Hallazgos

[Gustavo Fabricio Velázquez]

Nos apresuramos para conseguir un vuelo, primero, y para reservar el teatro, después, mientras esperábamos en la fila de abordaje. Nos habían pasado un buen dato y no podíamos perder una nueva oportunidad, los actos fallidos y la mala suerte ya empezaban a colmarnos la paciencia.

De donde venimos pulula un odio cada vez más irracional hacia los homosexuales, o tal vez hacia lo que la homosexualidad en sí representa. Nos encontrábamos en la obligación sanitaria de escapar. En París nos darían un escenario modesto donde realizar las funciones sin cuestionamientos y con un paquete de turista que contemplaba dos noches en una habitación regular en un hotel de tres estrellas –desayuno incluido–.

A la espera de la llegada del elenco –que no era muy numeroso, pero sí talentoso, y no disponíamos de reemplazos asequibles para inmiscuirse en tamaña polémica actoral– nos dirigimos hacia la locación. Una vieja cantina sin marquesinas llamativas, o revoques en las paredes siquiera, nos aguardaba en una esquina.

El casero nos acompañó con desgano y, al mismo tiempo que parecía forzar la trajinada cerradura, nos advirtió que podíamos hacer lo que quisiéramos dentro del recinto, siempre y cuando no alteráramos la estructura madre. Tarea difícil fue descifrar el resto de las indicaciones de un hombre de marcado acento alemán, que parecía no haberse dejado seducir por el cautivador idioma galo, en defensa de un impertérrito nacionalismo.

Descubrimos que la casona había sufrido muchísimas modificaciones, “quizás un millón de veces”, recuerdo haber reflexionado mientras la acariciaba con mi mano. La versatilidad del inmueble ameritaba una especie de homenaje. Paciencia y estoicismo, dos palabras que la definían, a cada centímetro un hematoma: unas grietas medievales, algunas heridas modernas, firuletes barrocos de artistas mal habidos, huellas de exceso y desenfreno y moho. Pero lo más probable era que todo eso fuera fruto de mi imaginación y mi entusiasmo… tan sólo habíamos conseguido un espacio barato y nada que goce de tales extravagancias, aunque las historias siempre son más bellas cuando una le impregna jirones de su vivencia.

Tuvimos que agitar el aire durante todo el recorrido: el polvillo, los ácaros y las telarañas comulgaban en nuestras fosas nasales y con el día de estreno tan cerca no podíamos mostrar indiferencia ante tales amenazas.

Nada había en el teatro que pudiera reutilizarse, ni como escenografía o decoración para un escaparate donde el público pueda fotografiarse. Escasas y amplias butacas grises a causa de la mugre cubrían gran parte del salón. Mientras crujían las maderas y el eco, la reverberación, la acústica y otros fenómenos auditivos se fundían recordándonos las maravillas que produce el sonido, decidimos echar un vistazo final desde todos los ángulos. La aceleración de la respiración que nos aquejaba era similar a lo que los artistas sienten cuando se compenetran con sus líneas.

Afuera, París seguía moviéndose frenéticamente cuando sonó el teléfono de Mónica. Sobresaltada, atendió interrumpiendo “I want to break free” de Queen, y sólo dijo “OK”. La miré fijo, levanté las cejas y abrí los ojos bien grandes, la interpelé… “Tania, ya arribaron al aeropuerto. Están todos aquí”, me confesó con emoción.

Para colmar de magia la situación, Mónica tomó mi mano y la acercó hasta su pecho. Sin que abriera la boca, pude comprender que me pedía rezar juntas un Ave María en “mute”, deseosas de que esa introspección se potenciara con el influjo positivo y evidente de los cuerpos celestes que inundaron el firmamento del decimoséptimo distrito de la capital nacional.

Finalizamos la parte más tediosa del “show business” (a nosotras nos conmueve, a quién no, la puesta escena y casi nada más), pero el destino conspiró contra nuestras ganas de descansar y despertó nuestra curiosidad. En una esquina del escenario, piso de parqué, sobresalía lo que sin duda era una puerta hacia un sótano. Las energías que nos movían a tachar una tarea en concreto, se volvieron contra nosotras.

A pesar de los reproches que lanzamos al aire, meros justificativos culposos que avalaban el accionar de nuestro espíritu explorador, nos acercamos con sigilo a lo que para nosotras ya simbolizaba un portal, de mínima. Con enorme esfuerzo pudimos levantar la tapa que resguardaba olor a podredumbre, a vejestorio, un halo de encierro que clamaba libertad al fin. Soltamos la gruesa cuerda que hacía las veces de manija y con el recaudo de dejar abierta la única salida conocida hasta el momento, nos dispusimos a bajar las escaleras. La madera se quejaba, al igual que Mónica –ella es la insegura de la pareja–.

La linterna del móvil nos guiaba entre restos de trajes y disfraces, vasijas y tarros de plástico, pilas y pilas de sábanas blancuzcas, estructuras de madera desvencijadas, luces rotas… claramente se trataba del depósito, o bien del basurero, pero como estaba incluido en la tarifa del alquiler del teatro no nos disgustaba esa pintoresca presentación.

Pero he aquí lo que me ha movilizado a contar esta historia…

Bien sabido es que los actores y las actrices de reparto le dan vida a los argumentos pobres o carentes de alma que suelen, por ejemplo, adornar las carteleras de los cines. Y es que el negrero hollywoodense promedio da por sentado que un muy buen casting asegura una nominación al Oscar, el estrellato como destino. Nosotras, en un tugurio de París que pretendía ser el Châtelet, nos topamos con el puño y la letra de Gérard, el chico de los mandados del señor Charles Baudelaire. A continuación, transcribo lo que él mismo firma en un viejo cuaderno carcomido y tanto llamó nuestra atención:

“(Una serie de garabatos ilegibles…) Nunca me trató tan mal como hoy. Lo noté alterado, fuera de sí, y cada una de sus hirientes palabras sobre todo por el modo en que las dijo, el tono de voz severo fueron como dagas atravesando mi piel.

Si bien nunca le confesé mis intenciones, él podría ser mi mentor, a mí me encantaría que así fuera. De esa manera yo podría dejar de limpiar excusados o lustrar zapatos, o intentar recitar versos a la vera del camino, mientras la gente me esquiva cual excremento de perro. Si él aceptara entrenarme, me convertiría en un gran escritor. Al menos ya estoy aprendiendo a leer de corrido gracias a él… mi hermana dice que son diferentes formas de pagar por mis servicios.

Baudelaire puede ser muchas cosas, pero si algo estoy seguro de que no es, es un irrespetuoso. Lo he visto tantas veces besar las manos de unas señoritas que desde lejos olían a jazmines. Lo he visto abrazar acaloradamente a unos señores en las plazas, mientras le caminaba alrededor anotando sus excentricidades. Por eso me dolió mucho lo que me dijo, lo que exclamó sobre mi futuro y sobre mi falta de talento. Denotó lejanía. Y lo peor… (nuevamente, garabatos).

Sin embargo, me pidió por favor que no olvidara ninguno de los recados que me había anotado esta vez en prosa en ese viejo pergamino que se me perdió en el mercado. Pero no podría olvidar, por más que quisiera, esas desprolijas líneas que subrayaban y enfatizaban “aceite de oliva”. Tenía una fijación con ese condimento. No podía parar de recomendármelo, incluso cuando no me mostraba hambriento. Me espiaba por las calles para cerciorarse de que estuviera comprando botellas para acopio, o bien que estuviera conversando con cualquier gandul sobre los beneficios que reviste el consumo del citado elixir.

Baudelaire se la pasaba tomando vino y comiendo fiambre que le enviaba un editor desde la Puerta del Sol en Madrid. También tenía como deporte predilecto abollar poesías. Nada le gustaba… ¡Según mi humilde entender, el peor error! Más de una vez corrí hacia el cesto de basura a rescatar esos grasientos fragmentos llenos de erotismo, de genialidad. Y no bastaba, ¡jamás!, con querer imitarlo, no… Me sentía sólo un bufón, como Víctor Hugo.

Cansado estoy ya de escuchar hablar sobre Víctor Hugo. Baudelaire se la pasa blasfemando sobre lo mal que escribe, lo mal que actúa, lo mal que besa a su novia… Y lo peor… ¡esta noche vino a cenar!

Mi empleador tiene este tipo de desplantes: es un provocador nato, le gusta jugar con el absurdo, merodea por el límite de lo amoral sólo por diversión, aun si estuvieran en juego los sentimientos de quienes lo rodean. Muchas veces, ni siquiera me ha mirado a la cara cuando le pedí consejo sobre unos versos en los que estaba trabajando. Jamás me ha presentado a su editor. Jamás me ha invitado a cenar con él y nunca lo he visto llorar.

Baudelaire me pidió que me quede rondando, exclusivamente para atender los caprichos de su colega que hace unas horas se fue con la cara llena de vergüenza, algún que otro moretón, y la promesa de nunca regresar a la morada del ‘violento beodo’.

Más temprano me había dicho: ‘Gérard, delante del señor Hugo, sólo sonrisas’ y durante un buen rato, mi gurú cumplió con el ejemplo: hizo alarde de un sentido del humor exquisito, apeló a referencias históricas dignas de un letrado manipulador de fantasías, respiró con profundidad luego de catar los brebajes y deglutir la tabla de quesos varios que conseguí a cambio de una módica suma.

Cuidé celosamente todos los detalles, pero la primavera parisina exalta las pasiones y los cuerpos sucumben ante el idílico panorama templado de la ciudad.

El señor Hugo estaba encantado de todo cuanto pasara dentro de los confines de la habitación, excepto por un detalle que resultó ser crítico: no le apetecían las aceitunas y, mucho menos, las ramas de olivo que decoraban la mesa. Eso alteró el común devenir de la velada y, sobre todo, catapultó la ira de mi empleador. Hugo no tuvo comentarios desafortunados para con la organización, simplemente tuvo mala suerte. Todo fue devorado, excepto lo que acabo de escribir… ¡Que no estoy loco! ¡Que hasta debo ponerlo en tinta porque no puedo creer semejante actitud infantil! ¡Menudo banquete en la casa de Baudelaire que, por cierto, nunca invita a nadie, y así le devuelven el favor! Ese desplante demostraba que todo lo que había oído hasta este día sobre Víctor Hugo eran puras verdades.

Mi señor cuidó las formas, hasta que despotricar contra su invitado se convirtió en su capricho de la noche. No podía tolerar que alguien desdeñara su sabiduría culinaria y, como si fuera poco, que desprecie lo que con tanto ahínco le había costado ordenar que se prepare. ¡Yo hubiera reaccionado de la misma manera!

Mientras analizaba las reacciones de ambos en primera fila, detrás de la puerta de la cocina y con la bandeja de aceitunas rellenas en la mano plato fuerte de la noche que iría acompañado de nuevos pedazos de queso Brie; deliciosos no obstante repetitivos, por cierto pude notar la incomodidad de Víctor Hugo. Sabía que estaba fallando en algo, pero no podía dilucidar con certeza qué era aquello que perturbaba a su coetáneo.

En un instante, Baudelaire pegó un golpe en la mesa y aclaró al viento:

¡Menos mal que nos bombea lo suficiente el corazón para apreciar el aceite de oliva! Sin él, la vida no tendría sentido. ¿O estoy faltando a la verdad, mi estimado? –le dijo Baudelaire al prestigioso comensal invitado. Dicho sea de paso, me hizo poner los ojos en blanco: ¿tanto le importaba destacar su esnobismo por sobre lo bonito de la reunión?

Últimamente, y ahora que lo pienso, el señor Baudelaire estuvo leyendo infinitos artículos sobre las bondades que este óleo compone para quien decidiera aprovecharse de él de modo regular. Si bien ningún galeno avala la conducta obsesiva, mi mentor prefiere guiarse por su experiencia: desde que lo probó, pretende evangelizar a sus conocidos. Olvida que las personas somos distintas.

¡Para nada, compañero! respondió Hugo, comedido–. No faltas a la verdad en absoluto. Si como mortales algo debemos de agradecer, sea a quien fuere destinatario de nuestra gratitud, es que podamos disfrutar de tan maravilloso alimento.

¡Ja! Esto no es un alimento…

–Claro que no, me refiero a…

¡Silencio! –dijo Baudelaire, y hasta las velas dejaron de agitarse con el viento–. El aceite de oliva es el néctar de los dioses. No existe otro más allá de este ungüento al que estás denigrando con tu indiferencia. Pensar que cuidaría tan bien de esos mofletes tuyos, regordetes y rosados…

Bueno, ¿me halagas? –noté confundido al señor Hugo–. Pero, verás, me has descubierto. De todos los manjares que en esta inmejorable velada has puesto a mi disposición, el aceite de oliva… ¡Vamos! Todo lo que provenga de esta planta me indispone, me genera rechazo…

Casi tanto como al resto del mundo tus estúpidas creaciones, Hugo. ¿Piensas que a tus lectores los atraes… por qué? Debe ser porque luces alta costura. ¿Eh? ¿Te vitorean por tu pluma prodigio o por tus elegantes vestidos? ¡Eres un mequetrefe! –mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo y ahora que estoy en mi habitación, más tranquilo y solo, recordando lo que sucedió, también siento cómo me hierve la sangre.

¡Estamos en 1856! ¡Qué premisas tan obscenamente retrógradas esgrimía mi maestro espiritual! ¡Pensar que en poco tiempo habrá de publicar nuevas obras! ¿A quién estoy sirviendo? Es una persona que se sobresalta porque no puede admitir un pensamiento diferente. No puedo dejar de cuestionar mi devoción…

Acto seguido, la batahola de la vajilla fue tal que los perros vecinos iniciaron un concierto. Mi señor se abalanzó sobre la humanidad de Hugo, mientras profería maldiciones y versos condenatorios sobre su persona. El poeta de Besanzón sólo atinó a defenderse, mientas suplicaba piedad y recurría a mí, al propio Gérard Laforet: me miraba, necesitaba ayuda, pero yo no pude hacer nada más que sentarme en el alféizar a contemplar tamaña gresca, puesto que Baudelaire ya me había hecho una seña premonitoria (con el dedo índice de la mano izquierda con la diestra ejercía presión sobre el pecho del señor Hugo se recorrió el cuello, simulando el degollar de una botella de espumante).

En medio de los insultos, las acusaciones, los malos augurios respecto a la sífilis o, peor, ¡a la censura! imagínense ustedes el nivel de tensión que gobernaba la contienda decidí escabullirme para comenzar a ordenar y a limpiar lo que podía en la cocina.

Después de un rato, las interjecciones cesaron y yo sentí que había recuperado a mi mentor. Entonces, me acerqué lentamente al comedor. Asomé la cabeza apenas detrás de la pared, mi escudo. Los escritores sacudían sus atuendos. Una verdadera lástima los tajos que ostentaba el redingote de Víctor Hugo. Calumniado, lastimado y ofendido, el invitado dijo: “¡Jamás te enviaré mi nueva obra para que le eches un vistazo!” y, antes de dar el portazo, viró su mirada y le dijo, puro sentimiento, “Charles… qué bien te sienta el título de miserable con el cual te recordaré para siempre”.

Baudelaire, orgulloso, continuó sacudiéndose los restos de comida y las migajas de pan, mientras se incorporaba y vociferaba: “¡En un año seré famoso, ya verás! ¡Mejor que tú, que te la pasas bebiendo con funcionarios públicos en vez de dedicarte a pulir tu pobre técnica! ¡Que me lo ha aclarado más de una vez Malassis! ¡Es que yo tengo talento, Hugo!” (Más y más garabatos. Parecía como si al anotador lo hubiera atacado algún animal ponzoñoso o bien como si Gérard se hubiera compenetrado demasiado con la anécdota, al punto de perder los estribos).

Logré despegar la vista del relato y mientras me refregaba los ojos para adaptarme a la oscuridad predominante, me di cuenta que Mónica ya no estaba a mi lado. Me desesperé, pero recordé algunos consejos de meditación, así que procuré inhalar y exhalar con la suficiente sapiencia para encontrar la salida.

Un chirrido agudo invadió el habitáculo y ya no pude contenerme, grité y gesticulé por si había alguien cerca de mí con maléficas intenciones. Si era un mortal, sufriría algún que otro tumor leve y si, en cambio, se trataba de un espectro, supongo que el movimiento alevoso de brazos, piernas y cabello lo espantaría.

La pequeña puerta se volvió a abrir, y escuché a Mónica pedir perdón mientras se reía a carcajadas con todos los integrantes de la obra: el elenco había recibido las instrucciones de mi pareja y logró llegar al teatro.

Mónica, de atención volátil ante mi fútil descubrimiento (que aún tengo conmigo), había subido a recibirlos y en el descuido se había olvidado de mí.

Entre abrazos, celebramos el encuentro, la fortuna y brindamos porque la obra fuera un éxito. Yo me olvidé por un instante de lo extraño que es el universo.

Esa noche, convenimos en que ordenar comida era lo más viable –ajustándonos al presupuesto y a la comodidad necesaria, consecuencia del “jet lag”– y yo sugerí que elijan cualquier cosa del menú, pero que el aceite de oliva (al menos por esa ocasión en particular) era condición sine qua non.

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