El Néctar de los Dioses

[Egil Lein]

Anut y Eca eran una pareja que vivía muy muy lejos, al otro lado del Mar Cerrado. Ambos creían que iban a ser padre y madre de su primer hijo, cuando descubrieron que, en realidad, eran dos gemelos los que llegaron. Uno de cada género, como ellos: a la hija la llamaron Lo y al hijo Ov. Los dos bebés se parecían tanto entre ellos que, de hecho, solían parecer el mismo. Y no sólo se asemejaban en sus rasgos, sino que ambos parecían compartir formas muy similares de comportarse. No fue nada extraño, por consiguiente, que ambos desarrollaran la misma rara enfermedad: una insólita dolencia que, según el curandero de su comunidad, impedía la libre circulación de su sangre a través de sus cuerpos. Había varios síntomas, pero la inflamación de sus extremidades, las manchas de su piel y el oloroso aliento, eran señales suficientemente concluyentes.

El curandero se sentía incapaz de sanar aquel mal, pero creyó conocer a la persona que sí podría: la Hechicera, quien aseguraba entender el lenguaje de los Dioses y conocía algunos de sus secretos. En aquellos tiempos, se creía que la mujer era más hábil en el reto del cuidado de los hijos, por lo que el hombre se sintió obligado a enfrentar solo el desafío de aquella heroica búsqueda. De este modo, ambos convinieron en que aquella era la mejor opción: Anut se marchó, y Eca se hizo cargo de Ov y Lo.

Anut se despidió con lágrimas en los ojos, esperanzado con regresar con el remedio que devolviera la salud a sus dos pequeños… Pero Anut jamás regresó. Su esposa supo desde el mismo momento en que ocurrió, que él ya no estaba en ese mundo. Lloró y lloró, sola en su morada, pero el llanto le impedía ocuparse de sus dos bebés, por lo que impuso su amor hacia ellos a su pena por su marido. Sin embargo, Eca sabía que, con el fallecimiento de Anut, ahora nadie buscaría la cura para la enfermedad. E hizo aquello que la lógica inicial jamás le hubiera permitido: ella se había quedado con Ov y Lo porque irse era demasiado arriesgado, y la muerte del mismo Anut había confirmado cuán peligroso era, en verdad, ese viaje. Pero ahora ya no quedaba otra opción: o iniciaba ella la búsqueda junto a sus retoños, o se quedaban los tres ahí hasta que su dolencia los consumiera. Abandonarlos nunca fue una opción: hubieran muerto incluso antes de que la enfermedad se los llevara. Así que Eca hizo acopio de provisiones, se anudó un pañuelo con Lo delante y Ov detrás, y comenzó a andar.

La hechicera que decía comunicarse con los Dioses no estaba tan lejos, o eso supuso su marido Anut. Sin embargo, era evidente que no todo lo que él supuso terminó cumpliéndose: su regreso, en primer lugar. A lo largo del viaje, Eca fue intercambiándose a sus hijos, primero una delante y el otro atrás, luego él enfrente y ella en su espalda…, la idea era no hacer distinciones y que ninguno quedara olvidado por mucho tiempo fuera de su mirada y su abrazo. Dos días tardó Eca en llegar a la aldea en que, presuntamente, vivía aquella hechicera. Era un pueblo construido bajo un gran volcán, que desafortunadamente jamás terminaba de dormir: no estaba activo, pero sus eventuales columnas de humo amenazaban de vez en cuando a la población. Cuando se percataron de su situación, varios aldeanos le ayudaron a llegar hasta la hechicera, e incluso se ofrecieron a cuidar y alimentar a sus hijos mientras ella hablaba con la hechicera. Eca, aunque agradecida, se negó a soltar a sus bebés: ahora estaban juntos en ese camino, y no iba a separarse de ellos como jamás debió separarse de su marido. La audaz mujer subió por el camino del volcán hasta el templo, acompañada de algunas gentes del pueblo, que le trajeron comida y agua. Pero, cuando tocó entrar en dicho templo, volvió a quedarse sola con Ov y Lo y, con un movimiento de pañuelo, trató de ponerlos a ambos colgando de su pecho. En el interior de aquella luminosa y húmeda morada, una anciana la recibió con una enorme sonrisa arrugada en su boca.

–Con tan hermosas criaturas en su vida, ¿qué puede haber traído a esta madre ante mí? –dijo ella.

–Estas criaturas están gravemente enfermas, y su padre, mi marido, vino a usted para pedirle consejo acerca de algún remedio que garantizara su curación.

–Ah, sí… Lo recuerdo: un hombre seguro y obstinado, solo hablaba de su familia.

–Pues él jamás volvió. Y sé que ya no está vivo –expuso Eca–. Vengo a usted tanto para buscar una cura para mis niños, como para curar este corazón roto. Necesito saber qué ocurrió.

–Ignoro qué le pasó a su marido, pero sí puedo decirle qué fue lo que hablamos y cuál fue mi consejo para él –aseguró la anciana, poniéndole una afectuosa mano en el brazo–. El padre de tus ángeles me contó sobre su enfermedad, yo vislumbré el fino hilo que ata sus almas a este mundo, y así pude hablarle a él acerca del único antídoto que, se dice, puede sanar el mal que les atenaza.

–¿Y cuál es? ¿Dónde puedo encontrarlo?

–Ese es el único problema, nadie sabe dónde está. Porque aún nadie lo ha descubierto. Es el “Néctar de los Dioses”, su más elevada creación, el fruto divino que conforma su dieta inmortal en su cielo eterno. Pero aquí, en la tierra, nadie sabe dónde puede hallarlo. Ni siquiera los mismos Dioses.

–¿Cómo puede ser eso? –planteó Eca, abrazando a sus bebés–. ¿Y cómo saber si existe dicho néctar si ni siquiera los Dioses que presumen haberlo creado saben dónde está?

–Si los Dioses ignoran dónde está es porque todavía carece de nombre en esta tierra nuestra. En cambio, saben que existe porque un poema, más viejo que el mismo mundo y más antiguo incluso que el mismo cielo, habla de él. Dicho poema es anterior a muchos de los Dioses que lo han conocido, y por eso llamaron néctar a esa mágica bebida que tanta salud aportó a su vida eterna:

Ambrosía de origen celestial.
Causa nutritiva de juventud,
y elixir del alimento celestial.
Talismán inmortal de la salud.

 

A tu lado, adquiero real valor.
Contigo obtuve mi grandeza,
y tú, mi querido espejo mayor.
Tú bebes líquido de mi cabeza. 

–Lo primero en que he pensado es en el agua, pero no tendría sentido. Ni tampoco la leche… Mis bebés tomaron ambas desde que nacieron, y es obvio que eso no ayudó a remitir sus síntomas.

–Piense entonces qué otro líquido podría ser…

–¿Y cuándo lo sepa qué? Si dice que ni siquiera los Dioses saben dónde hallarlo, ¿cómo podría yo dar con él si ni tan solo existe un nombre con que denominarlo?

–Eso mismo dijo su marido…, pero él se dio cuenta de que, para descubrir dónde se halla dicho remedio, debía guiarse por las pistas que concede este singular poema.

–¿Cómo continúa?

–Maravillosamente lo ignoro –se rió, en una risa que no hizo ninguna gracia a aquella desesperada madre–. Nadie lo sabe, salvo aquellos que iniciaron la búsqueda para completarlo. Porque, aunque ningún Dios sepa dónde se encuentra el néctar divino en esta tierra, son varios los que sí conocen las estrofas que faltan y hacen referencia a él. Dioses que ya no suelen llamarse así, puesto que ya no viven en su mundo celestial: residen aquí, entre nosotros, desde que se enamoraron de algunas de las maravillas de este mundo nuestro, a las que se vincularon para protegerlas y asegurar que nada amenazara su existencia –y entonces le cogió la mano y la miró a los ojos–. Querida madre, ve ahora allá donde creas que hallarás el Néctar de los Dioses, y bebe de él. Y, cuando lo hayas hecho, pregúntate entonces si has tenido éxito.

La mujer Eca se había quedado muy enfadada ante aquellas vagas respuestas; pero la madre Eca no podía permitirse conservar su enojo mientras sus dos bebés dependieran de su amor para seguir viviendo. A pesar de tan irresoluta charla, ella se recolocó el pañuelo del mejor modo que pudo, y se dispuso a abandonar aquel templo con la sensación de haber andado hasta allí para nada: ni conocía lo ocurrido con su marido, ni tampoco la cura para sus pobres hijos. Miró a ambos, Lo estaba dormida, pero Ov ponía una mueca de dolor que pronto derivó en llanto. Y con el lloro del niño, vino el de la niña… y así terminó contagiándose también la madre, desesperada ante el pésimo horizonte que le aguardaba a su familia.

Cuando las lágrimas rozaron sus labios y entraron en su boca, Eca tan solo podía pensar en lo desgraciada que se sentía; no se dio cuenta de que estaba bebiéndose su propio llanto, hasta que oyó una voz en su cabeza. No era su pensamiento, porque, de algún modo, se solapaba a él, hablando a la vez que ella se recordaba sus miserias. Y entonces, su pensamiento se detuvo y comenzó a escuchar: “yo sé algo del néctar… yo sé algo de ti”. La mente de Eca estalló entonces en mil conjeturas y consideraciones que silenciaron al instante cualquier otra voz que no fuera la suya. Recordó, aún entre lágrimas, las palabras de la hechicera, y pensó en el poema que le había transmitido. Estaba claro que el agua no podía ser, ¿pero eran acaso las lágrimas ese néctar divino que tanto valoraban los Dioses? Aunque otras estrofas no terminaran de coincidir, el hecho de comparar el llanto como un “talismán para la salud que adquiría valor gracias a uno mismo” le pareció muy certero; pero, sobre todo, eso de “beber líquido de mi cabeza” encajaba a la perfección con lo que le estaba ocurriendo a ella ahora.

Aunque solo lo tenía para la cabeza de Eca, porque cuando se detuvo a escuchar de nuevo la voz alternativa que se pronunciaba dentro de su mente, comprendió que quizás no debió esperanzarse tanto.

Yo sé algo del néctar… Yo sé algo de ti… –continuaba repitiendo aquella voz extraña pero cercana–. Yo soy el espíritu del llanto… Que lo protejo de la represión y lo promuevo para que jamás se pierda –le contestó la voz cuando Eca le preguntó quién hablaba a través de su cabeza–. Y sé algo que tú no sabes…

–¿Cómo sabes que busco el néctar divino? –se inquietó Eca.

Tú me creaste en tus ojos… Tu tristeza me dio vida… Me expulsaste de tu vida, para volver a beberme luego… Fue así como me hiciste parte de ti…

–Ya… ¿Y qué puedes decirme de ese néctar? –se sintió rara ella, pensando que si alguien la veía hablar sola, la creería definitivamente loca–. ¿Acaso sabes tú dónde está?

Yo no sé dónde está, pero puedo decirte dónde no lo encontrarás nunca… ¡Escucha ahora lo que aprendí cuando todavía era Dios y buscaba lo que ahora tú buscas!

Acicate del bien más profundo.
Contagia bendición y cordura,
yema es del huevo del mundo.
Transforma el dolor y lo cura.

–¿Una yema es el néctar? ¿Cómo dar a beber algo así a mis pobres criaturas?

Si el mundo fuera un huevo, ¿cuál sería su yema?

–Hay agua bajo tierra, pero agua no puede ser… También hay fuego, fuego líquido, pero… ¡No daré de beber jamás eso a mis hijos! ¡Los mataría!

Por supuesto, eso mismo le dije al último que me preguntó… El néctar es quizás difícil de encontrar, pero no fue creado para que fuera difícil de tomar.

–¿Quién le preguntó tal cosa? ¿No sería…?

Un hombre que lloraba desconsoladamente, como tú has hecho hoy… Hablé con él, pero se secó los ojos y me escupió de su boca tan pronto creyó saber cuál era el néctar… No importó lo que yo le dijera, él ya no escuchaba… Espero que no se le ocurriera ingerir algo así…, lo habría quemado por dentro…

Lo que a Eca se le pasó por la cabeza entonces, ya no pudo quitárselo hasta que no lo comprobó por sí misma. Subió al volcán sin ayuda de nadie, cargando ella sola con sus dos bebés; y, aunque sabía que era sumamente peligroso, ni siquiera pensaba en el riesgo que estaban corriendo. Justo antes de llegar arriba, descubrió una cueva, y tirado junto a su entrada, lo vio a él: de algún modo lo intuyó nada más plantearse aquella posibilidad… Su marido, Anut, el padre de su hija y su hijo, había muerto ahí mismo; aunque, por su aspecto, no parecía que se hubiera atrevido a ingerir lava, sino el mismo agua ardiente y tóxica que hervía en varios pozos fruto del fuego subterráneo. Su amado se había sacrificado tomando un veneno imbebible a fin de garantizar la vida de sus dos bebés, pero se había equivocado terriblemente.

Ella se inclinó sobre su marido, con cuidado de no aplastar a Ov y Lo, llorando de nuevo sobre el pecho descarnado del padre que ya no estaba. Eca no se sintió sola: sus dos hijos también lloraban esa pérdida. Regueros de sangre le brotaban de los oídos y labios, aunque a Eca no le importó besarlo repetidas veces, como si sus besos pudieran devolverlo a la vida. Fue así como la saliva de ella se mezcló con las lágrimas y la sangre de él.

No soy yo, pero sé algo acerca de lo que buscas… –le habló una voz, que apenas podía escuchar entre los llantos de sus hijos, y el sonoro hervidero de vapores que la rodeaban–. Yo soy el espíritu que mora en la sangre… Pero jamás encontrarás la cura que ansías en las venas de tu marido… Ni tampoco en las tuyas o en las de tus hijos… Sin embargo, sé dónde podrías hallarla…

–La Diosa de mis lágrimas me dijo que buscara bajo tierra, en los líquidos que proceden de ella, como trató de hacer mi marido…, muriendo en el intento.

No fue así… –expuso otra voz, esta más familiar, pues eran sus propias lágrimas hablando de nuevo–. Cuando dije que era la yema del mundo…, sugería que el néctar procedía del corazón del mundo… No que se encontrara bajo tierra.

–Lástima que sea demasiado tarde para advertírselo a mi marido –se enojó ella.

Tu rabia no te ayudará a encontrar lo que buscas… –le aconsejó el espíritu de la sangre–, ni tampoco lo hará la pena… ¿Quieres entonces escuchar la estrofa que conozco? –le preguntó. Eca no dijo nada, solo calló para mostrar su apertura a escuchar lo que fuera que la sangre supiera.

Amor de tu sangre divina.
Cáliz que nutre e inspira,
yodo protector de barriga.
También rejuvenece la vida.

¿Sangre divina? ¿Cáliz? Eca tan solo podía pensar en una opción que estuviera relacionada con dichas pistas: el vino. Esa opción encajaba, además, con versos anteriores: no en vano, para muchos era “acicate del bien” o “transformador y cura del dolor…” De repente, todo parecía coincidir. Con esa certeza en su cabeza, Eca se levantó y se limpió la cara con la manga de su brazo.

Sabía que no podía quedarse más tiempo allí, con esos vapores tóxicos, si no quería matar ella misma a sus dos hijos. Cargando con ellos ni siquiera podía llevarse el cadáver de su marido para ofrecerle sepultura. Se recolocó a Lo y Ov con cuidado, mientras les hablaba para que no lloraran, y se obligó a sí misma a irse de ahí. Dejó a su querido Anut a sus espaldas, porque ahora era más importante su pecho y su vientre, donde colgaban los seres más lindos e indefensos de la tierra.

Sabía, además, dónde tenía que ir a continuación: en toda aldea mínimamente civilizada había tabernas donde la gente buscaba incivilizarse. Hacia allí se dirigió ella con sus dos criaturas, siendo consciente de que, después de darles tantas vueltas, o descubría la cura para sanarlas o con aquel viaje estaría cavando sus propias tumbas. En la calle principal del pueblo había varias tascas, y Eca entró en la primera a su izquierda. Sin evitarse la mirada juzgadora del tabernero, pidió una jarra de vino con sus dos niños en brazos, y comenzó a beber, aguardando la voz que se expresaría en nombre del espíritu del vino.

  • ¿Eres tú? ¿Eres tú? –se repetía ella en voz baja–. ¿Eres tú el Néctar de los Dioses?

No, no soy yo… –replicó una voz interna–. Soy un néctar casi divino, sí, pero no tengo poder real para curar enfermedades… Yo las oculto, para que quienes me beben se olviden de ellas…, pero no las hago desaparecer… Suelo, de hecho, provocar otras…

–¿Qué puedes decirme entonces sobre el auténtico néctar?

El néctar que buscas procede y se alimenta de la tierra, y, aunque carece del color de la sangre, forma parte del jugo vital de un ser mortal no humano… Escucha mi estrofa, y déjate inspirar por ella…

Aroma graso de naturaleza.
Color dorado muy intenso,
y sabor amargo de pureza.
Tacto reparador de lo tenso.

“Tiene que ser la cerveza, entonces”, pensó Eca. Y ni siquiera lo compartió con el espíritu del vino, sino que exigió una jarra de cerveza para probarla y dar respuesta directa a su presunción. El tabernero ya la miraba mal, y a punto estuvo de negarse a servir a aquella extraña mujer que portaba a dos bebés en brazos. Debió pensar que era una borracha despechada por su marido, e hizo ver que no la escuchaba; pero Eca lo miró con mirada severa y lo amenazó con fuertes palabras. El tabernero le retiró el vino, y le cambió la jarra por otra de cerveza, que la mujer se puso en la boca como si no hubiera bebido en años.

–¿Eres tú mi néctar? Por favor… –suplicó ella, acariciando a sus amados Lo y Ov.

Mujer humana, no permitas que la desesperación te posea… –expuso la voz del vino, todavía presente en su consciencia–. Muchos fueron los ansiosos que perdieron el control por no tener paciencia.

Yo tampoco soy lo que buscas… –manifestó ahora el espíritu de la cerveza–. Aunque comparta con tu néctar el color, tenemos muy distinto sabor… El néctar real no enturbia la percepción, sino que la aclara… Así que abandona la taberna y búscalo en la tierra.

Alud espesa de amarga fantasía.
Ciclón esclarecedor del desierto,
yermo, casi sin agua germinaría.
Temblor que equilibra el cuerpo.

Eca comprendió, al fin, lo que todos los versos anteriores le habían estado sugiriendo: el néctar se encontraba en la naturaleza. Y no sólo eso: era en un lugar seco, casi desértico, dónde debía empezar a buscar. Y, por suerte, aquella aldea estaba rodeada de llanos baldíos y terrenos desolados; ella misma los recorrió para llegar hasta allí. Eca abrazó a sus dos bebés con todo el amor que sentía, ahora con renovada ilusión, agarró un cuchillo de la repisa, y salió corriendo de la taberna entre los gritos de un tabernero que no entendía nada. Corrió por toda la calle, hasta abandonar el pueblo y verse en mitad de los campos casi estériles, donde sí crecían ciertos árboles con diminutas hojas.

Eca ni siquiera se lo pensó: se acercó a uno de esos árboles, le clavó el cuchillo que había robado, y hurgó en el tronco hasta que empezó a salir una especie de resina que la mujer comenzó a lamer sin reparos. Era esa la sangre de aquel peculiar árbol, y era dorada como la cerveza, y amarga y espesa como habían insinuado otros versos. Pero tampoco era eso lo que buscaba… Lo supo tan pronto como se pronunció aquella nueva voz en su cabeza:

Lo siento, pero tampoco yo soy lo que buscas… –lamentó decir el espíritu de aquella viscosa resina. Como el resto de espíritus, parecían saberlo todo acerca de su búsqueda nada más ser consumidos–. Sin embargo, creo que estás más cerca que nunca… Oye, pues, mi estrofa:

Almizcle de mi raíz.
Corazón mío feliz,
y hueso que cultivo.
Tu fruto será el mío.

Aquella última estrofa no tenía mucho sentido para Eca; no obstante, parecía poner la atención en un hueso o un fruto… La indicación era tan clara, que no dudó un segundo en estirarse, con cuidado de que no cayeran sus bebés, para alcanzar uno de esos redondos frutos que pendían de la rama del árbol. Era tan redondo que le recordó al verso que hablaba de la yema del mundo… Lo arrancó y lo mordió, pero era tan duro que necesitó apretarlo contra el tronco con el cuchillo, y luego aplastarlo contra el suelo. Se percató así del líquido dorado que emanaba de su interior: cuando lo probó, se dio cuenta de que la savia de aquel fruto era especialmente amarga y desagradable; pero algo en ella supo que, esta vez, había acertado.

Sin que necesitara escuchar ninguna voz, de repente todos los versos que había oído hasta entonces empezaron a cobrar sentido: supo que había encontrado, al fin, el Néctar de los Dioses.

Al fin lo has encontrado… Al fin me encontraste –exclamó aquella nueva voz que, inesperadamente, no le parecía nada nueva. La reconoció de inmediato: era la voz de su añorado marido: Anut. ¿Pero qué hacía él hablando a través de aquel árbol?–. Sí, sé que estás sorprendida…

–¿Cómo…? ¿Pero cómo…? –trató ella de decir, y al instante empezó a llorar.

Cuando fracasé en mi solitaria búsqueda, la inicié junto a ti… Y contigo nada puede fracasar… –expuso él con inmenso cariño–. Ahora que hemos descubierto juntos la cura a la enfermedad de nuestros amados Ov y Lo, mi espíritu al fin podrá estar en paz… Daremos a conocer los maravillosos frutos de este árbol al mundo entero… Y por eso he decidido protegerlo con mi propio espíritu: me ligaré a él para convertirme en el Dios que lo ampare…

–Anut, amor mío… Yo… yo… No sé qué decir… Nunca debí dejarte ir solo…

Nunca debí irme solo… –replicó él–. Y, sin embargo, si no lo hubiera hecho, jamás podría haberte acompañado eternamente como voy a hacer ahora… –consideró–. Pero Eca, cariño, no hay tiempo que perder: aplasta varios de estos frutos, separa su savia de la pulpa. Y luego, por favor, alimenta a nuestros bebés con dicho jugo: hemos encontrado el Néctar de los Dioses y tenemos el derecho y deber de usarlo.

–Por supuesto, Anut… –asumió Eca, casi hipnotizada con la voz de su marido. Y, acto seguido, puso sus dos bebés en los pies del árbol, junto a su tronco, consciente de que su padre los protegería. Y se estiró para comenzar a arrancar esos duros y sagrados frutos, uno a uno.

Eca, ¿qué nombre quieres ponerle a este nuevo árbol? He pensado en el tuyo: un Eca… –le propuso su marido, mientras ella se ocupaba de preparar el remedio–. O quizás dándole la vuelta, por si prefieres mantener el anonimato… ¡El árbol Ace!

–No, mi amado, este descubrimiento pertenece a toda nuestra familia, no sólo a mi: el árbol se llamará como nuestros bebés: Ov y Lo.

¿Ovylo?

–Al revés, para que nadie se dé cuenta –exclamó ahora ella, entusiasmada en sus labores, mientras se reía imaginándose el futuro de sus hijos–. Olyvo. Así se llamará, sí, me gusta.

¿Y el fruto? –planteó la voz de su marido.

–Como nosotros… Ecayanut me suena raro, pero Anut y Eca… ¿Ace y Tuna?

¡Me encanta! –gritó. La mujer no lo veía, pero lo sentía tan cerca que casi lo veía a su lado.

–¿Podré seguir escuchando tu voz, Anut? –se preocupó Eca entonces.

Siempre y cuando consumas este líquido, continuarás escuchándome. Al igual que lo harán nuestros hijos… –le garantizó–. Por cierto, ¿y cómo se llamará este néctar?

–Fácil, ¿no? Como todas las estrofas sugirieron: A, C y T –sonrió ella.

  • Me gusta, sí –aseguró su marido–. Y suena bien: Aceite.
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