La rapa rebelde

[Julia Cortés Palma]

En una ola del mar verde que salpica el cielo bajo el que se extiende el mayor bosque creado por humanos del mundo, en la provincia de Jaén, aquella mañana del mes de febrero el sol parecía anunciar la prometida primavera.

Respiraba nubes, escuchaba al viento que hacía bailar sus hojas, sonreía con ese hálito de tristeza suyo, con ese carácter mediterráneo que oscila entre la fiesta y la tragedia.

Se sentía extraño, los bultitos, que habían comenzado a surgir no hacía mucho por todo su cuerpo, parecían picarle desde dentro amenazando con explotar en cualquier momento. Los más de doscientos años que llevaba pasando por el mismo proceso, no le habían acostumbrado a él y cada año lo sentía como si fuese la primera vez. De hecho, hoy despertó con bastante ansiedad ya que uno de los granitos latía como un pequeño corazón que marcara el tic-tac del tiempo. Se encogió y estiró para desperezarse un poco, y de pronto surgió, como por arte de magia, una explosión de vida, un derroche de energía en un racimo de flores.

–Qué bonitas –dijo con el lenguaje de los árboles.

–Gracias –respondió una de ellas aprovechando el soplo del viento para hacer una graciosa reverencia.

–Además eres una rapa muy simpática –añadió el olivo.

–¿Una ra, qué? –preguntó perpleja la flor

–A mis flores las llaman rapas –respondió el árbol haciéndose el importante.

–Oye, oye, que no estás sola –refunfuño otra rapa recién nacida.

–Haya paz, haya paz, que tenéis que estar juntas durante unos días dentro de la misma panícula –comentó papá olivo.

–Pa, ¿qué? –preguntó una tercera rapa mientras abría sus pétalos.

–Panícula es un racimo ramificado de flores. En pocos días estaré repleto de racimos blancos, y luego, unas semanas después, casi todas caeréis rendidas a mis pies. Ja, ja, ja –rio de buena gana el sabio árbol.

–¿Cómo? Yo no quiero caer rendida a los pies de nadie –protestó la rapa más bonita de todas.

–No podrás evitarlo, como tampoco podrás impedir, si te toca, ser fecundada por el polen de otra flor muy lejana, puede que hasta sea africana –vaticinó el olivo.

–¡Protesto! Yo no quiero caer a ningún sitio y mucho menos dejarme fecundar por un desconocido. Si por lo menos fuera de una flor de aquí –chilló la florecita fiera.

–Tú harás lo que tengamos que hacer todas. Habrase visto mayor insolencia –vociferó una de las rapas más antiguas que la observaba desde la copa.

–Pero, ¿por qué no quieres ser fecundada y transformarte en una linda aceituna? –trató de calmarla papá árbol.

–¿Qué es una aceituna? –preguntó la rebelde un tanto compungida.

–Verás, rapita mía, muchas de vosotras caeréis al suelo antes de ser polinizadas y ahí se acabará vuestra historia. Otras tendrán más suerte y recibirán el beso amoroso del polen de otra flor que viajará desde lejanas tierras. Después, flor y polen se fundirán y la rapa elegida perderá sus pétalos y desde este amor surgirá un fruto, una preciosa y deliciosa aceituna que se servirá en alguna mesa o formará parte de un delicioso aceite de oliva.

–¿Y qué pasa si yo no quiero convertirme en aceituna y mucho menos en aceite? –lloriqueó la flor mojando sus pétalos.

–No hay nada que puedas hacer, es la ley de la naturaleza, la misma que hará que yo siga aquí plantado y quieto cientos de años, puede que hasta más de mil –sentenció el olivo.

–¿Cuánto se supone que viviré yo? –quiso saber la flor.

–Dos semanas más o menos, no creo que llegues a tres –confesó el árbol murmurando entre hojas.

–No es justo –protestó la rapa.

–Nadie ha dicho que tenga que serlo. Es ley y hay que aceptarla, te guste o no –alegó el viejo árbol un poco molesto ya con tanta discusión.

Todos callaron cuando el sonido de un tractor resonó en las inmediaciones.

–¡No, ese olivo no! ¡Ese árbol es mi vida! –gritó un hombre tirándose desesperado del vehículo y abrazando el tronco.

–Necesitamos el dinero, papá. Tu olivo estará muy bien cuidado –contestó el que parecía promotor de la idea.

El rugido del motor de una potente sierra clavándose en el tronco, hizo temblar a Ramón, que cayó inconsciente al suelo.

–¡Abuelo! ¡Paren inmediatamente ese cacharro! –gritó Alma lanzándose desde el tractor como loca para abrazar a su abuelo.

–Venga, vámonos. Hay que llevar a Ramón al médico. Ya volveremos otro día –resolvió el conductor.

Un par de horas después, la niña regresó sola y se acercó al olivo. Localizó el corte en su tronco y lo acarició con las yemas de los dedos de su pequeña mano derecha.

–Pobrecito. ¿Te duele?

–Sí, un poco, aunque lo peor es que estoy muy asustado –respondió entre temblores de ramas.

–¡Hablas! –expresó alborozada Alma.

–Claro, pero muy pocos de vosotros podéis escucharnos. Solo los niños y algunos adultos, que conservan al niño que fueron, entienden lo que los vegetales hablamos. Tu abuelo y yo lo hacemos desde que tenía tu edad, más o menos. Hay muchas cosas que no sabéis de nosotros. Cuando se podan las plantas o el césped, ese olor tan agradable que se percibe, no es otra cosa que una llamada de auxilio. Cuando una planta es herida, libera productos químicos volátiles que hacen que las plantas vecinas intensifiquen sus propias defensas químicas, y también, que intente atraer a los depredadores de quien la ha lastimado –explicó el árbol sabio.

–¿Qué puedo hacer para ayudarte y ayudar a mi abuelo? –consultó la niña.

–A ver, he creído escuchar que es un problema de dinero, ¿no? –dijo el olivo.

–Sí. Algo he oído de crisis, que no hay dinero, que la producción ya no es lo que era –respondió preocupada Alma.

–Creo que tengo una información que podría solucionar el problema –susurró bajito el olivo.

–Cuenta, cuenta. Soy toda oídos –respondió la niña.

–Verás, cuando apenas era un arbolito de unos pocos centímetros, escuché a unos apenados niños decir que los franceses habían matado a sus padres y no tardarían en encontrarlos a ellos, aunque estuviesen muy bien escondidos. Aquí, a mi lado decidieron cavar y esconder una bolsa con monedas de oro para venir a buscarla cuando terminase la guerra, pero hasta ahora no ha venido nadie por lo que estoy seguro de que el tesoro sigue enterrado bajo mis pies.

–¿Quieres decir que entonces si encuentro ese tesoro estarás salvado? –contestó muy alegre la niña.

–Supongo que sí, pero primero tienes que encontrarlo –sentenció el vegetal.

Alma fue corriendo a casa y regresó con pico y pala. Fue una suerte que no hubiese nadie en el cuarto de las herramientas y no tener así que dar explicaciones. Llegó al pie del olivo y comenzó a cavar vigorosamente. El suelo estaba bastante duro porque hacía varias semanas que no llovía y al pico le costaba trabajo ahondar. No sabía cuánto tenía que profundizar, ni en qué punto de la circunferencia, alrededor del árbol, estaría escondida la bolsa. Estaba segura de que debía darse prisa porque en cuanto su abuelo se recuperase –ojalá fuera pronto– volverían a intentar talar su olivo y llevárselo de allí. No lo iba a consentir.

La tarde estaba cayendo demasiado deprisa, pronto sería de noche y debería volver a casa. Tenía que encontrarlo antes de que oscureciese. Empezó a dibujar circunferencias concéntricas para después dar pequeños toques con la madera del pico y, tumbada con la oreja pegada al suelo, escuchar el sonido esperando notar algo que le ayudase a decidirse dónde perforar.

Llevaba más de una hora dando golpecitos sin terminar de decidirse cuando le pareció escuchar un ruido metálico. Dando todo lo que le quedaba de fuerza, hundió una, otra y otra vez el pico hasta que apareció un pedazo de tela, que parecía cuero. Alma tiró con todas sus ganas, pero no salía del suelo, estaba muy agarrada. Volvió a cavar alrededor del trozo de tela. Estaba ya agotada, le dolían mucho las manos, que se habían empezado a llenar de heridas. De pronto, al hundir la herramienta escuchó claramente un eco metálico. Tiró de la tela y ya, con excesiva facilidad, extrajo una bolsa que pesaba considerablemente. Estaba muy bien anudada y por más que intentó deshacer el nudo, no pudo. Con la pala tapó el agujero tratando de alisar el terreno y, con las herramientas y bolsa en ristre, se dispuso a regresar no sin antes despedirse de su amigo.

–Buenas noches, olivo. Espero poder abrir la bolsa en casa y que el tesoro sea suficiente para que no tengan que cortarte –dijo Alma terminando con un suspiro mezcla de esperanza y cansancio.

–Hasta mañana. Descansa –respondió el árbol amigo.

Alma caminó tan rápido como pudo, ardía de ganas por saber qué contenía la bolsa. Cuando llegó, todos parecían muy ocupados y nadie se percató de su llegada ni de que había estado más de dos horas fuera. Colocó el pico y la pala en su sitio y con la bolsa escondida debajo de su abrigo, entró en su habitación y cerró la puerta por dentro. Se tumbó sobre la cama y sacó de su estuche las tijeras. Notaba los latidos de su corazón en la garganta y por un momento pensó en aquellos niños angustiados que lo habían perdido todo y escondieron su tesoro. Cortó las cuerdas que cerraban aquel pequeño, pero pesado saco, y de repente un puñado de monedas, varios lingotes, a primera vista de oro, y algunos cristales se desparramaron por la cama. Después de observar su tesoro un rato, lo guardó en una bolsa de deporte y se dirigió al salón dispuesta a hablar con su familia.

–¡Abuelo!, no sabía que estabas aquí –chilló la muchacha al ver a su abuelo sentado en su sillón de siempre.

–¡Alma, cariño! –respondió el anciano cuando su nieta se le echó encima–. Parece que solo ha sido un susto de mi diabetes. Ya estoy bien.

–Abuelo, tengo algo muy importante que contarte –susurró la chica.

Alma relató a su abuelo todo en un momento.

–Cariño, no puedes ir por ahí diciendo que hablamos con los árboles. A ti no te pasará nada, es normal que los niños tengan imaginación y fantasía, pero a mí seguro que me diagnostican demencia senil o algo peor. Será nuestro secreto, ¿vale? –murmuró Ramón.

–No te preocupes, abuelo. Mantendré la boca cerrada –respondió Alma guiñando el ojo derecho.

El anciano convenció a su familia para que esperaran unos días. Les dijo que iba a buscar una solución económica para no tener que talar el olivo e incluso pretendía conseguir mantener el olivar. Sus hijos estaban extrañados, pero aceptaron, sabían que ese olivar y, concretamente, ese olivo era para él algo más que un bien material.

Ramón logró un buen capital por los lingotes y los cristales, que resultaron ser brillantes, y pudo levantar el embargo y todas las deudas.

–Buenos días, amigo olivo. Todo arreglado –gritó Alma antes de llegar a su lado.

–Me alegra mucho, amiga –contestó el árbol aprovechando el ruido de un trueno.

–¿Te puedo pedir un favor? –quiso saber el vegetal.

–Claro, lo que quieras –respondió la niña.

–Verás, me ha salido una flor un poco rebelde. Bueno, muy rebelde –dijo el árbol en un crujir de ramas.

–¿Rebelde? No te entiendo, ¿cómo puede rebelarse una flor? –quiso saber la curiosa chiquilla.

–Le ha dado por decir que no es justo que su vida dure dos o, como mucho tres semanas, y la mía de cientos de años –dijo el árbol.

–Pero eso es así, es la ley de la naturaleza –argumentó Alma.

–Eso fue precisamente lo que una de sus hermanas le dijo, pero no hay manera. Protesta y protesta y a mí, la verdad, me levanta dolor de copa –comentó resignado el olivo.

–¿Y qué es lo que quiere?, ¿que la diseques? En el colegio, la profesora de naturales nos enseñó flores conservadas con glicerina; parecían vivas, pero claro, estaban muertas –explicó la niña.

–Oye, oye. Que estáis hablando de mí. Podíais preguntarme directamente, ¿no?

–Perdona, no te enfades –respondió Alma tratando de averiguar de dónde venía esa vocecita chillona.

–Estoy aquí, ¿acaso estás ciega? Me tienes delante de tus narices –exclamó la respondona.

–Vale, ya te veo. A ver, explícame qué es lo que quieres e intentaré, si puedo, ayudarte –ofreció amablemente Alma.

–Me he enterado que mi vida es demasiado corta, que mi destino final será ser comida como aceituna o triturada y filtrada para convertirme en aceite y ser digerida igualmente –se lamentó la rapa.

–Tengo otra opción para ti, pero me temo que bastante dolorosa –sugirió la niña

–¿Y esa opción me permitirá vivir más tiempo y lucir hermosa? –quiso saber la presumida flor.

–Sí, claro. Podrás lucir casi eternamente –respondió Alma.

–No me importa si duele. Para presumir hay que sufrir. Haz lo que tengas que hacer, no quiero conocer los detalles –concluyó la rapita presumida.

–Muy bien, prepararé todo lo necesario y vendré a buscarte antes de que caigas al suelo porque terminó tu tiempo. Despreocúpate, olivo. Yo me ocupo del futuro de tu hija –concluyó la niña.

–Gracias, Alma –contestó papá olivo–, me quitas un peso de encima.

–No hay de qué. Tú me ayudas, yo te ayudo. Si todos actuásemos así se acabarían muchos de los problemas del mundo –respondió sabiamente Alma mientras se alejaba del olivar.

–Oye, rapa presumida, ¿a ti se te ha ido la olla? –gritó una de las rapas más antiguas.

–¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? Métete en tus asuntos, vieja cotilla –protestó la revoltosa.

–Pero bueno, ¿no voy a poder tener un rato de tranquilidad? ¿Qué problema hay en que cada uno decida lo que quiera? Tenemos una vida y nos empeñamos en vivir la ajena –sentenció el olivo.

–Pero es que lo que quiere esta tonta es una tontería –vociferó la rapa más antigua.

–Oye, oye, sin faltar; que yo a ti no te he insultado –gimoteó la aludida.

–Se acabó, no tolero una sola réplica más. Ya está todo hablado. Tú caerás al suelo cuando te toque, y ella –señaló a la rapita moviendo una de sus ramas– cuando venga Alma para hacer lo que sea con ella.

Y así ocurrió. Los días iban pasando y las flores empezaron a caer. A los pies del olivo una alfombra floral comenzaba a extenderse.

–Ya estoy aquí –chilló Alma un sábado por la mañana.

La niña sacó unas tijeras muy afiladas y dirigiéndose a la rapa comentó:

–Esto te va a doler. Despídete de la vida terrenal y abrázate a la vida eterna –expresó ceremonialmente la niña.

–Espera un momento, por favor –suplicó la rapita.

–¿Has cambiado de opinión? ¿Quieres que la naturaleza siga su curso? –consultó Alma.

–No, quiero que sigas con el plan previsto. Papá, muchas gracias por respetar mi decisión. Voy a cerrar los ojos, por favor, hazlo rápido –gimoteó la florecita.

La niña cogió la tijera y, de un tajo rápido, seccionó la flor del árbol. Salió corriendo hacia su casa, sabía que cuanto menos tiempo tardase en realizar el proceso, mejor sería el resultado. Machacó el extremo del tallo y enseguida la introdujo en un recipiente con tres cuartas partes de agua caliente al que había añadido tres cuartas partes de una taza de glicerina. La mantuvo dentro del líquido unos días hasta que se empapó bien. Después, con mucho cuidado, la colocó boca abajo en su armario.

–Hola, olivo. Creo que tu rapa se mantendrá intacta muchos años –comentó Alma al llegar junto al árbol.

–Sí, es lo que ella quería y hay que respetarlo, aunque eso conlleve no poder completar ni experimentar el ciclo de la vida, no saber qué se siente al ser fecundada, ni si parte de su esencia quedaría en la aceituna o en el oro verde que se sirve en el plato –argumentó el olivo.

–Eres muy sabio, amigo –manifestó la niña.

–Gracias, Alma. Tú y yo hemos realizado un viaje íntimo a la locura. Yo no quiero ser como aquel cerezo dormido que, en el jardín, parecía muerto. No quiero llegar al otoño sintiéndome apático y que la dejadez se apodere de mi espíritu. No quiero que la vida me vea abúlico ni desastrado, ni que se tome un tiempo para reflexionar sobre nuestra relación, ni se vaya de vacaciones dejándome en un estado de abatimiento que pueda consumirme poco a poco hasta convertirme en un aletargado esqueleto. No quiero que la vida se vaya de mí porque yo soy la vida.

 

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