Bajo el olivo

[Elena Plaes]

Por encima de las encinas se veía ya el resplandor de la aurora anunciando la inminente salida del sol. Un silencio sepulcral sólo interrumpido por el aleteo lejano de una avutarda cubría con su manto la mañana veraniega.

A Felisa, o la Feli, como la llamaban todos en el pueblo, la hija de la Socorro la Chapita, le gustaba mirar desde el quicio de la puerta el nacimiento de un nuevo día. Antes no lo hacía. Antes de La Guerra remoloneaba entre las sábanas como cualquier otra niña, sin prisas para salir a por el pan o barrer la casa; pero desde que empezó, se apresuraba para ver si el sol se asomaba en el horizonte o se escondía para no volver a brillar nunca más. Aquél año, además, le parecía que ni llovía en primavera ni resplandecía el sol en verano.

–Va a estar jodío pa’ la aceituna –decía su padre entre resuellos mientras cortaba una hogaza de pan duro con la navaja.

Ya ni se acordaba de las últimas migas con morcilla, panceta y chorizo y la boca se le hacía agua solamente con pensarlas y recordar su olor y sabor; ¡hasta se le iban los ojos hacia atrás si pensaba en pan con un chorrito de aceite!, de ese aceite que entre todos los del pueblo conseguían hacer tras la recogida de cada año. Si se concentraba bien podía hasta recordar el calor de la lumbre y la mano de su madre acariciándole la trenza, pero para eso tenía que apoyarse bien en el quicio, porque cuando caía en la cuenta de que su madre ya no estaba, las piernas se le ponían frías y duras y en los oídos se le aparecía un zumbido que todo lo abarcaba, como el que escuchó mientras veía caer a su madre frente a ella, y el corazón parecía que se le subía a la garganta y le cortaba el paso del aire.

“¿Qué aceitunas?”. pensaba Felisa. Estaba segura de que casi todos los olivos del pueblo habrían caído en combate, como la mayoría de las casas y la mitad de la gente.

–Felisa, vete a por agua a la plaza –le dijo su padre.

Hacía casi medio año ya que se encargaba ella de la casa.

Sabía que la madre de Manolito “el del Bar” había muerto en el pantano unas semanas atrás, porque ellos eran de “los Otros”, como decía su tío Aurelio, y ahora ya no le daría más tapitas de lechón a escondidas entre cajas de cervezas.

Las calles del pueblo estaban llenas de soldados extranjeros que habían echado del pueblo a “los Otros”. A sus casi once años no alcanzaba a comprender muy bien lo que andaba pasando. Para ella simplemente todo cambió de un día para otro, y pasó de ver en la cocina a sus padres escuchando la radio entre resoplos y golpes de puño en la mesa a tener que esconder en el doblao, donde tenían el grano, los chorizos de la última matanza, que rápidamente desaparecieron, pocos en sus tripas y la mayoría en manos de hombres vestidos de soldados que no había visto antes jamás.

Aquella mañana no auguraba nada nuevo, aunque nunca se sabía cuándo podía volver “a girarse la tortilla”, como decía su padre.

Salió con la cabeza gacha hacia la plaza de la iglesia en busca de agua de la fuente, con el cántaro en la cadera. Aquellos hombres con sus metralletas y fusiles le daban miedo, hablaban palabras extrañas y parecían no entenderse ni entre ellos; algunos tenían ojos de color de cielo como no había visto nunca y otros eran más rubios que el hijo de La Rusa, una del pueblo que decían que había trabajado en un cortijo y un señorito le había hecho un niño con el pelo del color de la paja al sol.

Le sonrieron al pasar y uno le dio un pedazo de chocolate. Sorprendida, dejó caer el cántaro al suelo, cogió el pedazo con sus pequeñas manos y veloz como un ratón de campo corrió hasta su olivo favorito entre las risas y las carcajadas de los soldados, pasando por entre las casas derruidas, las trincheras y los perros hambrientos.

Se sentó con el corazón a punto de salírsele por la boca y se aseguró bien que nadie merodeaba por allí.

A la sombra de su olivo en el cerro, desde el que veía toda la entrada del pueblo, abrió su diminuta y frágil mano. El pequeño cuadrado de chocolate había empezado a deshacerse entre sus dedos y Felisa lentamente lamía cada hueco de su piel, cada minúsculo pedazo de aquel manjar.

A lo lejos vio llegar un coche de aquellos de grandes ruedas y sin casi techo que no había visto nunca antes de La Guerra. Achinó los ojos y pudo ver cómo algunos soldados jaleaban y aplaudían al paso del coche. Se chuperreteó los restos de chocolate y salió corriendo a ver qué sucedía.

Del vehículo se apearon tres hombres y ¡una mujer! Descargaban macutos y unos aparatos como los que había visto en la boda de la Charo y el Tomás, unos primos de su padre de Peñarroya; eran de esos que hacían fotografías para poner en la casa encima de algún mueble y recordar momentos y personas, como hacía su padre suspirando y hablando entre susurros con la foto de su madre.

Vio que la mujer era quien llevaba dos cámaras y un hombre joven de negras y pobladas cejas llevaba un trasto aún más grande. Ella era delgada y menuda casi como una niña, con el pelo corto, se fijó enseguida en Felisa, que estaba agazapada entre escombros y cascotes de balas.

–Hola pequeña –le dijo en un castellano casi indescifrable.

Felisa hacía meses que apenas veía una mujer, la mayoría de las del pueblo pasaban sus días metidas en las pocas casas que quedaban en pie; escondidas de los soldados, desde que “los Otros” habían entrado con las tropas marroquíes el año anterior llenando el pueblo de gritos y disparos.

Pero aquella mujer era distinta. Se acercó a ella y acarició su cabeza. Felisa creyó que iba a desmayarse ahí mismo, hacía tanto tiempo que no sentía una mano amorosa tocando su pelo… Se agachó y le limpió la comisura de la boca con sus dedos.

–¡¡Mmmmm schokolade!! ¡Qué fortuna! –y Felisa se puso roja de vergüenza. Le ofreció su mano y se acercaron al coche.

Felisa no entendía ni papa de lo que hablaban, pero les siguió durante todo el día.

Se pasearon por todo el pueblo, con el sonido embriagador de la cámara fotográfica y el aparato extraño que llevaba su compañero.

–¿Cómo te llamas?

–Felisa, señora.

–Yo soy Gerta, y ése es Robert –a lo que el hombre de negras cejas contestó con un guiño.

Ella disparaba su cámara hacia los soldados mientras jugaban a cartas, bebían vino o limpiaban los fusiles.

–¡Fotos! –le decía– ¡lo pasado aquí “is very important” Felisa! Todos will see it.

Más tarde hicieron lo que a ella le pareció un teatrillo. Los soldados hacían que se escondían y que “los Otros” andaban cerca, mientras el hombre de gruesas cejas les seguía con su aparato, pero ella sabía que era todo mentira porque en sus caras no había miedo, ni se escuchaban disparos, se reían si uno se caía y la gente no chillaba en el pueblo.

Se lo recorrieron todo, llegando hasta la carretera de Valsequillo, donde su padre no la dejaba ir sola y volvieron hasta la estación del tren, que estaba justo en la otra punta.

–Estoy cansada, niña –le dijo a caer la tarde, y Felisa no se lo pensó dos veces. La cogió de la mano y echó a correr hasta llegar a su olivo. La mujer sujetaba fuertemente su cámara y le gritaba:

–¡Felisa, despacio! –y reía mientras tropezaba con las piedras.

Al llegar, Felisa abrazó su olivo, porque aquel era Su olivo, se lo había regalado su madre una tarde mientras comían pan con queso y aceite.

–Feli, este es el mejor de todos, desde aquí se ve todo el pueblo. Yo te lo regalo para que vengas siempre que quieras.

“La forastera de las fotografías”, como más tarde la bautizaría su tío Aurelio, se echó agotada a su lado. Cuando recuperó el aliento le dijo:

–¿Quieres una? –señalando la cámara.

Felisa no recordaba haberse hecho una fotografía en toda su vida, y se encogió de hombros. Gerta se agachó y apoyó una rodilla en el suelo, subió la cámara y unos segundos más tarde sonó el clack y algo que se movía por dentro del trasto, y a ella le dio un respingo el cuerpo, como un pellizco en el ombligo.

Estuvieron un rato más viendo el sol caer, con el aire caliente de junio abrazándolas.

–Pronto será mi cumpleaños –le dijo, y Felisa se puso contenta.

–¡El mío también! –y se echaron a reír.

De golpe y porrazo la niña recordó su cántaro, su padre, el agua… se levantó apresurada y echó a correr.

–Me voy. ¡Hasta mañana!

Su padre y el tío Aurelio no pararon de hacerle preguntas desde que apareció por la puerta.

–Los forasteros esos son fotógrafos –y Felisa supo entonces que había gente que se ganaba la vida con esas cámaras dando vueltas por el mundo y sacando fotografías de gente, lugares y cacharros. Cerró los ojos y se imaginó a ella misma viajando más allá de la mina de El Porvenir, donde trabajaba su padre antes de La Guerra, o echando fotos en las bodas, que tanto le gustaban aunque solo había estado en una.

Aquella noche casi no durmió. Menuda aventura.

Con los primeros rayos salió de un bote del colchón, corrió calle abajo a encontrarse con su nueva amiga.

La sorprendió mientras cargaban los bártulos en el coche y la saludó con la mano.

–¡Hola guapa!¡Ven, tengo para ti!

A Felisa le dieron ganas de pegarle una patada en las espinillas por dejarla ahí sola de vuelta… pero se lamió la lágrima que le caía por la mejilla y se acercó hasta ella.

Le dio un sobre de papel amarillo y polvoriento y dentro había una fotografía. ¡Allí estaban ella y su olivo! Feli apenas reconocía a la niña del papel, sucia y esmirriada no se parecía en nada a ella, pensó.

La forastera la abrazó.

–¡Voy para Madrid! ¡Cuídate!

Y mientras el coche desaparecía entre el polvo y las chicharras, Felisa corrió a la sombra de su olivo, con la fotografía en el bolsillo y, ahora sí, cientos de lágrimas recorriendo su cara.

 

Años más tarde, mientras recogía aceitunas un frío diciembre sentada en el suelo, escuchó entre el vareo a su tío Aurelio que hablaba con otro hombre de “la forastera de las fotografías”.

–La mató un tanque. Uno de los nuestros. Se cayó de un coche con el cacharro de las fotografías en la mano y el tanque la pisó poco después de estar en el pueblo.

Felisa sintió que un rayo la atravesaba y vio a su amiga yacer en el suelo.

–Nunca celebró su cumpleaños –pensó.

Tras la dura jornada en el campo, corrió a buscar su fotografía protegida durante tanto tiempo de las vicisitudes de la vida.

Allí estaba ella, pequeña y sucia bajo su olivo y su amiga también. Felisa podía verla detrás de la cámara, con su risa alegre y sus grandes dientes blancos, y se dijo a sí misma que para ella Gerta seguiría viajando de rostro en rostro, de mirada en mirada, buscando siempre más historias que contar, más vidas que vivir.

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