El viejo olivo

[Estólido Bolonio]

Nos habíamos acostado tarde porque era ya tradición ayudar a la abuela a desmigajar el pan y ponerlo a remojo para el día siguiente, y solíamos hacerlo después de la cena al calor del hogar. Ella contaba historias mientras sus trabajadas y sabias manos daban pellizcos al pan, no lo hacía de forma brusca o con prisas como nosotros, sino despacio y con cuidado, acompasando cada palabra que salía de sus incansables labios y parando en las partes más conmovedoras o emocionantes, entonces te miraba con unos ojos tan profundos y expresivos que podías entrar en ellos e introducirte en sus historias hasta sentir el aliento de sus personajes.

Cuando el gallo empezó a anunciar el día, mi abuela, mis padres y hermanos, junto a varios de mis primos, estábamos terminando con las migas y el chocolate, aún muertos de sueño. El sol despuntaba y los primeros rayos reconfortaban y calentaban la vida en tonos anaranjados, azules y violáceos. Esto al gallo no le importaba, según mi abuela este ya era demasiado viejo para madrugar y solo cantaba para agradecernos que aún lo mantuviésemos con vida, proporcionándole techo, comida y sobre todo gallinas, para las cuales mantenía su lozanía y exhibía sus mejores poses y cantos. “Más trabajar y menos “dinguelar”, Salustiano”, le espetaba mi abuela al escucharlo. Salustiano era el nombre de mi abuelo, cuyo comportamiento había sido muy parecido al del gallo, decía mi abuela.

Tras el desayuno nos dirigimos con mi padre al pequeño cobertizo para sacar las herramientas; sacamos mallas y mantas, capazos, escaleras y las varas, todo guardado y colocado siempre de la misma manera, como si se tratase de alguna especie de ritual al que mi padre se entregase cada año. Había una buena colección de varas de cañas gruesas y secas escogidas de las orillas del Matachel; mi padre sin embargo llevaba una vara de ciruelo que había pertenecido a mi abuelo y la cual estaba tallada con palabras en árabe, algo así como: “La piel de la tierra, el alma del olivo”. La portaba más a modo de estandarte que como útil, pues para varear siempre cogía una caña de naturaleza sentimental reemplazable.

El olivar ocupa la mayor parte de la finca junto con algunas vides y un pequeño huerto que nos brinda frutos durante casi todo el año si se le presta atención y se escuchan sus demandas. También tenemos algunas higueras que ofrecen la dulce sombra de valor incalculable en los extenuantes veranos extremeños y algunos limoneros y naranjos que primero te regalan los dulces aromas del azahar y luego sus generosos frutos, todos ellos bendecidos con el agua que nos proporciona un pozo centenario y fiel. No habrá más de cincuenta o sesenta olivos, pero dan el aceite suficiente para toda la familia durante un año y para cambiar por algún otro producto o servicio con los vecinos del pueblo.

En el centro del olivar descuella por su majestuosidad y su enorme tamaño un olivo de edad inmemorable. Su vetusto y nudoso tronco está encorvado y abierto en dos, como si el paso de los años y los acontecimientos de los que ha sido testigo le supusiesen una carga cada vez más difícil de soportar. Nunca recogemos las aceitunas de sus robustas ramas, pues así ha sido durante generaciones y generaciones, y así habrá de ser hasta que la savia de su tronco se seque para siempre.

Cada vez que llegaba hasta el anciano y sabio olivo me quedaba delante observándolo, ensimismado y conmovido a la vez, y acababa por abrazarlo intentando abarcar lo máximo posible con mis brazos; quería sentir el latido de su corazón y conocer sus secretos. Entonces rememoraba lo que mi abuela nos contó.

Después del decreto de expulsión de los moriscos ordenado por Felipe III, las familias hornachegas, la mayoría moriscas, no solo tuvieron que abandonar la tierra, malvender y finalmente hasta regalar sus posesiones a los cristianos viejos, ladrones y demás oportunistas, sino que además tendrían que dejar aquí a sus hijos menores de cinco años para ser evangelizados por las autoridades cristianas. Mientras las familias eran dirigidas a Sevilla para embarcar, los hornachegos lo hicieron hacia Marruecos, acabando en Salé, sus hijos quedaban entregados a familias que los cuidarían hasta los doce años, después entrarían a servicio de la familia hasta los veinticinco años para pagar su manutención y crianza. Tras cumplir con la deuda quedarían libres de obligaciones.

Mahdi Guzmán, uno de los alfaquí más respetados en la aljama y entre algunos cristianos viejos, se dirigió al Alcaide de la Encomienda de Hornachos y al cura de la villa con la intención de que les dejasen quedarse o llevarse a sus hijos, petición que fue denegada. Sin embargo se hizo una excepción con el alfaquí, que contaba con la gracia del alcaide, Juan Coronado, y con algunos otros cristianos viejos y se le dio la opción de quedarse en la villa, perdiendo todas sus posesiones, las cuales serían repartidas entre la Iglesia y el Comendador. Si bien los moriscos habían perdido poder y propiedades hacía tiempo en el resto del reino, las localidades de la provincia de la Orden de Santiago que fue encomienda hasta la expulsión y, en especial Hornachos, habían mantenido una comunidad morisca próspera, con bastante independencia y donde conservaban muchas de sus tradiciones islámicas y propiedades que se habían mantenido durante generaciones. Con la expulsión de tres cuartos de la población tras el decreto, y con ello la mayor parte de artesanos y trabajadores cualificados, se le encargó a Mahid Guzmán que siguiese explotando los olivares y viñedos junto a la almazara que antes le habían pertenecido, bajo las órdenes del maestro molinero Martín Trejo, enviado por la Orden de Santiago debido a su conocimiento en el arte del vino y el aceite y su devoción a la orden. Así se instaló la familia del molinero en una casa principal, amplia y cómoda y se trasladó a la familia Guzmán a una pequeña vivienda al lado de la almazara y el establo.

Mahdi y su familia repartían su trabajo alternando entre vides y olivos, entre elaboración de vinos y aceites y el cuidando de las acémilas que se encargaban del tiro de los carros y del molino de aceite. No habían terminado la elaboración del vino cuando empezaban con la recolecta de la aceituna y la fabricación de aceite. Esto no lo desanimaba, pues era la labor que llevaba haciendo desde siempre y para la que había recibido conocimientos que se transmitían de generación en generación, siendo sus aceites y vinos de los mejores y más reconocidos por toda la región, aunque le pesaba ver a sus hijos y mujer trabajar tan duro de sol a sol para beneficio de otras personas. Tenía tres hijos a los que enseñaba a leer y escribir y los educaba en la Palabra de Dios, siempre de manera prudente y al anochecer, por otra parte, el único momento que tenía.

Farid era el más pequeño de los tres hermanos y, al igual que los otros dos, tenía prohibido acercarse a la hija del maestro molinero, tanto por prohibición de este último como de su propio padre, pues veía el posible peligro al que se podría enfrentar debido a su devoción a la Orden y su animadversión hacia cualquier vestigio islámico. Pero el destino no entiende de prohibiciones y la inocencia y curiosidad de los niños pueden forjar los caminos más insospechados.

Mientras Farid alimentaba la padilla que calentaba el agua de la caldera con cáscaras de almendra y orujo de las últimas aceitunas prensadas, escuchó una suave voz de niña en la sala donde la mula movía la piedra corredora sobre el alfarje. Asomó su cabeza por la puerta con cuidado de que no le viesen y pudo ver a la hija del maestro molinero con la mano sobre el cuello del animal, acompañándole en sus recorridos circulares infinitos y susurrándole al oído; “pagaría por saber qué le estaba diciendo”. En la sala se encontraba uno de sus hermanos mayores alimentando con espuertas de duro esparto llenas de aceitunas el insaciable alfarje, mientras, su padre iba rellenando los capazos con la pasta que salía de la moledura; colores rosados, verdes, negros se mezclaban formando un color indefinido que acabaría tornándose en el dorado más increíble que nadie hubiese visto. Deslumbrado por el reflejo del sol sobre las piedras impregnadas de aceite no vio llegar a la hija del molinero hasta que esta se le puso delante y le tapó el brillo cegador, abriendo los ojos al sentir un alivio repentino en ellos. Su sobresalto hizo que la niña también se sobresaltase, dando un gritito que acabó en una carcajada ante la que Farid no supo reaccionar, lo que le puso en una situación incómoda y desconocida. Ella se presentó enseguida como Catalina, la hija del molinero, lo que le hizo dudar y sentirse aún más inseguro a la hora de dirigirse a ella, y mucho más al verse reflejado en sus inmensos ojos. Catalina se percató rápidamente de lo que pasaba y lo tranquilizó diciendo que su padre se encontraba fuera con el acarreador, tomando medidas a las aceitunas que traía. “¿Qué le decías a la mula?”, logró preguntar con apenas un susurro. “Le pedía perdón por hacerla trabajar tanto”, y corrió fuera tras la llamada de su padre.

Sucedieron varios encuentros más cuando Catalina le contó que antes no salía mucho de casa porque su padre pensaba que no era sitio seguro ni adecuado para una niña, y que tenía pensado llevarla a un convento para que recibiese una educación cristiana y convertirse en novicia, pero cayó enferma y el médico le dijo que necesitaba tomar aire fresco y sol para sobreponerse y coger fuerzas. Cuando su padre se encontraba distraído, revisando las cargas o discutiendo con Mahdi sobre celemines y fanegas, o sobre cómo repartir el alpechín y el aceite de orujo, Farid y Catalina corrían hacía el olivar y se encontraban justo en el centro, donde un olivo destacaba sobre los demás por su gran tronco ceniza con profusión de nudos y protuberancias, formando un cuerpo de pies y cara deformes y tocado por un gran sombrero verde que le daba un toque cómico. Allí arriba podían subir y esconderse sin que nadie los viese, e intercambiaban secretos y sueños; y ponían nombres a los olivos según su forma; y otras veces contaban las aceitunas de sus ramas y se preguntaban si habría más estrellas que aceitunas. Farid le había explicado cómo el olivo era un árbol sagrado para ellos y cómo el aceite simbolizaba la luz, y ella le contó cómo una paloma avisó del fin del diluvio con una ramita de olivo en su pico. El anciano olivo había tejido puntos comunes entre dos mundos diferentes y había creado un universo en el cual podrían ser niños sin tener que rendir cuenta a ningún adulto ni sus incomprensibles normas y restricciones.

Celoso el molinero tras el aviso de algún recolector sobre las idas y venidas de su hija al olivar y la desaparición constante del pequeño de los Guzmán cuando él aparecía, el molinero empezó otra vez a dejar salir cada vez menos a su hija. Farid la echaba de menos y se preocupó al pensar que estaría otra vez enferma. Así, una noche que su padre y hermanos estaban en el turno nocturno en la almazara, y su madre se encontraba dormida, salió de su casa con un pequeño candil de aceite y varios ungüentos y bálsamos que preparaba su madre con aceite de oliva y romero, albahaca y flores de azahar. Al acercarse a la casa del molinero apagó el candil y se dirigió a la pequeña ventana que daba a la habitación de la niña, dio pequeños golpecitos hasta que escuchó unos pasos y la ventana se abrió muy despacio. La sorpresa de Catalina pronto se tornó en una sonrisa de alegría y agradecimiento y le contó cómo su padre no quería dejarla salir porque sabía que veía al “pequeño Guzmán”. Farid le habló sobre cómo se preocupó al no saber de ella y de cómo su padre le había amenazado con meterlo en una de las tinajas que los carros llevaban a Sevilla, rumbo al Nuevo Mundo. Decidieron entonces ir al viejo olivo para ver las estrellas juntos y buscar los personajes de las historias de la creación del universo, del zodiaco y sus animales. Las estrellas que solo aparecían en el firmamento una o dos veces al año y habían valido para saber cuándo empezaban las épocas de siembra de la vid, o cómo la presencia de las Pléyades indicaba el comienzo del verano y el invierno y la llegada de la labranza.

El molinero, que tenía más bien el sueño ligero, se asomó a la habitación de su hija y con asombro y preocupación vio que no estaba y que en el alféizar de la ventana abierta había unos botes con ungüentos y bálsamos olorosos. Se vistió y tomó un candil y la vara de acebuche que le había acompañado durante mucho tiempo, dura y flexible, fiel a sus manos y temerosa de los que la habían conocido. Fue directo a la almazara donde el padre y los dos hijos mayores de los Guzmán giraban el husillo de la prensa para subir la cola de la viga y proceder al descapachado. “¿Dónde está mi hija?”. Los Guzmán se miraban sin comprender qué pasaba. Después de contarles sobre la desaparición de su hija y de los ungüentos que había encontrado se encaminaron a casa de Mahdi, donde pudieron confirmar las sospechas que todos tenían. Mahdi le habló del viejo olivo al que Farid tenía especial cariño y al cual solía ir a menudo y pasar horas y horas sobre sus incansables hombros. Se dio cuenta de su error cuando Martín Trejo salió corriendo maldiciendo y clamando al cielo mientras agitaba frenéticamente su vara de acebuche en todas direcciones, cortando el aire, que se quejaba con lastimeros y apagados silbidos. Llegó el molinero jadeando hasta los pies del viejo olivo y empezó a llamar a su hija, teniendo que parar a tomar aire de tanto en tanto debido a la fuerza y desesperación de sus gritos. Farid y Catalina se encontraban ocultos tras las ramas, asustados como nunca lo habían estado y sin saber qué hacer ante semejante furia. Finalmente Farid le dijo a la niña que bajase con su padre y que él se quedaría allí hasta que se hubiesen marchado. Cuando Catalina bajó del viejo olivo no consiguió calmar a su padre que empezó a dirigirle duras y salvajes palabras al pequeño Farid; le pedía que bajase, que iba a recibir una lección de su vara de acebuche. Ante la desobediencia del niño el molinero comenzó a subir al olivo, gritando y blasfemando hacia el lugar donde se encontraba. Instintivamente Farid comenzó a subir más y más hasta las últimas ramas del olivo, las cuales eran de un grosor menor y no podrían soportar su peso. En el mismo instante en que aparecieron los hermanos y el padre del pequeño Farid, las ramas del olivo se quebraron y Farid cayó, una sombra que hizo un ruido sordo al chocar contra el suelo. Catalina soltó un grito entrecortado mientras el molinero miraba sin saber qué hacer o decir, tan sorprendido como los demás. Mahdi y sus dos hijos corrieron hacía el cuerpo de Farid que permanecía inmóvil y con una respiración débil que se entrecortaba provocando silencios interminables.

Al día siguiente alguien llamó a la puerta del maestro molinero; Mahdi le pedía permiso al molinero para poder enterrar a su hijo Farid bajo el viejo olivo y según su Fe y tradiciones; el molinero asintió sin decir palabra.

Después del entierro de Farid la familia Guzmán recogió sus pocas pertenencias y se dirigieron hacia Sevilla para partir a Salé, donde los hornachegos, junto a otro numeroso grupo de moriscos andaluces, habían reconstruido el alcazaba y proclamado la República de Salé. El propio sultán marroquí Muley Zidan, tras la pérdida de territorios a manos españolas, incitó a los moriscos, aprovechando su resentimiento contra esta, a ejercer la patente de corso. Los de Hornachos, a pesar de su origen de tierra adentro, fueron los más entusiastas de la idea y los primeros en embarcarse, sirviéndose de marineros renegados europeos y marroquíes. Los dos hijos de Mahdi se embarcaron y atemorizaron y asaltaron los barcos españoles y portugueses junto a los demás piratas, siendo una flota temida y fuerte, llegando a firmar tratados de paz con países tan poderosos como Francia e Inglaterra. Aun así, los hornachegos intentaron negociar la vuelta a su tierra de origen, Hornachos, siendo respondidos con evasivas y acabando al final como súbditos del Rey de Marruecos, pero continuando con la patente de corso. La familia Guzmán siguió creciendo durante generaciones y generaciones, siempre sintiendo en su corazón cuáles eran sus orígenes y su tierra.

 

Catalina visitaba todos los días el viejo olivo, se subía a sus hombros y le contaba todo lo que había hecho el día anterior; cómo consiguió que su padre le regalase la mula a la que susurraba al oído cuando Farid la vio por primera vez, los paseos que se daba en ella, cómo había tallado los nombres de cada olivo en su tronco, cómo había tallado el nombre de los dos en el viejo olivo; Farid y Catalina… Se unió no muchos años después a Farid debido a la enfermedad que padecía y el molinero abandonó la villa para siempre.

 

No sé si la historia será verdadera o solo son invenciones de mi abuela, pero nunca recogemos las aceitunas del viejo olivo, dejamos que llore para que alivie su tristeza. Mi abuela dice que si pruebas una de sus aceitunas notarás el sabor salado de las lágrimas.

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