Viajero del tiempo

[Inés Cao Arcos]

Lorenzo cayó exhausto al suelo.

Respiraba fatigado, aunque era evidente, viendo la gran sonrisa que su boca dibujaba, que no se sentía mal a pesar de llevar varios días con la misma ropa y aunque la barba tapaba ya casi por completo su cuello.

Había pasado noches y días despierto, completamente volcado en aquel trabajo.

Su obsesión se alimentada de cada avance que iba consiguiendo, y de cada pieza que encajaba en el lugar correcto.

Nadie creía que pudiera conseguirlo… ni él mismo hubiera apostado a que así sería pero, ante su obra ya finalizada, se dio permiso para recrearse en lo hecho y en lo que eso significaba.

En su cabeza explotaban recuerdos de las horas pasadas en aquel cobertizo y pronto se dio cuenta de que no recordaba los pasos exactos que había dado para llegar a conseguirlo. Parecía que hubiera sido guiado por ideas que brotaban sin más en su cerebro, igual que si un amigo imaginario le estuviera chivando al oído las respuestas correctas, obligándolo a ver los fallos que cometía y dirigiendo sus pasos hacia el camino correcto.

Miró las anotaciones de su libreta, y vio que lo último que había escrito era de una semana atrás, cuando solo estaba describiendo los materiales y piezas que necesitaría para llevar a cabo su tarea.

Había sido duro… y estaba cansado en extremo, pero debía comprobar si la máquina funcionaba. Era un paso esencial e inevitable.

Se sentó al volante y miró hacia la ventana del cobertizo una última vez. Podría ser que su viaje no tuviera retorno y estuviera ante la última ocasión de ver los paisajes de Jaén.

Y sus ojos enrojecen ante la imagen del campo, el sol, los olivos y… Desvía su mirada hacia los mandos de la máquina y acciona el botón de arranque.

Demorar su viaje no era opción ya.

El aparato empieza a ronronear, al principio lo hace muy suave, y luego el ruido consigue que se tape los oídos con las manos, y que los malos presagios colapsen sus pensamientos.

Se siente a punto de enloquecer, pero de pronto el ruido se convierte en un pitido agudo, aunque ligero y, muy tarde se da cuenta de que no ha puesto una fecha ni destino para su viaje.

Mira el contador y cree delirar cuando ve que los números bailan sin control. Reflejan una fecha imposible, y su asombro ante tal hecho, retrasa la necesaria acción de oprimir el botón para que el cacharro se detenga.

No sabe dónde está, ni la fecha a la que ha ido a parar. No había puesto suficientes casillas al contador.

Al detenerse la máquina puede ver que está dentro de una cueva, y también puede ver un rayito de luz que se cuela por entre unas rocas.

Va hacia ellas y empieza a apartarlas con cuidado, y se detiene al ver a una mujer que está frente a él, de espaldas.

Solo ve su esbelto cuerpo envuelto en una túnica blanca y su pelo rubio, suelto, moviéndose al compás del fuerte aire. Llevaba una lanza en su mano derecha que elevó hacia el cielo para acto seguido estrellarla con violencia en el suelo, y allí mismo, ante los ojos de Lorenzo, empezó a brotar un olivo.

Rápidamente el cielo se cubrió de nubes grises, y entre rayos y truenos apareció un hombre alto, de negra barba, que parecía enfurecido y que se dirigía hacia la mujer.

Llegaba gritando que se fuera de allí, porque antes que ella, él ya había reclamado ese lugar para convertirlo en su reino terrenal, y que la prueba de que eso era cierto la tenía ante sus ojos.

Y el hombre señaló un pozo de agua salada que había entregado a ese pueblo como ofrenda.

Ella ve lo que el hombre le señala, pero le dice a gritos que también reclama Ática como su reino terrenal.

Él se niega a aceptar tal cosa, y antes de que pueda llegar al olivo, una luz se abre paso entre las nubes cortando su avance, y entonces se oye una voz que hace temblar las rocas que rodean a Lorenzo.

Y el hombre que se dirigía enfurecido hacia la mujer, ante esa voz, se detiene, baja la cabeza y escucha.

La voz le llama por su nombre, Poseidón, y le dice que ha decidido que el reino sea para aquella mujer llamada Atenea, hija de Zeus, por considerar al olivo el mejor regalo que podía hacerle a Ática.

Y entonces Lorenzo mira hacia atrás porque su máquina empieza a hacer ruidos que parecen presagiar la inminente parada del motor.

La hermosa mujer y aquel hombre de mirada feroz, al unísono, también giran sus cabezas hacia las rocas tras las que Lorenzo se esconde. Y él puede ver que, sintiéndose intrigados, ambos empiezan a caminar lentamente hacia su escondite.

Lorenzo sabe que ni en un millón de años les podría explicar qué estaba haciendo él en aquel lugar, y rápidamente se sienta al volante de su máquina, justo en el mismo momento en el que la lanza de aquella bonita mujer atraviesa las rocas dejándolo al descubierto.

Él los ve agachándose para contemplar lo que allí se esconde, y entonces el hombre, al que no se veía un ser dialogante, empieza a correr hacia él y Lorenzo cierra los ojos ante su inminente ataque, y justo en ese instante comienza el silbido de la máquina, y se da cuenta de que nuevamente se encuentra navegando en el tiempo.

Mira el contador y decide detenerse porque no sabe si se dirige al futuro o al pasado.

El ruido de la máquina se para, ya no avanza, por eso a Lorenzo le cuesta entender por qué está balanceándose.

Ve que todo es mar a su alrededor.

Solo un gigantesco barco de madera aparece a la vista.

Mira a sus pies intentando encontrar una respuesta al por qué el suelo se mueve.

Ve que es gris oscuro y, de pronto, ante él, agua y vapor salen a chorro de un orificio, elevándose varios metros, y entonces se da cuenta de que está sobre una enorme ballena.

Mira hacia el barco nuevamente y se maravilla al ver que allí dentro hay animales de todas las especies, y un hombre de larga barba blanca está en la proa del barco, oteando el horizonte.

La ballena empieza a sumergirse, y Lorenzo activa la máquina para salir de esa situación que tan mal parece que va a acabar, y la última imagen que Lorenzo ve antes de escuchar el pitido de la máquina indicándole que de nuevo está viajando, es a una paloma blanca que pasa sobre su cabeza con una ramita de olivo en el pico, y que se dirige hacia el barco.

Una ramita de olivo que indicaba que la tierra estaba cerca.

Una ramita de olivo que iba a poner punto final a una larga travesía por el mar y en la que, por mucho tiempo, para ellos solo hubo eso, mar.

 

 

Lorenzo vuelve a accionar el botón para detener el viaje, pues no paraban de suceder cosas que le privaban de poder escoger un destino.

Y el aparato por fin se para.

El lugar en el que se encuentra está oscuro, pero por lo menos el suelo no se mueve ni se oyen voces que le obliguen a esconderse.

Por fin un poco de paz para poder calibrar la máquina y viajar de vuelta a su casa.

Había comprobado que funcionaba, y ahora la urgencia era saber si podía llevarle de regreso a su hogar para contar lo que su invento era capaz de hacer.

Enciende una cerilla que guardaba dentro de una cajita, en el bolsillo de su pantalón, y puede ver que cerca de él hay un cacharro que nunca había visto, pero que sabe reconocer, era una lámpara de aceite.

Y acerca allí su cerilla antes de que la llama se apague.

La luz que desprende la lámpara ilumina el techo y puede ver que está hecho de piedras muy grandes y cuadradas y que las paredes están repletas de bonitos dibujos.

Lorenzo se baja de la máquina llevándose la lámpara con él, e intrigado, acerca su luz a aquellas pinturas que recuerda haber visto muchas veces… en libros… y entonces una especie de maullido que escucha lo obliga a girar la cabeza hacia la derecha.

De allí parecía llegar ese sonido, y despacio se dirigió hacia la puerta.

Se asomó, y ante él solo había un laberinto de pasillos desiertos.

Y el maullido volvió a escucharse.

Parecía que ahora un poco más cerca.

Lorenzo con prudencia da un paso fuera y luego se detiene.

Nada se escucha.

Da otro paso… y otro más… y llega a lo que parece ser una sala.

Lorenzo ilumina las paredes, y vuelve a ver que están decoradas con esas pinturas, pero le parecen más bonitas, claras y elocuentes que las que había visto antes, tanto, que parece que su función allí no era solo decorar, si no contar historias.

Y lo mismo sucede en todas las paredes de esa sala.

Está impresionado con lo que allí ve, pero la luz de su lámpara de aceite no llega a todos los rincones y, envalentonado, decide adentrarse un poco más.

Y entonces los pelillos de la nuca se le erizan al ver un sarcófago en medio de esa sala.

Frutos del olivo y sus ramas lo rodean, y en un rincón, ve un montón de comida y vasijas llenas de aceite de oliva.

Lorenzo entiende que debe ser esa la tumba de algún faraón y receloso empieza a caminar hacia atrás. Los primeros pasos los da despacio, pero al tercer paso vuelve a escuchar ese sonido que antes le había parecido un maullido, y eso consigue que comience una explosiva carrera hacia su máquina.

Al llegar la acciona nervioso, con el temor de ver en movimiento a una de esas famosas momias que tanto susto le daban de pequeño, y justo antes de oír el silbido que le indicaba que volvía a viajar en el tiempo, un gato salta dentro de la máquina.

Lorenzo pega un grito y entonces el gato le lame la cara.

Lorenzo percibe lo delgado que está y que solo intenta sobrevivir a la suerte a la que le habían empujado.

Lorenzo lo agarra con una mano y el gato se acurruca en su regazo.

Y de nuevo cae en la cuenta de que debe detener la máquina para poder calibrarla y volver a casa, y apresurado pulsa el botón.

Esta vez se encuentra en un lugar que le recuerda a su Jaén.

Está rodeado de olivos por todas partes, pero no es su hogar, ni su época, lo sabe porque se fija en un hombre que ve de lejos, tiene barba y está vestido con una túnica blanca. Se encuentra de rodillas, y aunque su cara está dirigida hacia el cielo, el hombre mantiene los ojos cerrados.

Lorenzo puede ver que en aquel monte hay suficientes olivos entre los dos para no ser visto por él y, además, el hombre parece inmerso en una oración desentendiéndose de lo que sucede a su alrededor.

Así que Lorenzo decide creer que tiene tiempo suficiente para calibrar su máquina y, sin perder de vista a aquel hombre, por fin pone todo en orden. Año 2018. Destino: Jaén.

Y acciona el aparato.

El gato se acurruca de nuevo en su regazo y, antes de que el silbido se escuche, Lorenzo puede ver que unos guardias se acercan al hombre que allí rezaba y, gritando su nombre, Jesús, lo obligaron a levantarse del suelo.

Parecía que lo llevaran preso, pero de eso Lorenzo no está seguro porque el silbido volvió a escucharse y la máquina a navegar.

De pronto, un movimiento del gato hizo que Lorenzo moviera su brazo y que sin pretenderlo tocara la rueda que controlaba los años. Al darse cuenta, y en cuanto le fue posible reaccionar, volvió a detener la máquina.

En aquel lugar al que había ido a parar, el calor era insoportable.

Ante él se mostraba un paisaje desolador e infernal y a duras penas podía mantener los ojos abiertos, ya que la luz del astro rey lo cegaba, porque ahora lucía de un brillante color rojo y su tamaño era gigantesco, tanto, que ocupaba gran parte del cielo.

Parecía encontrarse ante el fin del planeta.

Todo a su alrededor estaba quemado, arrasado, muerto, y Lorenzo, ante la falta de oxígeno, accionó la máquina nuevamente ante la urgencia de la asfixia que le amenazaba.

Y miró por última vez a ese sol endemoniado que estaba aniquilando la tierra, y a contra luz, quedó retratada en su retina la imagen de un olivo como único testigo del fin. Había acompañado al planeta desde el comienzo de sus días y ahora, aguantando estoicamente, era él el que despediría la vida en el planeta.

 

 

—¡Funciona! Mira Lorenzo, mira. Has hecho un trabajo magnífico. Eres el mejor reparando tractores, hijo. Este trasto estaba para tirarlo a la chatarra. ¡Eres un genio! No tienes ni idea del dineral que nos has ahorrado.

Lorenzo, perezosamente, despertó de su sueño. Por un momento le costó situarse en el lugar que estaba y en la fecha de ese día.

Se había quedado dormido en el suelo del cobertizo después de trabajar como un loco en el tractor.

Tenía ganas de ducharse, y de afeitarse, pero sonrió a su padre que estaba encima del tractor, impresionado con el ruido de un motor restaurado, sano, resucitado.

Y se sintió bien al verlo entusiasmado y al escucharle decir que aquel trabajo era impresionante e impagable.

Se levantó del suelo y, con una sonrisa, le dijo a su padre que iba a asearse.

Entró en la casa. Su madre había tenido el grato “descuido” de dejar encima de la mesa (temerariamente a su alcance) unas rebanadas de pan junto a una botellita de aceite.

Él no perdonó tal tentación y, zampando ese manjar, se fue directo al baño.

Al cerrar la puerta recordó su sueño, y respiró con cierta melancolía, pues le había gustado la intensidad que había sentido al vivirlo o, mejor dicho, al soñarlo.

Empezó a desnudarse, y tras unos instantes, algo que escuchó hizo que sus ojos se abrieran desproporcionadamente. Y por un momento quedó paralizado en una postura ciertamente comprometida, porque estaba a medio camino de quitarse el pantalón y con la boca todavía repleta de pan mojado en aceite… Pero es que al otro lado de la puerta, en el pasillo de su casa, escuchó la voz de su hermana pequeña diciendo muy tiernamente: “Ven gatito, ven. ¿Qué haces aquí? ¿De dónde has salido? Estás esperando a Lorenzo, ¿a que sí? Eres muy bonito ¿lo sabes? Pero estás muy flacucho. ¿Tienes hambre?”.

 

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