Próximo destino: Jaén

[Paz Brizuela Dolz]

 

–¡Sí, sí, sí! –le dije a Carmen.

–¡Qué fuerte! ¡Yo es que alucino contigo! ¡Eres de lo que no hay! Bueno, tú desde el principio lo has tenido claro, y es que cuando se te mete algo entre ceja y ceja no hay quien te pare mi niña. Es que te entiendo perfectamente, porque yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo.

–Sí, ¡por fin! –le contesté, mientras mis lágrimas humedecían mis mejillas y mis palabras salían espaciadas e inusualmente graves.

–¡Es la mejor noticia que me podías dar! –me dijo, al tiempo que nos fundimos en un gran abrazo.

Mientras, Mavi, la camarera del bar, sonreía una vez más de admiración por nuestra amistad mientras nos servía los cafés. La cafetería había sido nuestro sitio de confidencias. Y cada vez que nos veía sabía leer entre líneas o no nuestros estados anímicos por nuestros gestos y expresiones. El deporte nos había unido. Yo había sido para ella la válvula de escape de la cotidianidad de una madre entregada a sus obligaciones familiares y laborales. Ella había sido para mí la persona que me enseñó que en la vida hay que arriesgarse a riesgo de no ganar, y que la probabilidad de proclamarme vencedora era más alta de lo que en principio nunca hubiera sospechado. Me había impulsado a dejarme llevar por mis instintos. Carmen sabía que yo había hecho una elección errónea en mi vida, y aunque yo pensaba que las elecciones marcaban la trayectoria, ella me animaba a continuar pensando que todavía tenía opciones. También es verdad que yo la amenizaba con mis ensayos-errores, porque su vida no dejaba de ser tan monótona como la del resto de los mortales.

En mi primera etapa tras el divorcio se había producido en mí la eclosión del huevo, en la que la pequeña ave vuelve a asomarse a la realidad para acabar comprobando con asombro que las reglas del juego de la seducción y del mundo en general habían cambiado. Y claro, como era de esperar me encontré con muchas almas solitarias capaces de falsear los gestos y las palabras cual actores de telenovelas que no dejaban de ser ranas de charca; por fortuna las ranas de cloaca las olía a distancia.

–¡Ay, Blanca! Tú te piensas que eres la única, pero tú tranquila, que así es como van las cosas–. Y entonces me hablaba de una u otra alma cándida, a la que de forma similar le habían sucedido avatares parecidos. Y claro, el consuelo que me proporcionaba era enorme. Así fue como de forma casual y secuencialmente se había ido forjando nuestra amistad tras mi ruptura, que sin ser atrozmente traumática me dejó una pequeña carcoma mental, borrada con el paso del tiempo que cicatriza las heridas.

Después de compartir los entrenamientos que nos impedían pensar, generábamos tal grado de endorfinas y serotonina que nuestros almuerzos para reponer fuerzas no dejaban de ser muy divertidos. Nuestras charlas eran de lo más ameno, desde temas de actualidad a temas cotidianos. Los días con más desidia hacíamos valoraciones de las mujeres y los hombres que se nos cruzaban. Nos desahogábamos de las incidencias semanales y compartíamos risas y carcajadas. Lo mejor de todo es que había aprendido a reírme hasta de mi sombra. Yo lo sabía casi todo de ella y ella lo sabía casi todo de mí, así mis precarios trabajos de jornadas extenuantes, mis clases de inglés, mis conflictos familiares, mis asuntos domésticos y mi historia de amor con Manuel.

Sí, me había vuelto a enamorar, como si fuera una veinteañera. Algo que una destierra de su cabeza cuando decide acabar con su matrimonio. Y ella se había convertido en mi amiga incondicional, la que me dio el empujoncito para lanzarme a la piscina, después de que Manuel me hiciera aquella proposición.

–Ya te dije yo, Blanca, que el tiempo pone cada cosa en su sitio –me dijo Carmen hacía unos diez años. Ahora por fin iba a poder trabajar en lo que deseaba. La empresa Oleícola me había enviado por mail la respuesta afirmativa. Iba a incorporarme en su plantilla como comercial.

–Sí, me traslado a vivir allí. Mi próxima estación de vida: Jaén. Me han aceptado como comercial en la empresa Oleícola. ¡Y por fin me voy a dedicar a lo que me gusta! Estoy muy ilusionada –le dije.

–¡Ya tengo sitio a donde ir en vacaciones! Buen jamón, buenas chacinas y quesos. ¡Ah! y buen “pescaíto” –me dijo ella.

–¡Ni lo dudes! Ya tienes excusa para hacer con tus hermanas y tus cuñados enoturismo. Me decís las fechas que podéis desplazaros y organizamos visitas a las bodegas. El vino que yo conozco y me sabe buenísimo en todas sus variedades es el de la Sierra Sur de Jaén.

–Pues mi cuñado me ha dado a probar el vino de las Bodegas Marcelino Serrano y no tiene pérdida, en ninguna de sus variedades. Él de vinos entiende bastante. Ya le preguntaré a sus colegas del curro que también son muy aficionados a hacer enoturismo. A este paso vamos a fletar autobuses enteros con destino a Jaén. Sólo es cuestión de organizarlo –y rió a carcajadas–. Creo que se han recorrido todas las bodegas, bodeguitas y tascas de Andalucía –me dijo ella con su habitual sorna–. Les va a encantar la idea.

–De allí no salís hasta que no hagamos una cata como Dios manda o te saques el título de somellier –le dije con cierta retranca. Me estaba imaginando a todos sus compañeros de trabajo fin de semana sí y fin de semana también allí, porque lo cierto era que ella tenía mucha capacidad de convocatoria.

–Cuando ya estés instalada hacemos un acto de inauguración de tu nueva casa con todos los vinos de la comarca –ella tenía claro que la casa que cogiera la convertiría en un hogar en cuanto me diera una respuesta afirmativa Manuel a lo que le iba a plantear. En otro caso sería algo muy funcional, pero con estilo andaluz.

–¡A ver cómo me organizo la mudanza ahora! Tengo una semana tan solo –le dije yo, un pelín atropellada por todo lo que se me venía encima–. He estado mirando casas solariegas y he alucinado. ¡Qué encanto tienen! Lo que sí tengo claro es que voy a decorar mi futura casa con aire andaluz. Te vas a reír, pero el primer artículo decorativo que he comprado para mi nueva etapa es un mantel de mesa antimanchas de tonos verdes con dibujos de aceite de oliva para mis desayunos de café con leche con tostadas de aceite de oliva virgen extra y buen jamón.

–¡Qué buena eres! No se te escapa detalle. ¡Menudo manjar vas a tener a mano de buena mañana, hija! ¡Con razón vas a dar lo mejor de ti misma! Sabes qué te digo, que esta semana vamos a descansar poco y nos vamos a divertir. Ya lo arreglaré todo para que se encarguen de mis hijos. Cuenta conmigo que te echo una mano. Tú ya sabes que a mí me encanta conducir y los kilómetros me los meriendo.

–No te quepa la mínima duda de que voy a entregarme en cuerpo y alma. Éste es el cambio que anhelaba. Y aunque había dudado que mi barco pudiera virar 360 grados, lo había deseado con todas mis fuerzas–. Mi amiga Maribel, que era igual que yo, me había dicho: imagínalo y lo crearás. Y lo cierto es que así había sido. Mi gente, mi grupo de amigas, participaba de la misma naturaleza que yo. No nos dejábamos vencer ni con viento de cara ni con marea alta y aunque había días que estábamos abatidas, nos ilusionábamos con proyectos diferentes. De hecho, nos llamaban la atención personas de nuestro entorno que se abandonan a su destino y se resignan a soportar. En estos casos el embargo del desánimo se apoderaba de los rostros de gente que nos rodeaba. Claro que, por suerte para mí, esa etapa, que duró lo que sobrevivió mi matrimonio, estaba superada.

–Tú tranquila, que algunas de las cosas que tengo por casa te las voy a pasar porque ya sabes que me canso de ver siempre lo mismo. Luego, tú coges lo que acople y con el resto haces lo que consideres.

–He visto una casa con piscina, de alquiler con opción a compra, que me ha enamorado. ¡No es un cortijo, que ojalá!, pero tiene todo el sabor de las casas solariegas: muros de piedra y a tan solo dos kilómetros de Jaén. No es que esté muy cuidada, pero en un año le puedo dar un giro importante. Como salga todo bien, vendo la casa de aquí y me mudo definitivamente –le dije.

–Bueno, le diré a mi amiga Esther, la que trabaja en la inmobiliaria, que se encargue de alquilarte el piso. Mándame fotos bien hechas al correo y de eso me encargo yo. Mira, la llamo ya.

Realmente iba a empezar una nueva vida, en un lugar bien diferente. Suponía romper de verdad con el pasado. Me había preguntado muchas veces si uno está realmente atado a sus circunstancias de por vida. Y en muchas ocasiones había pensado que sí; pero también había deseado vehementemente con todas mis fuerzas cambiar mi destino, no quedarme en la zona de confort, sino más bien al contrario, luchar por vivir una nueva etapa. Si mis abuelos después de vivir una Guerra Civil y una posguerra habían podido seguir adelante como omitiendo ese capítulo doloroso del que nunca quisieron hacer mención, yo pensé que podría hacer lo mismo. Quizás me sobraba ingenuidad, pero me proyectaba tal y como me imaginaba y así, al menos, era feliz soñando despierta.

A ello se sumaba que en esos momentos muchos chavales jóvenes no habían tenido más remedio que empezar de cero allí donde se les había ofrecido una oportunidad laboral. Unos habían empezado mucho más jóvenes que yo, y otros no tan jóvenes y en soledad. Por fortuna para mí no empezaba de cero, y no siendo tan joven, mi experiencia sería un punto a favor. Ahora me faltaba saber si iba a ser o no, en soledad.

El aceite había sido un gran hilo conductor en la relación entre nosotros. A veces el destino une nuestras vidas de forma insospechada por elementos y azares casualmente matemáticos. En ningún modo cada uno de los pasos que había dado los había realizado de forma intencionada. Simplemente unas cosas me habían llevado a otras. Como si en algún lugar misterioso estuviese escrito que la ecuación de mi vida se tuviera que resolver de aquella forma. Como aquel juego de fichas de dominó con el que jugaba de pequeña, en el que colocadas unas tras otras con bifurcaciones hacían que unas cayeran y otras no. Carmen sabía mejor que nadie que la incertidumbre había pesado en mí como una pequeña losa, porque cuando rompes tus rutinas, parece que el mundo se desmorona a tus pies. En muchas ocasiones habíamos comentado que tirarse al abismo y romper con todo era un acto de valentía, por eso había permanecido en mi franja de confort durante tanto tiempo, y mi matrimonio y el de muchos se alargaba por la fuerza de la costumbre.

Sucedió lo que de forma previsible tenía que pasar: mi abuela nonagenaria había fallecido. Ahora se tenían que dirimir los problemas de la herencia. Había poco para repartir, pero lo justo para que existiera discordia de intereses porque las cosas no las había dejado suficientemente clarificadas. No había testado respetando la legalidad y aunque lo sabía, le daba mal fario acudir al notario no fuera a ser que los acontecimientos se fueran a precipitar.

Manuel y yo nos conocíamos desde hacía más de veinte años. Él había sido profesor mío en mi época de estudiante en la Facultad. Yo tenía dieciocho la primera vez que le vi. Él, algunos más. Una relación que en mi juventud me parecía inviable e inconcebible, aunque no por ello dejaba ya de despertar en mí una inusual admiración.

Cuando recién acabé la carrera le pedí consejo. Fue el único que se atrevió a dármelo. Tenía buena consideración de él. Le consideraba honesto, cualidad que siempre había valorado. Y cuando me surgió un problema legal le llamé por teléfono y me atendió, cosa improbable en gente que ya ha pasado por la vida de uno y ha cumplido su cometido. En aquél entones su amabilidad le llevó a despedirse de mí con una fórmula que fue pura cortesía.

–Ya te pasas un día por la facultad y nos tomamos un café –me dijo él.

– Sí, sacaré un hueco –le respondí cortésmente. ¡Cuántas promesas de esas acabamos haciendo tantas veces! Algunas realmente anhelaríamos realizar y se diluyen por la vida frenética que tenemos. Otras, por el contrario, se utilizan como una fórmula de despedida infinita. Así que ahí quedó parada la cosa. Su vida transcurriendo, y la mía igual, por caminos dispares.

Bastante desagradable es para uno afrontar la muerte de un ser querido al que no vas a poderle hablar, abrazar, ni tocar como para que además tuviera que lidiar con los intereses más ambiciosos de otros miembros de la familia. Después de lograr hacerme con él por teléfono, concertamos una cita. Me preguntó dónde trabajaba y acudió allí. Después de acabar mi horario nos fuimos a tomar el prometido café, que fue lo menos importante. Ya habían pasado en esta ocasión más de veinticinco años, pero para mí fue como si el día anterior le hubiera visto. Seguramente, mi estado anímico era muy afligido por la muerte de mi abuela. Pero lo cierto es que mi corazón dio un vuelco cuando le vi aparecer. Los mismos ojos grandes negros y la misma sonrisa. Se mezclaron la sorpresa y la alegría de verle. Creo que no pude disimular. En ese encuentro algo se activó en mí.

Se siguieron las conversaciones profesionales por email hasta que se abrió el testamento y se finiquitó el papeleo. Después pasamos a la mensajería instantánea de forma más o menos habitual. Hasta que llegó el wasap que lo cambió todo. Ese wasap que tardé en responder un mes, después de reflexionar entre el deber y el ser; pero que hubiera tardado en responder un minuto porque sólo su lectura encendió en mí todo el deseo que en una mujer se puede despertar. Un email que no era descortés, pero traspasaba la línea de lo profesional y entraba en el terreno de lo personal. No había muchas palabras: solo ¿quieres? Y más emoticonos: unos ojos, unos labios, una lengua, una ropa interior, un carmín rojo. Para mí muy explícito. En algún momento de alguna de nuestras anteriores conversaciones me había parecido remotamente ver algo de interés en mí. Claro, que por la serenidad que manifestaba, le hacía felizmente acompañado. Ahora sabía que no.

Tardé unos diez días en comentarle a Carmen lo que me había sucedido. Yo, que había abandonado la idea de estar con nadie hacía un par de años. En el fondo estaba deseando que todo eso sucediera. Sabía que nadie más, excepto ella, me iba a decir algo semejante. Lo que en el fondo deseaba oír sólo me lo iba a decir ella, nadie más. Y efectivamente ella me dijo: “haz lo que de verdad te apetezca, sin importarte nada más”. Hacía muchos años que era adulta, pero sólo en teoría. Siempre había dado los pasos marcada por lo que está bien. En esa ocasión, yo sabía que a estas alturas una respuesta afirmativa supondría un encuentro en el sentido más amplio de la palabra. Aunque tardé en responderle casi un mes, la respuesta fue afirmativa. Acto seguido me citó en su domicilio. Acudí. Así empezó nuestra historia.

Marqué el timbre con nervios en el estómago. Cogí el ascensor, había poco aire en la cabina. Noté cierto calor aun cuando era el mes de marzo. Abrió la puerta. Nos miramos a los ojos. Nos sonreímos abiertamente. Comenzó a besarme. Le seguí. Sentí su olor. Su lengua no pidió permiso para explorar la mía. Se atrevió a hacerla rodar por mi cuello mientras sus manos me despojaban de la ropa. Le siguieron mis pechos. Ya sólo ropa interior. No quise estar en desigualdad de condiciones y ya abierta la camisa la dejé caer. Mi corazón latía intensamente y mis manos temblorosas no acertaban a desabrochar del todo los pantalones. Me ayudó. Me dirigió a su cuarto. No tardaron las medias en caer, mientras me exploraba con sus manos. Nos besamos los cuerpos. Sensaciones nuevas. Mi cuerpo respondiendo. El suyo también. Gemidos de placer: él, yo, los dos. Nuestros desnudos bailando al unísono con un ritmo cada vez más acelerado hasta que sentí toda la humedad en mí.

–¿Hay algo más grande que el sentirse amada y deseada? Era la primera vez con mis cuarenta y tres años que podía sentirme así. Traspasar las barreras de la educación impuesta y sentir con los cinco sentidos. Sin imposturas. Sin fingimientos. Sin ropas. Sin maquillaje. Tocar el cielo con las manos y sentirse vulnerable por haberme entregado sin conocerlo realmente.

Aún mi mente flotando en las nubes, nuestros cuerpos desnudos y extasiados yacían en la cama. Sus brazos se estiraron para prolongar el momento con un abrazo lleno de ternura. Acto seguido me propuso irnos juntos de viaje a Jaén. Desde aquel momento me hizo cómplice de sus aficiones y de sus gustos. Manuel había repetido durante más de diecinueve años el mismo viaje. Sabía lo que me estaba ofreciendo. Él me descubrió esas tierras. Juntos durante más de setecientos kilómetros, que se hicieron cortos. Compartiendo en silencio cómo el amanecer era verde perlado al entrar en tierras de Jaén. Conforme la mañana avanzaba y seguíamos el trayecto, los colores taupé pálido y toscano de las tierras se iban transformando en ocres dorados y terracotas por los efectos de los rayos del sol, mientras que los ingentes campos de olivos que nos recreaban la vista iban del color salvia hasta llegar al verde oliva según se proyectaba la luz sobre ellos.

Hubo muchas conversaciones, henchidas de ilusiones. También hubo muchos silencios. Silencios de descubrimiento, silencios de contemplación, silencios grabados en el almacén de los recuerdos, silencios de incredulidad, silencios de gozo. Al fin y al cabo, silencios que compartimos y disfrutamos porque el paisaje añadía estampas particulares a nuestro viaje.

El sentido del olfato también estaba a flor de piel, los dos absorbíamos y nos impregnábamos del intenso aroma a aceite puro que desprendían los olivares, que a ambos lados de la carretera no nos dejaban de acompañar de forma constante como guardianes de nuestros secretos, como una esencia más de nuestra relación. Seguramente no podemos rememorar los olores, pero un olor nos hace revivir un momento, y eso es lo que me sucede cada vez que vuelvo a viajar por tierras jienenses. Si cada relación tiene un aroma, nuestra relación siempre había tenido olor a campos de Jaén, a olivares, a aceite de oliva extra puro intenso.

La parada incondicional para Manuel era Baeza. Él sólo consumía aceite de oliva virgen extra, AOVE, de la empresa Oleícola de Jaén. Era su particular ritual, un culto al aceite que adoraba. Eso también nos unía, el buen paladar. Ya había hablado con Enrique y de esa forma cargaba el maletero con su adorado aceite. No en vano le llaman el oro líquido. Mientras, yo le cuestionaba que actualmente no era necesario hacerse acopio de tantas garrafas cuando a golpe de clic y desde internet debía poderse facilitar de la misma forma. Fue en ese trayecto cuando nuestra conversación fue premonitoria de mi destino. Quizás del suyo.

–Manuel, ¿sabes que realmente a mí me gustaría mucho trabajar comercializando el aceite de oliva? Yo creo que para ser un buen vendedor tan sólo tienes que creer en el producto que vendes. Y ¿qué quieres que te diga?, con razón cuando los extranjeros vienen a España alucinan con nuestras riquezas culinarias, si es que la base de todo reside en el aceite de oliva. El que se cultiva aquí es de los mejores aceites y se exporta una cantidad exorbitada de aceite al resto del mundo. Si es que tiene propiedades inmejorables.

–Bueno, es una cosa a considerar. Si te ves capaz de ello... Sería cuestión de prepararte y formarte para llegar con buenas opciones a una posible salida profesional–. Todo esto lo decía mientras conducía el descapotable y atisbaba una pequeña sonrisa de satisfacción. Mientras, el viento despeinaba mi pelo y me sentía libre rodeada del paisaje jienense que parecía trazado por arquitectos de la naturaleza. Mis ojos eran capaces de observar por primera vez la belleza de tanto olivar. Belleza que sólo antes había podido apreciar a través de los cuadros de Van Gogh o Monet. Ahora podía entender el misterio que encerraban Los olivos con cielo amarillo y sol o El olivar en el jardín.

La idea le había hecho gracia, seguramente porque estaba verbalizando lo que en ese momento estaba anhelando yo, no en vano el mundo del comercio no me era ajeno. Y lo que en su fuero interno anhelaba él desde hacía mucho tiempo.

Llegamos a Baeza. Aparcó el coche, y acto seguido fue a hacer acopio del aceite que había apalabrado con Enrique, el dueño del establecimiento. Acto seguido, me dejó de nuevo maravillada con la riqueza cultural del lugar. Me llevó a la antigua Carnicería, actual sede de los Juzgados, donde me besó y volví a sentirme unida a él sin necesidad de papeles ni formalismos. Me llevó a la Antigua Universidad de Baeza y pude ver el aula de Antonio Machado. ¡Quién me iba a decir a mí que aquellos poemas que durante mi juventud leía una y otra vez estuvieron escritos sobre ese pupitre! Vimos el Ayuntamiento y la Fuente de los Leones en la plaza del Pópulo. Cuánta majestuosidad, cuántos secretos y cuánta historia se esconderían tras la puerta de Úbeda y la ciudad amurallada, pensé. Se nos quedó pendiente el Museo del Aceite, pero él de eso entendía un rato.

Para celebrar nuestra estancia vacacional nos fuimos a tapear. Qué deleite fue probar los patés de aceituna y de perdiz, el lomo de orza, el bacalao a la baezana, el hornazo y los ochíos. Y finalmente nos fuimos a descansar a la habitación. Nuestros descansos en la habitación eran posteriores a las batallas sin escudo de nuestros cuerpos, que parecían no querer perder ni un minuto probando hazañas sexuales bajo el suave tejido de las sábanas.

Así, en nuestros períodos vacacionales se repetían de forma parecida nuestros particulares rituales. Baeza era la primera parada obligatoria. Las demás de forma aleatoria venían a completar nuestros viajes. Ibros y su muralla Ciclópea, Andújar y la romería de la Virgen de la Cabeza, Úbeda con sus lecciones de arte, Aldeaquemada con su paraje natural de la Cascada de la Cimbarra con aroma a jara y tomillo o sus yacimientos, el Parque Natural de Cazorla y sus bosques. Todo ese recorrido por estas tierras descubiertas había generado primigenias raíces de mi vida futura.

Ahora tenía que tener el valor de preguntar a Manuel si estaba dispuesto a dar el paso conmigo. Seguirme o quedarse. Disfrutar sólo por tiempos breves de Jaén y poner distancia entre nosotros. O por el contrario hacer un cambio de rumbo conmigo, dejando atrás nuestros pasados.

–Carmen, tengo que planteárselo y no sé cómo –le dije a ella–. Realmente éste es el cambio que quiero hacer en mi vida. Lo tengo claro. Aunque él me descubrió estas tierras, tengo dudas acerca de que verdaderamente quiera virar de esta forma y a estas alturas–. En nuestros paseos nocturnos Manuel también había soñado despierto. Yo tenía claro que una cosa era soñar y otra materializar los sueños.

–Blanca, de hoy no debería pasar. Tampoco tiene que ser inminente el cambio para él. Sí se lo has de comunicar cuanto antes. Siete días pasan muy rápidos.

–Tienes razón. Debo planteárselo. No quiero perderle. Le quiero –le dije a Carmen.

–Hija, ¡ya lo sé! No puedes disimular nada.

Aquella noche, tras acabar sus clases en la Universidad, quedamos en cenar fuera. Pedimos un buen vino de Jerez, y cenamos de tapas.

–Manuel, no hace falta que te diga cuáles son mis sentimientos hacia ti. ¿Te acuerdas del email que envié a la empresa AOVE Oleícola de Jaén?

–Sí, claro que me acuerdo.

–Me han contestado –le dije.

–¿Y…?, te habrán dado alguna respuesta –su gesto se volvió serio, con un rictus que no podía esperar.

–Mi incorporación es dentro de una semana. He mirado casas para vivir allí –le contesté con voz temblorosa–. Además, a ti te encanta Jaén. Tú me la descubriste. Bueno, tú me has descubierto tantas cosas… –y le sonreí para aliviar la tensión de la conversación, quizás para alargar la respuesta.

–Tú sabes, mi querida Blanca, que estoy vinculado a la Universidad…, no es tan fácil –me respondió.

–Ya…, ya…, pero…, –y se hizo en mí el silencio–. Creía que era nuestro lugar perfecto.

–Y lo es, mi pequeña Blanca. Sólo que no puedo abandonar tan fácilmente la Universidad. Yo te seguiré a donde tú vayas. Me tienes que dar tiempo –dijo él. Todas mis alarmas saltaron…

–¿Tiempo para qué? –le dije.

–Tú coge una casa y dentro de un año vemos cómo te van las cosas y entonces decidimos –me contestó. Sí, había sido la respuesta que imaginaba, la respuesta analítica que desde la serenidad daría incluso yo. Pero esa no era la respuesta que quería de él ahora. El desánimo me embargó un poco.

–Está bien Manuel. Lo que dices es lógico. De momento ¿querrás venir en los períodos vacacionales? –le pregunté.

–Ni lo dudes, Blanca –me contestó–. Eso sí, que tenga olivos para trabajar en ellos –dijo sonriendo–. Yo me encargaré de cuidarlos cuando vaya.

En ese momento comprendí que nuestra relación seguiría como hasta el momento. Él su vida, y yo la mía. Él sus rutinas y sus espacios y yo los míos. Carmen me ayudó con la mudanza. Esa semana fue agotadora. Física y mentalmente. La casa era preciosa, situada en la Sierra de Cazorla. Igualmente la convertí en un hogar habitable con la esperanza de compartirla algún día. Dos olivos flanqueaban la entrada. Por la parte trasera del patio dos docenas de olivos más. Quizás los olivares algún día contemplaran como testigos flamantes la llegada de Manuel. Sólo el tiempo revelaría el desenlace final de mi historia de amor con él.

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