Las tres hermanas olivareras
[Nuria Mancilla Cantos]
El olivar despierta mullido de frutos. El viento de Jaén, cálido y febril, airea el olor de las olivas por las campesinas tierras mientras los alcaravanes revolotean los áridos campos escudriñando entre olivo y olivo. Se respira longevidad y las ramas, altivas y rugosas, ondean suavemente por su figura lanceolada. El mar de olivos emerge ante la mirada de la sierra rebruñida por las claras amanecidas jienenses. Cada día emerge diferente, cada aceituna despierta vigorosa, cada mano jornalera cuida cada resquicio, cada árbol, cada zarandeo que siente rugir lánguidamente como temblorosas gotas de rocío contrastadas con el añil de los cielos andaluces y el verde de los ojos de Elisa. No había tiempo para contemplar la belleza paisajística de aquellas tierras pero sí para sueños entre olivares, para cantos esbozados en el aire y para recitales gongorinos entre olivos y cultivos. No había lugar para despertares canónicos, pero la aceituna, fiel consejera de Luisa, la había moldeado a sortear las adversidades de una vida entre el aceite de oliva.
Elisa llevaba recogiendo aceitunas toda una vida. Sentía en ella la responsabilidad de la recolecta y su carácter era vecero y lleno de protuberancias como el olivo, pero poseía una esencia abominable que retumbaba como la aceituna molturada.
Elena, su hermana pequeña, poseía una gran cualidad para las ventas, el oro líquido brillaba por todo el mundo como el sol que resplandecía aquellas tierras y ella se había encargado que el astro del aceite de Jaén también le diera la vuelta al mundo.
Eran tres hermanas, pero Emma, la hermana mayor, se había desvinculado totalmente del olivar. Era actriz, no tenía lugar fijo de residencia y los años habían pasado en el olivar sin ella. Una tarde lánguida y calurosa, apareció en la casa familiar con ojos tristes, rostro pálido y huyendo de las hostilidades de un mundo de sueños incumplidos, de una vida entre escenarios que rechinaban soledad. Emma estaba distinta, volvió a casa esa tarde como las ramas vuelven a su lugar después del soplido del viento. Se le había roto la vida lejos de su hogar, aquel esfuerzo por ser actriz se había llevado su vida familiar pero en la lejanía siempre la había tenido presente en el aceite de oliva que recorría los lugares de un mundo con un paladar cada vez más exigente.
Volvieron a verse las tres hermanas en el portón de la casa familiar. Aquellas mujeres no solo estaban unidas por sangre sino también por una tierra de olivos. ¿Sería que el aceite de oliva y Emma estaban hechos para recorrer el mundo?, ¿sería que Elisa, agarrada fuerte como un olivo, vivía para aferrarse a su tierra como las raíces de los árboles que había cuidado desde niña?, ¿o acaso Elena había crecido para tener la perspicacia de lanzar al vuelo la cosecha con tanto ahínco trabajada? Ninguna podía cerciorar el poder que mueve el mundo pero de lo que sí estaban seguras es que las tres estaban hechas de pura sangre, de puro aceite, de tierra.
Elisa, con ojos morigerados, inició aquella conversación que se había soterrado hacía años. Las tres hermanas hablaban en voz baja como si no quisieran despertar a sus padres ya fallecidos. Las tres sabían que llegaría este momento. El regreso inesperado de Emma no fue tan sorpresivo, pues todas sabían que estaban hechas para aquel olivar. Y permanecieron hablando hasta la amanecida, hasta que vieron entrar a los jornaleros que trabajaban en el campo. Disfrutaron aquellos primeros rayos del sol venerando cada claro del día. Había mucho que hablar, pero sobre todo, había mucho que trabajar y Emma había regresado para ello. Atrás había dejado los escenarios que colmaron sus días llenos de aplausos. Lejos habían quedado los vaivenes y los trasiegos entre bambalinas, entre teatros, entre betunes de ciudades repletas de idas y venidas. Se preparaba para una vida nueva, aquella que hace años dejó atrás en busca de fantasías de muchacha alborotadora. Era, sin duda, la más inestable de la tres pero también la más sensible.
Aquella mañana Elena se dispuso a continuar con los pedidos y con la captación de nuevos clientes. El aceite estaba recorriendo el mundo como óleo imparable. Los paladares eran cada vez más minuciosos pero las tres hermanas poseían la cualidad intangible de la perfección y hasta el más saborizante de los alimentos no podía exceder la exquisitez de aquel aceite de oliva de Jaén.
Para Elisa, el olivar era su pasión y su prisión. Cabizbaja, no alzaba la mirada más allá de la altura de los árboles. A veces, miraba de soslayo al cielo para cerciorarse del tiempo o para prever infortunadas lluvias de cielos tormentosos. Estaba sesgada por la dimensión escapatoria de la ciudad y cegada por la vida en el campo del amparo de su exigencia. Aquel oro líquido la mantenía sumergida en un cuidadoso y exhaustivo trabajo de la elaboración de la oliva. Todo estaba perfectamente estudiado, meticulosamente trabajado, cada recóndito mimo emergía al aceite en gloria. Había heredado el color de la oliva en sus ojos y la fortaleza de las raíces del olivo para agarrarse a su tierra.
Elena, por el contrario, era sumamente metropolitana, le gustaba la negociación y el trato con el público. Su astucia y perseverancia la habían convertido en una de las mejores representantes del aceite de Jaén. Tenía los pies en la tierra como los árboles pero la mente en el aire como el aroma. Era la más audaz de las tres y su esencia era como el tronco de aquellos olivares, protuberante y rígida.
Emma, por su lado, transmitía la sensibilidad del viento que germina las semillas. Ella era como el génesis que renace cada día, como melodía de las ramas que armónicamente silban una canción. Era como una paleta de colores entre olivares, como un boceto esbozado suavemente y con delicadeza; como un desnudo sumergido entre la imaginación de ocultas sonrisas y tinieblas.
Las tres hermanas se unieron para continuar con el trabajo. Cada una poseía una cualidad que renacía hasta el más acibarado sabor. Eran tremendamente constantes y sabían a intensidad.
Antes de que la tarde agostase los últimos minutos de sol, las tres hermanas subieron al Monte del Olivo. Allí las tres permanecieron exhaustas como si el tiempo hubiera dejado de existir. Se abrió el cielo anaranjado de par en par como un balcón abierto dejando una anochecida bajo las tres hermanas. Era la primera vez que divisaban aquellas tierras las tres juntas. El exceso de trabajo y la marcha de Emma no habían dejado lugar para atardeceres poéticos entre olivares. El cielo parecía más grande y los olivos, perfectamente alineados, parecían sacados de la imaginación naturista de un escritor de relatos. No podían creer que hubieran pasado tanto tiempo sin ver tan inigualable belleza paisajística.
Las tres hermanas permanecieron embelesadas mientras sentadas sobre el Monte del Olivo veían pasar el tiempo, cómplices de aquellos olivos longevos que permanecían quietos y aferrados. Aquellos árboles se lanzaban al mundo entero por medio del aceite y que viajaban conociendo otros países, otras culturas, otros paladares.
Y como triunfante navegante que conquista otros mundos, el olivo se sentía viajero en su apresada tierra. Y fue en ese momento en el que las tres hermanas comprendieron la controversia de lo que poseían, el esfuerzo ante sus ojos, el mundo del sabor intenso y con carácter.
Desde lo alto de aquel monte y desde la humildad de la grandeza olivera las tres hermanas volvieron a casa. Echaron la vista atrás y vieron la llegada de la noche profunda y los olivares quedaron escondidos en la penumbra mientras pensaban: “Las cosas más hermosas de la vida, a veces, permanecen ocultas”.