacaciones de Navidad. La recogida de aceitunas anticipaba la llegada de mis padres, que venían a pasar los Reyes en el pueblo y a recogernos a nosotros, como si fuésemos pequeños frutos madurados, para regresarnos a la ciudad y a la vida aburrida del cole.

–¿Tú crees que el abuelo querría ir a pescar conmigo? –preguntó María mientras ayudábamos a la abuela a separar las aceitunas.

–El abuelo lleva años sin ir de pesca, cariño. No creo que recuerde dónde ha puesto sus aparejos…

–¡Pues por eso mismo! Si lleva años sin ir a pescar, seguro que se muere de ganas por volver –dijo María entusiasmada–. ¡Mañana se lo propondré! ¡Nos vamos de pesca! ¡Nos vamos de pesca! –canturreó.

La abuela murmuró que no creía que fuera buena idea, negando con la cabeza. Pero María no se dio por aludida.

–¿Y cómo sabes que es chica? –pregunté yo una vez más, solo para escuchar cómo nos contaba nuestra historia preferida.

Esa en que mi madre se había escapado sonámbula de la casa durante una fría noche de principios de abril y se había quedado dormida bajo sus ramas. Y cómo se hubiera muerto congelada de no haber sido porque Liva había derramado todas sus flores sobre ella para cobijarla.

–Deberíais haberla visto. Parecía una madre con su bebé en el regazo, envuelto en una mantilla de flores blanquecinas. Vuestra madre dormía plácidamente. Y lo más extraño es que el día anterior, Liva no había echado aún ni una sola flor. Pero para proteger a mi niña de la helada del amanecer, floreció a toda prisa y sacudió sus flores sobre ella. Aquel día supe que Liva era chica –justificaba–. Esas cosas solo las hacemos las madres…

A mí me daba un poco de envidia. Qué bueno hubiera sido ser chica y saber cómo cobijar a una niña dormida, cómo cubrirla con tus pétalos o cómo preparar esos pasteles riquísimos que la abuela nos cocinaba siempre durante los días de vacaciones y cuya receta no quería compartir conmigo.

Con el tiempo entendí que las chicas pueden ir a pescar, o pueden ser boxeadoras o conductoras de autobús.

Que los chicos podemos cantar las mejores nanas y contar los mejores cuentos para hacer dormir a los niños, y que hasta somos capaces de inundar la cocina con el aroma dulzón de pastel de chocolate cocinándose en el horno. Sí, al final conseguí que la abuela me pasara sus recetas.

A María le llevó dos vacaciones más convencer al abuelo de que ella era la mejor compañera de pesca que podía conseguir en el mundo entero. Y gracias a su insistencia y a su tozudez, el abuelo nos llevó a ambos a finales del siguiente verano.

A partir de entonces, como un ritual, la última semana de agosto marcaba nuestra salida de pesca.

El abuelo y María la preparaban con mucho entusiasmo. Discutiendo sobre señuelos, cañas y sitios más adecuados.

A mí me daba un poco igual. La verdad es que me aburría bastante eso de estar en silencio, junto al río, esperando y esperando.

Pero lo peor es que me daba mucho asco eso de manipular la carnada, cosa que mi hermana hacía con absoluta destreza y sin que se le frunciera ni un poquito la nariz en gesto de repulsión.

Nunca pescábamos más que dos o tres peces que apenas si daban para un aperitivo, pero de todas formas me gustaba ir. No por la pesca en sí, si no por el trayecto.

Fue durante esas caminatas iniciadas al amanecer bosque adentro hasta llegar al río, cuando realmente aprendí a conocer al abuelo.

Cuando nos contaba sus mejores historias y nos dejaba ir por libre, sin preocuparse porque nos cayéramos y nos arañáramos las rodillas, ni porque nos fuéramos a pillar un resfriado por tener todo el tiempo mojados los pies.

Del abuelo echo de menos sus silencios. Esa forma tan suya de hacerte creer que estaba enfadado y que te iba a caer la de dios, para soltar una carcajada a último momento y mostrarte su particular sentido del humor.

Extraño el diseño intrincado de las venas de sus manos. Nunca he vuelto a ver a nadie que las tuviera igual. Como ramas de un árbol cuyo tronco era su muñeca, le atravesaban la mano en dirección a los dedos y se mecían como si el viento las estuviera hamacando, cuando el abuelo gesticulaba con ellas entusiasmado por la historia que nos estaba contando.

Extraño que cada vez que salíamos de pesca nos mintiera que sería la última porque mi hermana no dejaba de parlotear caña en mano, atisbando si una familia de peces habitaba o no en el recodo del río elegido.

De la abuela en cambio, extraño su forma de contar. Esa cadencia con la que prácticamente te susurraba sus historias. Ese obligarte a permanecer atento para no perder ni palabra.

Echo de menos sus manos caricia, capaces de curar cualquier magulladura por más alta que fuera la cuesta por la que habías rodado con la bicicleta descontrolada. Su amor por la naturaleza y el esmero con el que mantenía aquel jardín que era su reino.

Tenía un ejército de rosales, y una guarnición de crisantemos. Tenía unos jazmines que solo se abrían por las noches y que eran los que se encargaban de montar guardia hasta el amanecer.

Y tenía a Liva, claro. El olivo secretamente chica, que cada año nos enseñaba y nos acompañaba en el ciclo de las estaciones y nos anunciaba si estaban cerca las vacaciones, o si pronto habría que regresar a casa.

Liva era tan sabia como mi abuela. Yo creo que porque era mujer.

Liva sigue siendo chica, eso no se lo quita nadie. Sigue floreciendo en abril o mayo y dándonos sus mejores olivas a principios de enero, justo cuando voy a recoger a los niños que se quedan, en vacaciones de invierno, unos días con mi madre.

Su abuela los lleva a pescar, como hubiera querido que su padre hiciera con ella, y los atiborra de pasteles de chocolate, y les cuenta historias de olivos chicas y de princesas guerreras y de niños en pijama que se escapan en las noches frías del inicio de la primavera para quedarse dormidos a los pies de los olivos, sin importar cuál sea su sexo, porque solo quieren hacerlos florecer.

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