La madre de los olivos

[Laura Mayo]

Luisa alzó la vista y miró hacia el horizonte.

La noche avanzaba arrastrando la sombra del monte, oscurecía los verdes y rojos de las tierras bajas, hundiéndolas en la bruma.

Allí, en la terraza más alta que encerraba los últimos caballones, los rayos de un sol cansado todavía acariciaban las olivas.

Las mujeres que trabajaban la cosecha se retiraban lentamente, recogiendo los enseres y acarreando hacia los carros los cestos repletos de aceitunas. Aún podían verse sus pañuelos coloridos y se escuchaban sus voces, arreando las mulas.

Con los hombres lejos, peleando una guerra demasiado larga, las mujeres tenían el cuidado de las crías y la cosecha sobre sus espaldas.

Esa tierra dura y seca, que tantas veces había trabajado a golpes de azada para que anidaran los cepellones, ahora daba frutos. Como su vientre abultado, donde el hijo ya estaba inquieto. El descenso por entre las escaleras hechas con tablones calzados con piedras era cada vez más difícil con tanto peso.

Pero no podía permitirse flaquear ahora. El huerto de los olivos la necesitaba.

Recogió su pollera y su delantal, tomó su cesta y apoyándose en una vara, enfrentó el declive con las pocas fuerzas que le quedaban.

Desde el fondo del valle subía por las terrazas, ya casi desiertas, la dulce canción que acompañaba las últimas labores de la cosecha, una canción de esperanza.

Pensó que, con los primeros rayos del alba de ese mismo sol, tendría que bombear el agua que derramaría por las acequias, rumoreando entre las piedras y las matas de afrecho de cebada. Pero eso sería mañana.

Ahora necesitaba descansar. Bajo sus pies, las maderas crujían.

–No se quejen, que yo misma las he calzado allí para que me lleven y traigan. Lamento que ahora ya sea mucho el peso, pero les ruego que no se quiebren… –Y sonrió.

La sonrisa de Luisa no era un gesto permanente, al menos en los últimos tiempos.

Antes de la guerra, cuando el horror y la muerte no estaban tan cerca, Luisa había sido una jovencita alegre de piel cetrina, con ojos oscuros y brillantes, como el fondo de un pozo iluminado por la luna.

Solía lucirse en el baile del final de la cosecha y tenía muchos pretendientes, muchachos jóvenes y de brazos fuertes, que la impulsaban por el revuelo de polleras y polvo como si fuera una rama de olivo en el viento, al ritmo agitado de la música.

El recuerdo le arrancó otra sonrisa. Los tiempos viejos regresaban mientras ella caminaba. Recordaba que esos eran los mismos hombres que habían tallado los canales sobre la montaña, calzado las piedras para formar las terrazas, preparando la tierra y marcando los lotes donde en otoño se plantaron los pequeños bodoques de tierra y raíces.

Esos retoños eran ahora árboles frondosos, a fuerza de esfuerzo y de amor.

Como el amor de su Juan, sólido y constante.

–Mi pobre Juan… –en un suspiro pronunció su nombre.

Volvió a alzar la mirada hacia el horizonte rojo, sólo para revivir en la piel la caricia de sus manos rudas, encallecidas por el trabajo en el huerto.

A su paso, la brisa de la tarde susurraba entre las hojas de los árboles y sacudía suavemente las olivas casi maduras. Las miró y dijo:

–¡Cuidadito! ¡No se caigan ahora! Les prometo que mañana las paso a buscar, pero no se me vayan a caer, que la rama es el mejor lugar para ustedes, hasta mañana… Miren que si se caen se estropean y…, nada, ya no sirven…, así que se me quedan quietitas ahí, ¿entendido?

Acarició unas cuantas ramas a su paso. Era su forma de saludar a los árboles. Conocía a cada uno desde sus primeros brotes, los había regado, fumigado y protegido de las heladas. Los había amado como amaba a Juan: con el alma llena de esperanza, con la alegría del trabajo y el cansancio de las noches. Les debía todo: la casa, el marido, la sopa y la manta. Hasta el hijo que llevaba en su vientre había sido concebido bajo su sombra.

Cuando llegó a su puerta, ya la había alcanzado la noche y en el cielo había unas nubes pequeñas que se deshacían en el viento, plateadas por una luna adolescente que se asomaba entre los picos de La Grana.

–Mañana tampoco va a llover… habrá que bombear el doble.

A tientas encontró las cerillas para prender el farol. Avivó los rescoldos escasos que quedaban en el fogón y acercó unos leños pequeños.

–Para una sopa alcanzará… y con eso estamos en medio del lujo, hijo mío –y el niño se revolvió en su vientre, como respondiéndole.

Luisa sabía que pariría un varón. Lo sabía desde el principio. Otro Juan en el mundo era lo mejor que podía pasarle, pensó mientras revolvía el caldero pequeño. Tendría mucho trabajo, mucho más que ahora, pero en unos años sería un niño fuerte y luego un joven vigoroso, que podría ayudarle con las tareas del huerto.

Entre bostezos tomó su sopa con unos trozos de pan duro. Con los pies descalzos sobre la tierra fresca se sentía en paz, rodeada de sus pocas pertenencias y sus recuerdos.

Limpió el caldero y el plato y se recostó en la cama, envuelta en su manta raída, a mirar cómo las brasas se transformaban en cenizas, cómo se habían transformado en cenizas sus sueños de dormir entre los brazos de Juan cada noche, transformar esa choza en un hogar lleno de niños y vivir en el huerto de los olivos hasta ser tan vieja como las mulas que tiraban de los carros.

El sueño la atrapó así, como si se deslizara por un sendero suave y la depositó en el centro del huerto, con el sol abrasador sobre su cabeza tapada apenas con el pañuelo que sujetaba su cabellera oscura en la nuca.

Era verano, no cabía duda. El aroma de las olivas maduras inundaba el aire que avanzaba por los bancales como una ola densa y húmeda. Las hojas no podían estar más hermosas y los frutos brillaban, hinchados de sabor.

El cielo irisaba unas nubes que, como las sábanas recién lavadas, enceguecían con su blanco puro.

Las terrazas calzadas con enormes piedras, divididas en parcelas, con miles de tonos de verde arrojados entre sus prolijos surcos trazados de norte a sur, parecían los escalones al Paraíso. Se elevaban por la ladera infinita de la montaña para acercar a Dios su exuberante tributo: las olivas maduras.

Miró hacia el norte. Allí, al final del caballón estaba Juan. Su Juan, el hombre que había enamorado su alma y fecundado su carne. La esperaba con su camisa blanca y su pañuelo al cuello, con sus zapatillas atadas listas para el baile.

Como el fogonazo enceguecedor de un disparo, la imagen sonriente de Juan se transformó en el otro Juan, el que llegó a morir en sus brazos, sangrante y sucio. Lo vio huyendo de la guerra, arrastrándose por los campos. Era el Juan que buscó sus manos para que cerraran sus ojos después del beso que atrapó entre sus labios el último suspiro.

Ese Juan que la había abandonado preñada y sola para sudar su pan.

Pero la luz la encegueció de nuevo y ahora, el Juan que ella veía estaba sano y limpio, con la mirada clara y la sonrisa plena.

Caminó hacia él. Primero dio unos pasos tímidos, pero luego tomó una marcha decidida, al tiempo que su corazón se aceleraba.

El surco era muy largo y Juan estaba muy lejos, pero desde allí Luisa podía verlo claramente, podía sentir la caricia de sus brazos rodeándole la cintura, la calidez de su cuello, la brisa de su aliento.

Y cuanto más rápido caminaba, más se alargaba el surco y más le galopaba el corazón en el pecho, más pesadas sentía las piernas, más intensa era su respiración y el vientre le pedía con tirones que se detuviera… Pero Luisa no podía dejar de caminar. Mientras la imagen de Juan se perdía entre las ramas cada vez más densas, más rápido sentía que debía correr para alcanzarlo.

Hasta que un relámpago de dolor la atravesó y cayó sobre la tierra húmeda y perfumada con el mismo aroma que el cuerpo de su hombre.

Bajo la sombra oscura de los olivos, Luisa despertó de su sueño. La luna en el cenit la miraba desde su traje de velos negros, redonda y enorme.

Miró a su alrededor: había llegado, dormida, hasta el pie del primer olivo que había plantado con Juan. El más bello de los árboles del huerto inclinaba sus ramas hasta besar la tierra, vencidas por el peso de las olivas maduras.

Se arrastró hasta abrazar el tronco áspero. Sentía que su cuerpo se quebraba y que sólo ese abrazo la sostendría sujeta a la vida.

El árbol, movido por la brisa o el amor, la cubrió con sus hojas oscuras y su aroma denso, mientras el dolor partía su cuerpo y lo retorcía como a un trapo.

Nadie escuchó gritar a Luisa.

Las primeras mujeres llegaron al alba, riendo y cuchicheando, envueltas en sus mantones y recogiendo sus polleras para empezar la faena.

La encontraron recostada contra el olivo de Juan, cubierta sólo con una manta raída, empapada con su sangre.

Las ramas, atiborradas de frutos, caían sobre su cabello suelto. Entre sus brazos, el pequeño niño dormía, con su manita aferrada a los dedos de Luisa.

Cuando alzó la mirada, oscura y brillante como un pozo iluminado por la luz de la luna que se escapaba tras La Peña, un rayo de sol tibio serpenteó entre las hojas hasta alcanzar su tez morena, sólo para acariciarla.

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