Pseudomonas Savastanoi

[Ángela Díaz Lemus]

Rocío mira con curiosidad los cristales empañados por la lluvia, el cielo lloraba con pena sobre la tierra, intentando lavar los pecados terrenales.

Apoyando la frente sobre el cristal, Rocío deja que el frío le despierte los sentidos.

Ring, ring, ring, el teléfono se empeña en ser atendido con insistencia, la realidad la despierta devolviéndola al mundo de los vivos.

–¡Rocío! –dijo una voz tan familiar que le desgarró el ánimo. Casi ocho años la separaban de la última vez que ese acento le acarició los oídos.

–¡Nana! –estaba tan sorprendida como aturdida.

Aquella voz tan familiar salía de sus recuerdos más remotos, devolviéndola a su infancia.

–Tienes que volver, estamos esperándote.

–¿Volver? ¿A casa? –un escalofrío le recorrió la espalda, dejándola petrificada.

–¡Vuelve ahora! –la contundencia de la petición no daba lugar a la discusión.

–¡Nana, Nana! –la contestación fue un ruido lejano, ausente, frío.

Rocío volvió a mirar por la ventana. Londres mostraba la cara más dura del invierno; las calles lucían tristes, solitarias, apenas un par de coches levantando el agua de los charcos a su paso. Casi diez años la separaban de su última visita. A su recuerdo llegaban imágenes intermitentes de aquellos interminables campos de olivos que parecían arcaicos monstruos prestos a salir andando y contarte historias de lejanos tiempos.

 

Sin saber cómo, algo en mi interior me impulsaba a volver, el pie pisaba el acelerador con saña camino del aeropuerto sin tener en cuenta la niebla que lo envolvía todo, como un manto de tristeza y desconcierto, podría estar en cualquier lugar, el mundo se había vuelto mudo a mi alrededor. Un frenazo me indica que he llegado a mi destino, no me siento yo, no sé qué o quién me siento, pero sigo adelante sin desaliento, sin dudas tengo que llegar a casa, es en lo único que puedo pensar.

Una azafata me acompaña hasta el “finger” que me introducirá directamente al avión. En mi asiento, la voz del capitán me saca del ensueño que vivo. Su voz suena segura, varonil y sus palabras acarician el aire y me aseguran la llegada a mi destino.

El sopor se abre paso y los sentidos se despiertan con el olor a pan caliente y el aceite recién prensado se desliza por mi garganta. Nana me cuenta cosas cotidianas que yo no comprendo bien, mi corta edad me impide pensar en ciertas cosas que no comprendo, sólo pienso en correr detrás de los perros, vigilar el hormiguero y observar la eficiencia de tal ecosistema y una tela de araña que me tiene cautivada. Sentada en un turruño de tierra la vista se pierde en esas interminables hileras de olivos, fuertes, añejos, que nos hablan del paso del tiempo, de su permanencia en la tierra.

–¡Señores pasajeros…!

Dejo de escuchar la megafonía y me centro en lo que todavía me falta para llegar a mi destino; la ansiedad no me ayuda a decidir.

Por fin estoy sentada frente al volante de un coche de alquiler, abandono a mi espalda los kilómetros a toda velocidad y casi sin darme cuenta, como en un sueño, me encuentro pisando la tierra de la infancia. No tengo fuerzas para llegar, la respiración se acelera, el pulso es tan intenso que me impide pensar, pero tengo que seguir, necesito seguir.

La señal de tráfico me sorprende: Jaén, el aire huele a hogar, a infancia, a protección, a cariño y un regusto amargo se adueña de mi garganta. Sigo sin dudar, pero algo frena la emoción.

Allí estaba el camino fortificado por eucaliptos testigos mudos del paso de amigos y enemigos y al fondo, ciega a la vista, la casa de piedra, el arco de entrada que embarca la enorme puerta de acceso a los recuerdos, a la calidez, a la seguridad.

Pe7 y De8 me salen al paso, no me lo puedo creer, deben tener como veinte años, pero se ven tan lozanos, tan alegres, tan jóvenes.

La casa familiar se ve envuelta en un aura sepia de otro tiempo.

Pe7 y De8 me reconocen, pero se mantienen lejanos. Los llamo, yo les puse el nombre, eran mis agentes secretos y me ayudaban a mantener la justicia, corren hacia los campos de olivos que se ven tristes, enfermos. Los racimos de rapas no lucen esplendorosos, esas flores blancas de centro amarillo en tiempo de floración, inundan el olivo tapando incluso las abundantes hojas del árbol Cuando era pequeña les llamaba palomitas de maíz, eso eran lo que parecían, inmensos racimos que llenaban el paisaje de una belleza difícil de describir.

Veo a mis dos agentes secretos perderse entre los olivos y una solitaria lágrima recorre mi mejilla.

–¡Rocío!–. El grito me despierta sacándome del letargo en el que me encuentro sumida. Miro y es Nana, los años no han pasado ni por ella ni por su viejo uniforme. Corro a su encuentro, la envuelve algo frío, helado, mi gesto se hiela, ella parece ver a través de mí, me pregunto qué pasa.

–Nana, ¿todo está bien? –preguntó con inquietud. No encuentro respuesta. El silencio lo envuelve todo y a todos con un velo inquietante.

De repente el centenario olivo alrededor del que la casa se construyó, corona el paisaje; mi padre austero, severo, tal como yo lo recordaba, también recordé el miedo que me provocaba aquella figura espigada, elegante, al que jamás vi esbozar una sonrisa. Su ropa se veía algo ajada y pasada de moda, igual que la de Nana, del viejo olivo al cual recordaba vigoroso, repleto de flores y frutos.

Tras los arcos que cierran ese maravilloso patio, otros familiares me observan con miradas ausentes.

Empiezo a estar asustada, papá sigue sin moverse. Un leve ruido a mi espalda me hace volverme sobresaltada; mamá avanza lentamente esbozando esa dulce sonrisa que habitaba eternamente en su rostro. Vi cómo su mano rozaba la mía, pero no noté la suya, me condujo con suavidad hasta el viejo olivo. Mi padre observaba la escena con su característica severidad.

El viejo amigo se veía triste, falto de vida, eran evidentes los tumores y verrugas que le cubrían sus ramas casi en su totalidad, la vida se escapaba por sus ramas.

La voz de mamá me asaltó de repente.

–Cuando lo vimos, era demasiado tarde; como ves, nuestro viejo amigo reclama su tributo.

–¿Qué tributo? Son pseudomonas savastanoi, es la leucemia de los olivos, quizás lo estén matando los años.

La suave voz de mamá volvió a interpelarme.

–¿Recuerdas haberlo visto enfermo otras veces?

–¡Creo que sí! –respondí sintiéndome incómoda, pero incapaz de revelarme.

–¡Mamá! ¿Qué pasa? Parece que estoy aquí porque el olivo central de la casa se ha puesto enfermo. ¿Habéis probado a fumigarlo? Me estoy asustando –y mi voz se quiebra casi en un grito de súplica, pero mi madre me mira sin pestañear.

–¿Recuerdas qué pasaba cuando este árbol enfermaba? –me increpó de nuevo mamá.

–¡Os ha dado fuerte con el arbolito! –mi tono sonó desesperado.

Los ojos de papá se inyectaron en sangre, retrocedí un paso por instinto, enmudeciendo al instante.

Todos seguían mirándome sin expresión, ausentes, y por primera barrí con la mirada aquel hermoso jardín interno de la gran casa, lo recordaba verde frondoso, te costaba distinguirlo por completo por la exuberancia y la frondosidad de las plantas que allí crecían. El olivo, nadie recordaba la edad exacta del mismo, con sus ramas tocaba el arco de los soportales y con sus ramas alcanzaba el segundo piso del inmenso cortijo. Miré en todas direcciones y todo se veía seco de hojas marrones y decrépitas y las paredes que cerraban aquel jardín oculto, estaban sucias, como si por ellas hubieran pasado siglos; todo era tristeza, se respiraba el dolor y la muerte que lo rodeaba todo.

A mi espalda, alguien que no distinguí, dijo:

–¿Recuerdas a tu abuelo? ¿Cuándo murió?

–¿Recuerdas a tu padre?

–¡Pues claro!, lo tengo aquí delan…–. No acabé la frase, se me quedaron atascadas las palabras en la garganta.

Respiré profundamente intentando inhalar la mayor cantidad de aire que pudieran almacenar los pulmones, inhalé tomillo, aceite recién prensado, manzanilla, poleo y los recuerdos acudieron a raudales atropellándose unos a otros, y caí al suelo suplicando por entender, rogando.

Recuerdo el traje oscuro casi negro que mi padre lucia dentro del ataúd.

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