Jaén
[Calamanda Nevado Cerro]
Aprovechando que acabábamos de enterrar a mamá, aquí en Jaén, después de una tibia nevada, y he cobrado unos honorarios atrasados, invité a mis hermanas a comer, a quedarnos y recorrer unos días la Ruta del Olivo. Ver las explotaciones de olivos centenarios y repasar cómo extraen por presión física el zumo natural de la aceituna, me apasiona. El campo y yo nos llevamos bien, por el sencillo placer de encontrarnos en soledad contagiada.
Por desgracia tenemos poco apetito. Nuestro estómago está como como nuestros ojos, encendidos de negro. Aunque no es imprescindible una comilona pera gestionar emociones, con una buena ensalada aliñada con aceite de oliva de la variedad Picual, es la redondeada terminada en un pequeño pico decía mamá, me encanta su sabor en crudo.
Por lo visto se produce la mitad del aceite español aquí en Jaén, el noventa y cinco por ciento de la producción, contaba ella. Es una tentación sentarse a la mesa de este restaurante al que en tantas ocasiones nos trajeron nuestros padres; hablaban de la herencia en el aceite de pueblos fenicios, griegos, árabes y romanos; de las fortalezas, alcázares, de algunas batallas importantes y de la gran actividad económica de la provincia gracias al aceite de oliva, lo explicaban como si fuéramos sus alumnas.
Aquí me siento cómoda, buscando un acercamiento a mi infancia y juventud.
Además, está bien desahogarse, pensé, tener oportunidad de compartir nuestro dolor de hijas en esta mañana.
Las tres hermanas somos expertas en hablar de forma acelerada y arrebatada por cualquier cosa con la mínima enjundia, encontrar momentos para ordenar próximas gestiones; incluidas citas y documentación judicial de cara al testamento y otros papeleos, seguramente novedosos para nosotras, exige silencio y goteadas de calma; no es absurda esta cita ni fácil la que se nos avecina los próximos días.
–Nuestra frenética actividad diaria no permite que nos elijan al azar fechas procuradores y notarios, necesitamos ponernos de acuerdo en cualquier rincón donde podamos chorrear emoción aclarando temas familiares; mientras, degustaremos nuestras aceitunas de piel fina, y aceite frutado, amargo, picante y astringente con ese sabor a higuera, madera fresca, tomate, almendra, plátano y manzana en la cazuela de migas ruleras, en un pipirrana y en unas habas verdes –sugerí en el velatorio envuelta en polvorienta tristeza.
Y ahora, contra todo pronóstico, parezco una estatua de fango ante estos manjares en esta esquina del restaurante; no estoy preparada para desafiar la turbadora sombra de mamá, pulula por el pan, los apetitosos platos y las aceiteras de cristal; no asumo su pérdida y necesito generarme ánimo positivo y una mirada menos triste.
Medio dormida y cansada por la falta de descanso de tantas noches pasadas en su cabecera, muda de pena y tosca ante la viva alegría de mis hermanas organizando comidas camperas con catas de aceite, explicando la gran resistencia del aceite de Jaén a la fritura y temperaturas y la tendencia al oleoturismo en la provincia, en un programa para grupos, que ya hemos hecho muchas veces. “Conocer esta tierra”, creo que se llama.
Siento una inmensa nostalgia y emoción por mi tierra y su impresionante color verde y gris de valles, colinas y montañas, que conforman “El mayor bosque humanizado del planeta”, con su pendiente media del quince por ciento que acoge a gran número de especies animales y vegetales, como el famoso mochuelo; junto con el aceite, es nuestra bandera.
Visualizo una perfecta perspectiva de la puerta y lugar donde voy a ir con la excusa de lavarme las manos, y me levanto bebiéndome las lágrimas; ellas quedan discutiendo sobre si comenzamos nuestro periplo por otro sitio; una visita esta tarde al Museo de la Cultura del Olivo, o miramos mañana algo del Renacimiento en Baeza o Úbeda.
Mamá era mi primavera. Con ella me reía, aún sin ganas. Su mirada fija en mí, o distraída en el paisaje, hacía cosquillas a mi dolor y revoloteaba por mis ojos tristes como mariposas de colores. Con ella fui la primera vez al Olivar de la Monja, y qué fotos del anochecer tan bellas, del frío nos reímos hasta cansarnos la boca, y alucinamos observando las nubes aborregadas en absoluto silencio.
Las dos íbamos con los cabellos sueltos mientras recorrimos el Valle del Guadalquivir y el paisaje de olivares que se pierden y bordean Sierra Magina.
–Ya verás –me dijo coqueta– cuánto nos vamos a divertir hoy–. Y me deslumbró aquel cielo azul del camino viejo, el tesoro que guardan las almazaras y tantos ejércitos de olivos cogidos de la mano y asomados al balcón de los cortijos.
No estaba cansada a pesar de las cuestas. Ir con ella contagiaba sencillez, fantasía y algarabía fresca. Muerte equivocada la suya.
Cuando regreso a la mesa aún discuten si nuestra finca pertenece al término municipal de la provincia de Jaén, si los últimos datos demográficos recogidos en el padrón cuentan una población de no sé si ciento quince mil habitantes y una montaña de datos sobre el tema de la riqueza del aceite para los pueblos jiennenses; si esta altitud es de quinientos setenta y tres metros, y cuál será su superficie. Mi hermana pequeña apuesta por una pila de kilómetros cuadrados y no lo vemos ni la sacamos de esa idea.
Mientras acerco la silla al mantel con decisión, recuerdo nuestro gentilicio y con el corazón malo y las botas nuevas apretándome con ganas, les espeto imitando a papá:
–Jaén, la muy noble y muy leal ciudad, guarda y defensora de los Reinos de Castilla y capital del Santo Reino, produce más aceite que nadie en España y en el mundo, son sesenta y seis millones de olivos. Eso es seguro. Es la Capital Mundial del Aceite de Oliva. Os lo dice una jiennense hoy más oscura de lo habitual encaramada al pasado.
Miro hacia ellas esperando un gesto, y desafiando la lógica aguardo en vano; no las observo atentas al chiste, ni tan confundidas o apenadas como yo.
Cuando vuelvo a la mesa, el camarero, un profesional impresionante, sin previo aviso nos hace una demostración y cata de las diversas variedades, características organolépticas y forma de extracción de aceituna Picual de la comarca. Habla de más de doscientas cincuenta variedades diferentes en la geografía española, y veinte cuentan con fama amplia, y que nuestra tierra es frondosa y fértil con su manto verde plateado en un mar de olivos. Lo sabemos.
No deja el eje central de la conversación con otros temas fascinantes: que si el código postal del pueblo sigue siendo el veintitrés mil uno y de ahí en adelante, y novecientos elementos. Si Francisco Javier, el alcalde, se encuentra fenomenal, según le dijo él, si es la comunidad más preciosa de España, y esta comarca lo siguiente. Estamos de acuerdo en todo, murmuramos al unísono.
A nadie hago daño poniéndole la guinda a nuestro lugar de nacimiento, crianza y juventud hasta la universidad. No es antojo ni campaneo; estoy enganchada a este lugar, aunque piense en deshacerme de la casa familiar.
Este derroche de brillante idea no se me acaba de ocurrir, ni como tema recurrente a lo que nos reúne, es que no la podemos atender ni siquiera para distraer mi ánimo como buenamente pueda.
–¿Y si estos días los coronamos con una mirada a las vegas del río Guadalquivir o a las del Guadalimar como en otros tiempos? –anuncio terminándome la fruta con un cambio de tercio. Y sin pensármelo demasiado, añado:
–¿Hace una acampada en Villacarrillo para disfrutar de su silencio dormido?
Calmo con decisión el ruido de mis tripas, las mando de vacaciones, y digo adiós a los músculos tensos y su torbellino mordiéndome las quijadas. Esbozando una sonrisa de cortesía clavo la mirada en sus ojos, me escrudiñan, y en mi monedero; como premio a esta quedada espero la cuenta y algo menos de silencio.
No caen en mi trampa para entretenerme. Me vuelvo a ofrecer para romperlo e intento no atascarme con un grito sollozante o unas tiznadas lágrimas.
–Es triste, verdad, de pronto estás aquí y plas te caes redonda sobre la alfombrilla de la entrada del baño como mamá.
Lo apunto con intención de huir un poquito de su triste sombra maternal, me desangra por dentro, y volver a mirarlas de frente; busco apoyo a mi idea gloriosa, radical y aventurera de acampar como jovencitas.
Me observan como a un trapecista torpe o un payaso triste, con pocas ganas de rememorar esos tiempos y tratando de mantenerse calladas.
Una vez más no parecen estar de acuerdo con la intención que propusimos de respetarnos al máximo el turno de palabra. Parecen decirme sin mover un ápice los labios: déjate de idioteces. O en boca cerrada no entran moscas.
Tras un rato esperando verlas venir con algún reproche tipo “no estamos en forma, ni somos las deportistas que crecimos aquí”, mi hermana la del medio pregunta con actitud entretenida:
–¿Habrán cambiado los trazados del camino para acercarse a la Sierra de Cazorla? Quiero comprar aceite marteño o nevadillo y ver esos olivos tan vigorosos; no sé quién me comentó que algunos olivos habían sufrido repilo o verticilosis.
–Quizá por la seguía –dije yo.
–No –murmura con monotonía la pequeña–, ni Sierra Mágina; todo está como antes –y añade con cierta humildad–. No tengáis dudas; mis hijos acudieron por el Cristo con unos amigos y por lo que explicaron no vamos a descubrir nada diferente. Me llevaron loza de los alfareros, ya la veréis–. Y mirando al mismísimo techo, poniendo voz de pito intentando parecer cansada añade–. ¿Necesitamos esas experiencias desproporcionadas? No soy capaz de imaginarme recorriendo parajes, o pasando hambre hasta encontrar catas de aceite increíbles o guisos tradicionales; los pueblos no están diferentes, ni los cacharros de barro se hacen de otra manera.
Tercia que no le apetece la idea; y en un intento amable, dando el primer paso a la rendición y rompiendo un nuevo silencio, apunto un plan brillante.
–Y si nos quedamos unos días en nuestra propia casa. Aunque sintamos pena por mamá y no vayamos a hacer fiestas recordándola, podemos pasarlo bien.
Sin saber si reír o llorar, esquivo el reflejo de un cuarto de sol entrando por la ventana, ocupo mi lado del mantel con los codos y sin pensármelo me las apaño para terminar el ramplón cafetito, componer un rictus de aprobación, dar unas monedas extra al camarero, y callar transfigurada por la fragilidad de la esperanza.
Debemos cruzar el pueblo. Las lágrimas del entierro nos han borrado el maquillaje, se hace patente nuestro mal aspecto, más bien ajado, añado bromista, si alguien nos para de vuelta a casa y observa más de cerca puede percatarse de nuestra edad, no de la aproximada como acostumbramos a declarar, y comentarlo de esquina en esquina.
Suelto esta gracia, desentendida y vana, con cierta distinción imitando a mamá
Les planteo retocarnos y lo hacemos en la propia mesa sin armar jaleo.
–Nuestra casa, cercana al Callejón de la Mora, nunca fue lujosa y no está para derribarla aunque su declive es evidente –añado observando la fachada de piedra y planteándome que no es tan mala idea quedarse unos días en ella y después venderla; igual una de las dos propone más adelante tener voluntad para una vueltecita por el espectacular collado entre las sierras y puedo huir de las alegres vecinas y de estas buenas gentes hacia la algarabía fresca de la naturaleza que siempre espera con las ventanas abiertas.
En esas estoy cuando entramos al portal y veo vacía la jaula de nuestro querido canario. No puedo evitar emoción, añoranza y muchos recuerdos. Les comento con las manos puestas en ella.
–Se llamaba Joaquín, ¿os acordáis?–. Era de mucho valor para mamá y para nosotras, murió en el fondo de la canariera. A pesar de creer que existía un cielo de los pájaros, viéndolo bajo la luna llena con la barriguilla hinchada, yerto, la cabeza igual que un péndulo, no asumíamos su pérdida y lo acariciábamos soñando se levantara. Qué ardoroso optimismo.
–La fatiga del viaje pudo con él, notificó un empleado de Iberia, lo tengo grabado como si fuera hoy –comenta mi hermana la segunda.
–Manteníamos las mismas atenciones y embalaje para desplazarlo que nos enseñó el abuelo, le sobraba salud y canto, podía ganar ese concurso; y la jaula no te digo, ¡se la teníamos como de plata!, un plumón precioso y la mejor comida; ¿por qué le tuvieron el cuenco sin agua durante el viaje, aunque dijimos que era imprescindible vigilar que no le faltara?
–La abuela y mamá sabían más que una abogada penalista –tercié yo–. Opinaron que en el traslado estuvo la clave y decidieron litigar extrema negligencia, daño moral y no ser tratado el animalito como ser vivo sino como objeto. Ya no quisimos otro canario, ni ninguna mascota; y mira que papá se empeñaba en darnos gusto. Logramos que reconocieran su falta de atención con él, eso ya fue algo –explico emocionada–. ¡Resucitará en el jardín!–. repetí llorosa alborotando el despacho de papá. Comenta Juana, mi hermana pequeña: –Qué boba era, lo creía de verdad –con los ojos llenos de tiempo y la voz suave en el centro del comedor.
En estas me acuerdo del trabajo sobre los olivos de fin de curso en cuarto de bachiller, y lo suelto de corrido. Logré aprendérmelo de memoria.
“Salí al alba nublada, transfigurada por los olivos y sus primeras flores de primavera en la boca. Vi el campo verde plata bajo un sombrero de nubes malvas y esa placidez sin nombre, velada finamente por mis zancadas entrecortadas y aburridas de blandura. Corrí sin rendimiento por entre ramas de miles de olivos centenarios y me sentí como un perrillo juguetón al que se le hacen cosquillas y se le revuelve el pelo de todas partes, alborozado y risueño, cuando apenas comienza a trotar. Quería encantarme y le arranqué a la fuente unas manotadas de aceite trasparente para bebérmelo sobre cualquier piedra, o bajo el sol picante y claro: y mi corazón comenzó a hacer de las suyas. Me sentía más viva cada vez, aquella sierra profusa y romántica me atrajo, el paisaje era una gloria delicada, todo se hizo plata y verde flora. Asomaban las ramas de olivos en las cuestas, echadas a un lado de la colina por el viento, y el eco de los barrancos jugaba a hacer versos sobre aceitunas para quien los quisiera oír y entrar con ellos al paraíso. Me eché al suelo besando la tierra ardiente y solicité al arroyo y a los troncos de olivos entrar en sus charlas y curiosidades como una hormiga atrevida de improviso, tiznada y sin farol”.
La he soltado de corrido ante la sorpresa de mis hermanas, ¡biennn!
–Que tiempos tan buenos, me saqué un nueve. Íbamos a clases de música y recitábamos. Mamá aplaudía como loca los finales de curso, ¿os acordáis?–. Y añado melancólica–: Estos parajes parecen más solos, aunque siempre hay alguien querido en ellos.
–No olvido los puentes con sus remolinos estrepitosos, ni los hornos de ladrillo de la Avenida de Andalucía, ni los olivos del cortijo del abuelo –murmura la pequeña irguiendo la cabeza–. Ni dónde guardo mis redacciones. Ni dónde tengo la mía dedicada al olivo. Voy a buscarla–. Y en un momento su serenidad se trastorna, creando un plácido abandono y enorme sorpresa en el pasillo de entrada y en nosotras.
Qué alborozo pone en su carrera por el empedrado del patio, y con qué esplendor en la cara, hasta que llega a nosotras mordisqueando una cuartilla amarillenta. Sin importarle un bledo si esperábamos o no, deja de andar, abre los ojos, nos coge con fuerza el brazo y lee como si deseara vendérnosla:
“Estaba en el cortijo rodeada de jornaleros y olivos iluminados de cielo, recargados de flores de las lluvias de mayo, unas mariposas que querían volar y de pronto se le doblaban las alas porque el viento las cerraba con coquetería. Se levantó la tarde sobre ellos con paso silencioso y un niño con míseras ropas, todo hueso, nada músculo, amarraba una trompeta gastada en la mano. El oscuro terciopelo de su piel y el azabache rizoso de su pelo asomaban en la blancura de la plena luz, y su vals errante iba del sol a la sombra y de la sombra al sol, levemente movido por sus enormes ojos vacilantes y el ladrido de su perro girando a su alrededor.
–¿Os gusta? Cuando vi el notable no podía ni andar. Me entraron unas ganas de canturrear y no parar–. Lo cuenta con rumor de cascabeles en la voz y acaricia el papel como un juguete.
De pronto, sin saber cómo ni porqué, ha aparecido la alegría entre nosotras. Nos ha contagiado ese recuerdo de tiempos felices. Acabo de replantearme mi vida solitaria. Allá, en el fondo de mí, otra melodía suena sus campanas disimuladamente, dice algo así como: Nuestra tierra está rodeada de oro líquido, nos mira al pasar y le correspondemos con cariño. Esta estampa de vida es nuestra sangre viva y espumante. Metida en la luz del corral, en las camas, en la madrugada, los escalofríos y en todas partes de esta casa.
De tanto dolor por la enfermedad y pérdida de mamá la quería vender y sacar por sus cristales abiertos y puertas de par en par, mi corazón.
En ella se bebe el amor como si fuera agua, y contiene alegres ejemplos, secretos, valores y ritos en la crianza de los hijos y en la relación fraternal con tantos vecinos, parientes y paisanos; incluso con los perros de enfrente.
Hemos regresado a ella como unas golondrinas más, sedientas y anhelantes de viejas estrellas sobre la sombra de plata y cobre del verdín del patio y del crepúsculo gigante de la tarde, del recuerdo durmiendo a la hermanita, y de las protestas adolescentes por querer lograr los propios sueños.
Hijo, cuando nazcas, te traeré aquí. Y rodaremos por la hierba del corral con tus manos en las mías, limpiaremos las jaulas de los pájaros, tomaremos un pedazo de pan con aceite picual y azúcar, y nunca te aburrirás con tus primos.
Me dirán loca, no creo. Voy a proponer a mis hermanas arreglar y cuidar esta casa; espero no utilizar palabras torpes, no puede marchitarse ni venderse.
Hijo, no soy caprichosa, ya me conocerás cuando nazcas, es que este hogar es un hervidero de vida sana.
Estoy pensando en invertir en un proyecto muy curioso y nuevo de Oleoturismo y quedarme definitivamente en mi tierra, con mi hijito, será niño.