Entre olivares
[A. Prieto]
Cuentan que el olivo llegó a la Bética de manos de los fenicios, el legendario y mítico olivo ya aparece en el Nuevo Testamento:
Por si algunas de las ramas fueran desgajadas, y tú, siendo
olivo silvestre, has sido injertado en lugar de ellas, y has sido
hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo, no te
jactes contra las ramas, y si te jactas, sabes que no sustentas tú
a la raíz, sino la raíz a ti.
NUEVO TESTAMENTO: Epístola de Pablo a los romanos
Jaén oculta y desconocida bajo un cielo de cigarras. Jaén, donde el olivo tiene azahar en su cresta de espuma y lágrimas de sal en la arquitectura antigua de su tronco. Con realidades de pan y aceite. Como marineros de un mar de olivos, mirando al cielo como los marinos de donde tiene que llegar “el pan nuestro de cada día”.
Singladuras en campo abierto de Don Quijote de la Mancha cuando andaba por Sierra Morena. Un bosque de olivos perdido en un Jaén, y retratado en una fotografía del recuerdo. Ciudad cargada de palmeras que según cuenta la leyenda plantaron los ángeles. Desde lejos, cubierta por un polvo suspendido en pólenes de hiervas aromáticas, mezclándose con el atardecer de olivos, de un ocaso crepuscular.
Parece que ella, en su horizontalidad, quisiera esconderse y así la tierra y los olivos la cubrieran. En las cálidas noches de verano, para no ser vista por ingratos visitantes, bajo un cielo de cigarras. Cuando la luna llena se derrama encima del silencio de la tierra, de los olivos blancos.
Y, eso que escribo versos de olivos, en esta noche sin luna y en el azul a lo lejos, en la Loma, se apagan los luceros. Donde los hombres acompañados de sus sombras salen de los campos donde viven los olivos, verdes, verdes, verdes, plata, blancos, donde duerme la lechuza su sueño de poder volar por la Catedral de Baeza. Y a veces, en noches de luna, bailan las gitanas, descalzas, con sus cestas de mimbre en las caderas y sus ojos negros aceituna. Van bailando por el olivar para espantar la negrura cuando suben del río de coger juncos.
El olivar con su cortijillo blanco es campo, campo, campo. Los olivos blancos. Cargados de “ronquíos”.
Paseaba la luna por los olivares de Jaén, ciudad que nos trae el oro verde de los dioses: el olivo que quita hambre y alivia penas, que da vida a los montes y esperanza a los hombres. El aceite, que dora parte de nuestra vida; la vida de un agricultor, de un hombre o de un pueblo –que es lo mismo–, olivar que sonríe a la adversidad, muchas veces a la miseria, con una canción de aceituna negra y esperanza de la aceituna verde, nacida de los más hondos sentimientos, amor, añoranza, paz, propuesta o deseo. Jaén es una ciudad donde no es posible vivir y abstraerse a sus olivares; en ella el olivar rima con el paisaje, con la luz, con el alma profunda de la gente y las cosas. El olivo es la esencia de mi pueblo, canción, luz, mar de olivos verde y plata. Campos y campos de olivos y entre el olivar los cortijos blancos. Esencia profunda y recóndita de vida. Y la vida pese a cualquier atropello, desgracia, calamidad o abuso siempre vuelve a levantarse entre las raíces milenarias de los olivos. Los pueblos andaluces sobreviven a sus leyendas. Jaén es una leyenda, un pasado vivo y un presente, una hermosa realidad, de vida, luz, esperanza y sabiduría. La gente que sabe cantar, recordar, levantarse y reírse hasta de sí misma, vive siempre.
Lo aprendí aquí, entre los olivares. Me acogieron con la antigua calidez de las cortesías hoy tan olvidadas, en mis paseos por este mar de olivos, me dieron a probar su fruto convertido en aceite y su sabor a luna que tienen en las noches sus hojas plateadas, en las cercanías de los cortijos, dispersados, aquí o allá, varados sobre los montes y los pechos.
Y el paladeo mágico, misterioso, único de las aceitunas de verdejo, que pueden paladearse en las amistades, en las gentes, en la hospitalidad de esta tierra ¿y la risa? Reír alegra y alarga la vida triste, espantajos somos sin reír y reírnos de nosotros mismos.
Ya lo dijo el poeta Antonio Machado en sus “Campos de Baeza”. Grandes poetas, como Miguel Hernández y Federico García Lorca en sus poemas sobre las tierras y los montes de olivares sobre su gente y sus piedras lunares. Quienes saben cantar y escribir sobre los campos de olivos son dueños de una profunda y antigua sabiduría, la sabiduría y la fuerza es el fruto de tierras y montes de olivos verdes y plata, la sabiduría de los pueblos más antiguos.
Las madrugadas rozan el rosado como nacidas del olivar, y al atardecer nubes que ascienden destacando las sombras de los montes, como una visión del mundo, todos los días y todas las horas renovadas. Del olivar va levantándose la oscuridad, la profundidad de lo desconocido, hacia la luz que anuncia el misterio y la alegría de sentirnos vivos. Enamorados de los olivares, sensación de bienestar y de deseo: enamorados y a la vez víctimas del hechizo.
La belleza del olivar es un patrimonio y casi un derecho, es Alma de jardín, último reducto de una antigua sabiduría; la voz de los agricultores es también la voz de un pueblo, que vive y persiste en sus poetas, en sus canciones, en sus gentes. Los olivos siempre fueron y serán un canto rogando al cielo, a la luz y a la vida. Hay quien dice de Jaén que tiene un perfume a jazmín y es cierto. Y, sobre el perfume de sus flores, aquel que todos conocemos, el del oro líquido, y el que todos reconocemos y amamos; el perfume de lo que somos, de lo que pudimos o quisimos ser, el perfume de los sueños. El aroma del deseo, antiguo y cercano envuelto en sueños, que se pueden ver en sus atardeceres; y el sol se muestra asombrado, contemplándose en morir en el mar de olivos que parece devolverle todo el oro verde de las tierras. Y la Catedral, deseosa de echarse a la mar como una nave, como una barca pequeña.
Jaén es belleza. Porque es sabia, guarda secretos antiguos, como una caja de música que supo guardar sus tesoros, delicada y misteriosa. Y el mar, otra vez el mar de olivos. Que forma parte de Jaén o el mar de olivos es Jaén.
Jaén, envuelta en nubes entre la ilusión y los fragmentos de la mañana dulce de primavera. Vista de cerca, crece su ensueño en la prolongación de la cima de Santa Catalina y sólo entonces se descubre allí su Castillo. Fortaleza sin soldados y sin armas, dibujada, teñida por el rojo sol de sus amaneceres, por el amarillo de sus mediodías, por el carmesí de sus tardes y alumbrada por antorchas de luz naranja al arribar la noche. Donde comienzan los desfiladeros. Contenida en sus olivos, delicada mano de mujer extendida, enclavada la fabulosa y desconcertante Jaén de un sur único e irrepetible. Mágica ciudad de todas las posibles ciudades.
Piedra y musgos en la cruz del Castillo, cascadas de violetas, promontorios suaves como miradores orientados a un abismo amable y estremecedor que desciende hasta un valle donde se desliza por las laderas de los montes y florecen los almendros, los cerezos, más allá, otra cresta de montañas.
Destello de plata y de la honda raíz del olivo primero que dio frutos. Las puertas de roble dan entrada a la catedral, la cobija las historias asombrosas de antes del tiempo, las leyendas sobre su construcción.
Los balcones en su fachada, parecidos unos a otros, allí donde crecieron, en años distintos que después se unieron, donde dijeron adiós a los que se marcharon al partir a las tierras lejanas donde fueron abrazados en una inusitada ternura.
Las sombras de la luna sobre la plaza de Santa María son reales y, sobre todo, son hijas de nuestra imaginación, de nuestros pesares, residuos y fragmentos del dolor.
La luna es la gran piedra cercana, una hermana orbital, no tiene enigmas, no hay que entristecerse en noches así, más bien habría que celebrar las victorias que otros, antes de nosotros, lograron sobre la bestialidad, esa indeseable práctica del daño irreparable. El cielo será una vez un hogar como éste y más placentero aún.
Mucho hemos cuidado a la hermosa villa, no hay en nosotros la mascarada ni armas fratricidas, ni emboscamos con impunidad ninguna aldea; hemos abonado la bondad, sentido la satisfacción del desprendimiento, pero no siempre fuimos así.
En Segura y Las Villas las fuentes son claras, rodeadas de juncos, sus ríos que canta la canción de espuma y el verde, verde, verde de los pinos. Y las mariposillas beben el néctar de los rosas silvestres. Pájaros Carpintero, colorines, alondras, ruiseñores. Atardeceres orientales tan suaves que parece que se quiebra la sierra en sus contornos. Mañanas en las Villas, con tonalidades tan azules que parecen marineras. Frescos días de sol, cuando la brisa verde perfumada se sierra, corre por los pinares hasta los campos de olivos.
Nubecillas tempranas en los picos de los montes en un perfecto círculo mágico. Forman unas nieblas que cubren los montes de Segura y las Villas con túnicas verdes de líquenes y musgos.
La frescura de los pozos hondos donde se refleja en el fondo la luna, sus noches perfumadas, de jara, romero, tomillo, miel y pino.
Corazón verde olivo roto, según mi prosa el sentir mi tierra, verde abandonada de a poco.
Al construir mi historia de sentimientos y emociones entre los olivos viejos, parto de esta idea, no será más que un escape racional para que mis manos no sangren, perdida en las calles y entre los que la habitamos.
Voy caminando entre enredos, emociones, y soledades:
Entonces el miedo es lo me que queda, un sentir perfecto.
El miedo fermenta en la idea súbita del aire, es mi corazón verde olivo que se guarda en la palabra, un roto del recuerdo es entonces cuando el miedo se come a sí mismo.
Escucho el rumor de las hojas entre los olivares:
En el nombre de este corazón verde que todos habitamos se levantan los olivares y las soledades llenas de esperanzas buscando montes, lomas, llanuras más claras.
Decimos miedo que no me escuchas, porque te digo:
La vida que nos muestra tragedias y penas, vida que
Se aferra al plata del olivar lleno de pasado se recuesta en la lucidez.
Hoy, más cansada que su propia historia, con mi corazón roto escucho de la conciencia:
llegar a la cumbre de nuestras ideas es el destino de todo hombre, siempre en cuanto mire a la tarde inmóvil de este mes de enero y pinte con sus manos mares en el horizonte.
Camino por los montes con el silencio, es el miedo de lo que sé, ¿qué sigue?… es mi voz que empuja a la espera de una respuesta que vive en la indiferencia del tiempo.
A contratiempo mi corazón roto y mi cabeza piensa: es el perfume del recuerdo que bebemos de tu jugo de oro verde.
En el valle se sienta de cansancio Jaén y ve cómo soporta la culpa de un miedo que es suyo, sabe que no hay más, es un diálogo en donde se intercambian a golpes de cielo gris de invierno que mienten para ir sobreviviendo a las veredas que nos hace fatigar en el camino. Respira si es que puedes, corazón.
Ahora te digo que tú eres alma, que en ausencia estás, en espera del momento exacto, sabes eres el polvo que derriba montañas, sabes eres la lágrima que enciende los mares, arriba el paso del aire continúa para descansar.
Descansa corazón, ahora ya sabes que la razón es parte del ritmo de este miedo perfecto, descansa que ya entendiste.