¿Castigo o premio?

[Orión]

Las notas de fin de curso no eran todo lo buenas que mis padres hubieran deseado que fueran. Bueno, tampoco a mí me lo parecían. Un suspenso en matemáticas, otro en ciencia, un escaso aprobado en lenguaje sacaron a mi padre de sus casillas. Respiró profundamente, se marchó a su despacho y no salió hasta pasadas más de dos horas de haber revisado mis notas.

Por su parte mi madre optó por mirarme moviendo negativamente la cabeza y, apretando los dientes y los labios, tomó el paño de limpiar los muebles y empezó con fiereza a sacudir las sillas y el tresillo. Yo sentía cada golpe en el mueble como si fuera dirigido a mí. Sabía el esfuerzo que les costaba no darme un par de tortas o simplemente algunos gritos. Pero mis padres son así. Piensan que no hay que dejarse llevar de los nervios y respiran hondo y cuentan hasta veinte antes de hablar.

Esta vez contaron más de veinte, treinta o cuarenta. Mi padre estuvo largo tiempo hablando por teléfono, mi madre puso agua a calentar en el microondas y se sirvió una tila. Yo por mi parte me fui a mi habitación esperando que el chaparrón se dejara caer.

Pasadas unas horas mis padres aparecieron bajo el marco de la puerta de mi alcoba. Habían estado hablando y habían tomado una determinación. Este verano iría a pasar lo que quedaba de junio y todo el mes de julio al cortijo de mis tíos. Mi corazón dio un salto. ¿Me estaban premiando acaso? No lo entendía. Para mí, mandarme a Sierra Mágina, al cortijo con piscina de mis tíos, era solo plausible si hubiera sacado diez en todas las asignaturas.

Como si hubiera adivinado mis pensamientos, mi padre dijo que esa decisión no era un premio. No iba a ir al cortijo en plan de veraneo. Cada día tendría una tarea asignada. Cada semana tendría que hacer un resumen de las tareas y al final de julio tendría que presentar en casa un dosier con cada experiencia, trabajo y aprendizaje realizado. Después en agosto me dedicaría a tomar clases particulares para recuperar el curso.

Ya se había puesto en contacto con mis tíos y ellos serían los encargados de supervisar mi aprendizaje. Sería desde la semana entrante, así que tenía el tiempo justo de organizar mi bolsa de viaje, hacer acopio de bolígrafos y cuadernos y todo el material que fuera a necesitar para realizar mis estudios.

No entendía nada. ¿Qué estudios se supone que voy a hacer en un cortijo en medio de una sierra donde todo lo que me circunda son olivos, olivos, olivos y más olivos? Tal vez alguno de mis primos diera clases particulares… no, no lo creo. Quizás el marido de mi prima era maestro. No sé, pero eso me hizo pensar que algún truco se ocultaba tras esa decisión.

Con estas dudas, y con el mal genio que se me puso al pensar que durante todo el verano no iba a echar los partidillos con mis amigos, fui sacando de los cajones camisetas, pantalones, pijamas, algunos calzoncillos y mis tres gorras con visera que tanto me gustan. Puse también mis prismáticos, regalo de reyes, que estaba deseando utilizar y dejé recordatorio para el día de partida echar el cepillo de dientes, la colonia y las zapatillas.

Salimos temprano para Jaén. Mis padres hablaban animados –entre ellos–, conmigo habían decidido hacer un pacto de silencio. Llegamos al mediodía al pueblo y ya en casa de mis tíos el reencuentro con la familia fue como siempre muy agradable. Los besos, abrazos y demás muestras de cariño siempre habían estado presentes y en ese momento, aunque fuese por otra causa no tan lúdica como en otras ocasiones, también eran verdaderos y entrañables.

De allí partimos para el cortijo donde estaban pasando unos días mi prima, su marido y su pequeña. También habitaba en el cortijo una familia, pues mis tíos tenían casitas rurales que alquilaban en algunas temporadas.

Me asignaron la misma habitación que en otras ocasiones, pero esta vez no la tendría que compartir con mi primo Javier. Allí establecí mi cuartel general por poco tiempo. Ordenador, tablet y teléfono móvil me fueron requisados. Solo tendría acceso a ellos a partir de las ocho de la tarde y por un par de horas. Malo, mal empezaba la cosa. Aquel día lo pasamos entre barbacoa, dulces, refrescos y chucherías, pero ya al atardecer mis padres tomaron camino de vuelta a casa y mis primos también hacia su casa en Jaén; por su parte mis tíos se quedaron en el cortijo para empezar a hacer su trabajo de vigilantes sobre mi persona.

El primer día, a las siete y media de la mañana, me hicieron levantarme con la excusa de ir a ver los olivos. Yo me pregunté si estos iban a irse a algún lugar, porque no se entiende que tengamos que ir de amanecida. Me levanté a regañadientes y, alrededor de las ocho y después de desayunar, me puse mi gorra beige de explorador y, libreta y boli en mano, salimos de caminata acompañados del pequeño Sully, un perrito mil razas que había aparecido por allí hacía un par de años y había adoptado a mi familia como suya. Mi tío, supongo que para amenizar la marcha, iba explicándome que los olivos habían sido cultivados en la península por los romanos sabedores de los beneficios de sus frutos y también como el símbolo de paz y abundancia que para ellos representaban las ramas de estos árboles, aunque se dice que antes de ellos ya habían plantado olivos los fenicios y los griegos, apostillaba. Yo tomaba notas, miraba alrededor y solo veía árboles, eso sí, cargados de aceitunas que ya iban teniendo un tamaño considerable.

Sobre las diez nos sentamos a descansar y comer un bocadillo. Allí, a la sombra de un grandísimo olivo cuyo tronco estaba hueco y escuchando el rumor de un pequeño riachuelo que se despeñaba por entre las piedras hasta tomar una cuenca escavada para que le sirviera de cauce, mi tío Custodio se dedicó a darme una clase de religión. Yo no sabía que fuera tan creyente pero si he de ser sincero, las historias que de su boca salieron me parecieron amenas y diferentes a todo lo que había leído hasta el momento.

‒Ahí donde los ves podríamos deducir que los olivos son árboles sagrados. Están en la Biblia, en muchas ocasiones se los nombra. Por ejemplo, se dice que en la tumba de Adán creció un olivo. ¿Has oído hablar del diluvio universal? La paloma que soltó Noé para saber si el cauce de las aguas había bajado, ¿recuerdas qué llevaba en el pico?‒. Asentí con la cabeza‒. Exacto. Una rama de olivo.

–¿Tú has visto alguna vez la procesión del Domingo de Ramos? ¿Sabes de qué árbol son esas ramas? De olivo. Y siguiendo con la Semana Santa, ¿dónde estaba Jesús orando cuando lo apresaron los romanos?

‒En el huerto de los olivos –contesté.

‒Correcto. Bueno, por hoy ya vale. No pienses que siempre voy a ser tan pesado, pero ya que vas a estar aquí todo el verano, me he propuesto que conozcas este ambiente, que sepas todo lo referente al olivo y sus derivados.

Seguimos caminando, a cada paso me daba lecciones de botánica acerca de las plantas que salían entre las piedras, en el camino y bajo los árboles.  A la una de la tarde volvimos a casa para comer, en el centro de la mesa un plato con aceitunas machacadas y unos refrescos nos esperaban para ir abriendo apetito.

Los días siguientes fueron calcados al primero con la variedad de que nos dirigíamos en otras direcciones con el fin de ver los goteos que no estuvieran obstruidos. Así pasaron los primeros siete días. Mi cuaderno iba llenándose de notas; anotaba las cifras de cosechas anteriores, los litros de aceite que estas habían producido, las variedades de aceituna que eran mejores para mesa o para aceite… al tiempo que cada vez me gustaba más estar en plena sierra. El pequeño Sully iba y venía, correteando por entre los olivos como buen conocedor de aquellas tierras. Yo acababa cansado después de toda la mañana caminando, subiendo y bajando escarpados desniveles y, acordándome de aquellos romanos o de sus sucesores que no habían tenido otro sitio de ir a plantar aquellos árboles más que en ese terreno tan inhóspito.

A la semana siguiente mi trabajo consistió en coger algunos frutos de diversos olivos e intentar reconocer su variedad. Pensando que quizás por el sabor podría reconocerlos, no se me ocurrió otra cosa que echarme a la boca un par de olivas. ¡Madre mía! Qué amargo está eso. Además se me quedó la lengua como si fuera un cepillo de áspera. Mi prima se caía de la risa. Después ya recuperada (yo también), me ayudó a distinguir la picual de la arbequina y manzanilla. La primera para mí es la más reconocible, pues casi todos los árboles me parecían que eran de esa variedad.

La noche se acercaba y mis tíos llamaron diciendo que iban a quedarse en el pueblo, así que esa noche la pasaría con mi prima, su marido y la niña. Los inquilinos de las casas rurales ya no estaban. Esa noche, tras la cena, la dedicaríamos a ver las estrellas con el telescopio y a buscar las distintas constelaciones. Decidimos cenar unos huevos fritos y una ensalada, así que fui al gallinero a por huevos mientras se calentaba el aceite. Fue al aproximar el plato para echar en él los huevos que el aceite saltó y me quemó en la mano. En un momento ella mojó sus dedos con un poquito de aceite de oliva y me los puso sobre la quemadura, después sacó del armarito de baño una pastilla de jabón casero y me lo dio para que me lavara con él; este incidente también lo anotaría entre mis apuntes. Además, en casa también mi madre se suele quemar en la cocina al freír carne o huevos, me serviría para aconsejar a mi madre si ella no sabía de este remedio casero.

Ya recuperado salimos al mirador junto a la piscina, donde pusimos el telescopio. Mirar el cielo desde aquella altura es asombroso. Las estrellas titilaban, Venus estaba resplandeciente y Júpiter le acompañaba como si fueran dos amigos paseando en la noche. Mi prima sugirió que contásemos historias, cuentos o leyendas donde el aceite, ya que estábamos rodeados de olivos, fuera el principal ingrediente.

A mí no se me ocurría nada, y a la pareja de mi prima solo le salían historias de miedo. Como estábamos solos en mitad de una sierra no creímos conveniente asustarnos con esas fábulas.

‒Entonces, os explicaré las propiedades del Aceite de Venus –dijo mi prima.

‒¿Aceite de Venus? –preguntamos su marido y yo al mismo tiempo.

No sé si es verdad o solo se quiso quedar con nosotros, pero decía que era para atraer el amor y que estaba hecho con aceite de oliva, violetas, un montón de flores y canela.

‒Así es como te atrapé –le dijo a su pareja. Entonces empezaron a tontear y yo me levanté para retirarme a descansar pues ya era demasiado tarde y las siete y media del día siguiente llegarían enseguida. Antes de marchar, el marido de mi prima me preguntó por mi quemadura.

‒¡Ostras! Me había olvidado. Ni me duele –les dije y me marché tan contento a mi dormitorio.

Los días en el cortijo transcurrían rápidos; a veces bajaba hasta el huerto que mis tíos tenían en la hondonada bajo los manzanos silvestres y los quejigos y recogía tomates, pimientos y berenjenas. De los cactus que salían en las paredes que circundaban los alrededores cogía higos chumbos a los que después, ayudado con un cepillo, quitaba las espinas. Al atardecer me zambullía en la piscina y disfrutaba del agua y del ambiente tranquilo y relajado que la paz en aquellas alturas me proporcionaba. Mi “castigo” me estaba sentando la mar de bien, estaba convencido de que el curso había sido desastroso, de que no había aprovechado el tiempo y también de que, dado que mis padres me habían dado esta oportunidad, no podía defraudarlos, así que tendría que aprovechar todos los conocimientos que me iban dando para demostrar lo aprendido. Y no iba a ser difícil. Me encontraba muy a gusto en ese lugar.

A mediados de julio llegaron unos nuevos inquilinos de las casitas rurales. Eran dos matrimonios y sus hijos más o menos de mi misma edad. Contaron que este año estaban haciendo turismo rural con sus hijos, pero en invierno habían estado en un circuito de oleoturismo. No comprendía nada, me explicaron que habían estado conociendo todos los pasos desde que se recoge la aceituna hasta que llega a la almazara para ser prensada y extraer el aceite.

‒¿Alma… qué? –pregunté, a lo que me contestaron con unas palabras árabes al-maʿṣara, “prensa”.

También estuvieron haciendo de aceituneros por unas horas, donde habían ensayado con las distintas formas de la recolección de la aceituna. Uno de los hombres decía que el ordeño era la manera de recolectar que más le gustaba, mientras el vareo lo veía como más dañino para el árbol. Yo me quedé impresionado, aquello me sonaba a chino, mira que mis tíos y primos me habían enseñado cosas acerca del olivo, pero todo esto era novedoso para mí, por lo que pensé que tenía mucho aún que aprender. Ellos, al verme con los ojos tan abiertos, se echaron a reír.

‒¿Ordeño? –pregunté–, ¿pero es que se ordeñan los olivos?

Todos sonrieron. Después me sacaron de mis dudas y así suspiré tranquilo pues ya me estaba imaginando leche de olivo en brick, aunque bien pensado, no sería tan raro. Hay leche de almendras, de arroz, de soja… ¿por qué no de olivas?

Después de la cena volvimos de nuevo a mirar las estrellas. La noche estaba totalmente despejada, no había contaminación lumínica y las farolas que alumbraban los alrededores del cortijo fueron apagadas. Preparamos café y dulces y unas chaquetitas, pues corría una ligera brisa y nos tumbamos en las hamacas mirando al cielo. Alguna que otra estrella fugaz nos deleitó con su fugaz presencia. Sagitario lucía esplendido y la Vía Láctea estaba totalmente llena de polvo estelar. Yo deseaba estar ahí admirando el cielo y a la vez quería estar tomando nota de todo. Quería empaparme de todo lo que me rodeaba a la vez que no quería pensar en los pocos días que me quedaban para regresar a casa.

Pero la fecha se acercaba y mis padres llegaron para pasar juntos aquel último fin de semana que iba a pasar con mis tíos y regresar conmigo a casa. La despedida fue dolorosa. Aquellas vacaciones nunca las olvidaría.

Cuando presenté todo lo que había aprendido mis padres no daban crédito. Les puse los power point que había hecho, a los que había añadido fotos tomadas por mí, y fui detallando todo lo aprendido sin apenas mirar las imágenes ni recurrir a mis apuntes. Y es que me gustaba lo que explicaba, lo que había vivido y tenía muy claro lo que iba a hacer en adelante.

En agosto tomé las clases de matemáticas y lenguaje con el afán puesto en los exámenes. Puse todo mi empeño en sacar adelante las asignaturas y así fue como en septiembre pude pasar de curso.

Los años siguientes me empeñé con todas mis energías en sacar buenas notas. No porque no quisiera ir al cortijo, al contrario, para ir todas las vacaciones allí, con idea de saciar mi sed de aprender la vida y milagros de los olivos. Cinco años me separan de aquel en el que saqué malas notas. He asistido a varios Congresos y Jornadas sobre el Aceite de Oliva, me interesan los usos del mismo en los balnearios y sus efectos en la piel. En pocas palabras, me estoy formando en olivocultura. Tengo pensado poner un spa, a ser posible recreando los recipientes egipcios, griegos y romanos donde se producían y conservaban los perfumes. Decorarlo con orzas, ánforas, cántaras e iluminar con lucernas o candiles ayudados de luces indirectas con suaves tonalidades y aromas con canela, jazmín, lavanda y cítricos.

Tendré un pequeño laboratorio donde fabricaré mis ungüentos y cremas, todas con el componente principal llegado de mis amigos los olivos. No sé, siento como si yo formara parte de ellos. Quizás sea (acabo de enterarme) que ambos, los olivos y los humanos, tenemos la misma cantidad de cromosomas.

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