El Bosque de Olivos

[Tina Steep]

Corrí lo más rápido que pude, entré al bosque de olivares, internándome cada vez más en él, hasta que mis piernas comenzaron a cansarse. Me detuve en seco y miré alrededor; no había nadie, solo estaba yo, parada en medio de los árboles de poca altura cuidadosamente plantados, todos a igual distancia figuraban una larga hilera que parecía no tener fin. El cielo estrellado hacía el paisaje aún más hermoso. En esa época veraniega el calor no perdonaba, y a pesar de ser de noche, el sudor corría por mi frente; me senté al pie de uno de los árboles, palpé el suelo arenoso, mis dedos encontraron una aceituna, la examiné a la luz de la luna, mis pensamientos se desviaron.

Vinieron a mi mente recuerdos de mi infancia, aquellos días tan felices alejados de la tormentosa realidad en la que me hallaba. Recordé cómo solía ir allí con mi papá siempre que podía, cuando jugábamos a las escondidas, cuando paseábamos por todo el terreno, cuando él y los demás trabajadores recogían las semillas. Recuerdo que incluso a veces me dejaban ir a la fábrica de aceite: allí veía cómo las semillas recolectadas en cestas ya limpias de ramas, piedras y demás impurezas eran arrojadas a una enorme máquina donde se juntaban con el agua, y una vez limpias pasaban a otro aparato que las trituraba. A mí me daba miedo esa parte, ya que había un trabajador que me decía que me arrojaría allí si me portaba mal. Una vez trituradas se separaba la pasta del aceite, y luego se embotellaba; al salir de la industria, nos llevábamos una botellita del aceite recién hecho, llegábamos a casa y mamá salía a nuestro encuentro. Recuerdo cómo se miraban siempre que papá llegaba del trabajo, lo enamorados y felices que se veían, se conocían desde niños y se habían casado cuando aún eran muy jóvenes, ambos lograron ahorrar suficiente dinero para comprar una casa y establecerse para formar un hogar, consiguieron trabajo y luego me tuvieron a mí, pero ambos pasaban demasiado tiempo fuera y una niñera era la que cuidaba de mí la mayoría del tiempo. Pero un día, después de la cena, escuché a mis padres hablar de que no pasábamos suficiente tiempo juntos como una familia; como toda niña, era bastante curiosa, así que me escabullí caminando de puntitas hasta llegar a la puerta de mi habitación, miré a través de la rendija y empujé la puerta lo más silenciosamente que pude, caminé hasta el barandal de la escalera, desde donde se veía la sala, vi como mi mamá se cubría la cara con las manos y parecía querer llorar. Mi papá se acercó a ella, la abrazó, le susurró algo y aunque sus palabras no alcanzaron a llegar a mis oídos, daba a entender que decía: “tranquila, ya lo solucionaré”.

Pasaron algunos meses y una mañana mi papá llegó muy emocionado a casa, hablaba acerca de una gran casa con una plantación de oliveros en venta, creía que si todos trabajábamos en un mismo lugar, nos uniría más. Unas semanas después el trato se cerró, hicimos las maletas, el camión de la mudanza llegó, me despedí de mi niñera mientras algunas lágrimas corrían por mis mejillas, nos subimos al auto y viajamos por alrededor de 8 horas, nuestra nueva casa estaba a 700 kilómetros de la anterior.

Por fin, cuando estábamos cerca, mamá me despertó y señalo una mansión que se alzaba en una montaña: allí íbamos a vivir.

Llegamos, un hermoso jardín se extendía delante de la casa, como si nos diera la bienvenida; la mansión era hermosa por dentro y por fuera, bastante espaciosa, todo allí era lujoso y sin embargo no le quitaba su toque hogareño.

Mi papá comenzó la labor de encargarse de la plantación, y pronto se hizo proveedor de una fábrica de aceite de oliva.

Mi mamá se dedicaba a la parte administrativa, uno de sus amigos le recomendó un hombre que tenía experiencia en el área, y él se dispuso a ayudar a mi madre en lo que necesitara.

Aún recuerdo el día que se presentó por primera vez en mi casa: alrededor del mediodía alguien tocó la puerta, mi mamá la abrió y entró un hombre alto, rubio y bien afeitado, ella estrechó su mano, y le indicó el lugar donde iban a trabajar.

Pasaron los años, crecí con cada estación, crecí con la plantación, viendo los olivares, aprendiendo sobre ellos, recuerdo cómo me paseaba entre los árboles por diversión, ese era mi espacio, a donde iba a reflexionar, a pensar o simplemente a pasar el día cuando no tenía mucho que hacer. Lo empecé a llamar mi bosque, mi propio bosque de olivos.

Mis padres y yo podíamos estar juntos gracias a que pasábamos más tiempo en casa, salíamos casi todos los fines de semana, la plantación producía suficiente dinero para mantenernos cómodamente, iba a una buena escuela, en fin, tenía amigos y una familia que me amaba, y en ese momento todo parecía perfecto.

Pero todo en la vida no puede ser solo felicidad, porque de ser así, no sabríamos apreciar los buenos momentos, y una tarde me llegó la hora de saberlo.

Estaba en mi habitación escribiendo, cuando oí la puerta de la sala abrirse y cerrarse de golpe, mi papá entró gritando cosas que no entendí, bajé a ver qué sucedía, ahí estaban mis padres, ambos se veían muy agitados, mi papá le gritaba llorando a mi mamá una y otra vez:

–¿Cómo pudiste?

Mi mamá solo lograba balbucear y se notaba que hacía un gran esfuerzo por dominarse. Él volvió a tomar la palabra y le dijo:

–¡Después de todo lo que hemos pasado juntos, después de todo lo que he hecho por nosotros, viniste tú a arruinarlo todo!

–Entiende, solo paso –respondió mi mamá

Mi papá se sentó en una silla, sollozando con las manos en la cara, mi mamá continuaba diciendo:

–Yo no lo planeé, solo sucedió.

Así transcurrió la noche y a la mañana siguiente, mi papá había hecho sus maletas y se había ido de la casa.

Dejó una carta para mí, donde explicaba que ya no podía seguir viviendo con nosotras, que mi madre lo había traicionado y que no soportaría el dolor que eso le producía. Se mudó lejos de allí para no volver a vernos. Su carta finalizó con un: “Espero que algún día puedas perdonarme, te amaré y extrañaré por siempre”.

Lloré durante días, pero lo peor aún estaba por venir…

Pocos meses después, el hombre con el que trabajaba mi madre vino a vivir con nosotras, como su nueva pareja. Pero su fachada de hombre amable y trabajador ocultaba por completo su personalidad machista y violenta.

Pocas semanas después de instalarse en casa, lo conocí de verdad: llegaba tarde todas las noches, la mayoría de ellas pasado de copas, gritaba y golpeaba cuanto estuviera a su alcance cuando las cosas no iban como él quería, y mi madre era el blanco preferido de sus rabietas.

Esa noche, el hombre empezó uno de sus episodios violentos, y yo huí al único sitio donde podía refugiarme, al lugar donde fui tan feliz una vez.

Solté la semilla que sostenía entre mis dedos, mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.

No recuerdo más de esa noche, ahora la escribo para cerrar ese capítulo de mi vida, ahora que tengo mi propia familia y eso no es más que un mal recuerdo, puedo respirar tranquila y vivir plenamente cada día como si fuera el último.

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