Secreto se escribe con H

[Mª. del Pilar Martín Bouzas]

Llueve sin parar, como en los últimos tres días.

Las gotas resbalan por la cruz improvisada de madera de olivo que preside la última morada del pequeño Hugo.

Nadie debe saberlo. Es mejor así, sin levantar sospechas. Aún queda viva la otra niña recién nacida que no reemplazará al varón; pero ayudará a mitigar el dolor de Carmen y servirá para seguir adelante. La pequeña Lola será el cayado en el que se apoyen. Ha escogido el lugar preferido de su mujer: bajo el acebuche, que a estas alturas del año está cubierto de pequeñas aceitunas. Él cuidará del niño. De aquí en adelante, nada ni nadie podrá hacerle daño.

Maldice la hora en la que decidieron trasladarse al cortijo, tan lejos del pueblo. A ambos les gustaba la idea, fantasearon con convertir el viejo palomar en su casa solariega. Pero algo salió mal. Carmen no debía ponerse de parto, aún faltaba mucho. Pero está visto que a los pobres todo les sale torcido.

Se para a escuchar. Los gritos desgarradores de su mujer interrumpen la tranquilidad de la tarde. Un pequeño llanto, parecido a un maullido, acompasa el quejido de su Carmen.

Es hora de volver. Hugo debe marcharse, hacer como que nunca existió. Será lo mejor, es la cantinela que se ha repetido una y otra vez. Pero algo muy fuerte le oprime el pecho, no puede respirar, le falta el aire.

Con un hondo pesar, clava por última vez su rodilla en el suelo y, con suavidad, deposita un beso en su mano y acaricia con ella suavemente la cruz para, de un golpe certero, arrancarla evitando así cualquier indicio del pobre niño.

Es lo mejor —vuelve a repetirse—. Ellos no necesitan ningún objeto para recordarle. El acebuche siempre estará ahí y hará las veces de lápida mortuoria.

 

En silencio, cabizbajo, se dirige al palomar que pronto se convertirá en su casa.

Deben sobreponerse a tanta desgracia. La pequeña los necesita

 

 

Los días se suceden y encadenan, sin querer, años y años. El paso del tiempo ha mitigado, en parte, el dolor por la pérdida de Hugo haciéndolo, simplemente, más llevadero.

Con ayuda de varios familiares, han conseguido remodelar el antiguo palomar y ahora es una bonita y sencilla casa de planta baja. Todos están al tanto de lo ocurrido aquella noche, pero nadie lo nombra. ¡Para eso está la familia, para formar piña en torno a las desgracias! Lola ha cumplido diez años y es feliz viviendo en el cortijo, deambula de acá para allá por todos los rincones al volver del colegio.

—Estoy preocupada, Rafael, la niña se pasa el día hablando con un amigo imaginario. Quizá nos ha escuchado hablar de Hugo y fantasea con ello.

—¡Chisssst, tienes que ser más cuidadosa! Quedamos en no pronunciar su nombre nunca más. Lo que hicimos no estuvo bien, pero no tuvimos opción. Quizá debimos avisar en el pueblo y haberle dado sepultura como se merecía, pero en ese momento no teníamos dinero y además no sirve de nada mortificarse, nadie nos va a devolver a nuestro pequeño. Tenemos que centrarnos en Lola y en conseguir que nuestras tierras recojan buenas cosechas de aceituna. Los olivos han agarrado bien y es cuestión de tiempo. El aceite es un bien escaso y estamos a tiempo de emplearnos a fondo.

Carmen pasa todos los días un buen rato bajo el acebuche. En ocasiones, Lola la acompaña. Ha instalado bajo sus ramas un pequeño altar improvisado. Es un armarito que encontró en la casa. Lo ha pintado de blanco y decorado con muchas flores de colores. En su interior, siempre se encuentra encendida una vela de agua y aceite.

 

—Hay que rezar porque tengamos buenas cosechas y mucha salud —dice Carmen con lágrimas en los ojos.

Lola la observa sin pestañear. A papá también parece gustarle ese rincón. De vez en cuando le ve desde la ventana de su habitación cómo toca sus ramas y baja la cabeza. A lo mejor ese arbusto es mágico, aunque sus aceitunas no valen gran cosa —ha escuchado decir a su papá—. Mamá siempre las utiliza para extraer el aceite y echarlo en las velas que luego coloca en el altar y ha visto montones de aves que, a su paso por el cortijo, picotean las acebuchinas.

Hoy es su onceavo cumpleaños y toda la casa está adornada con guirnaldas de colores. Tiene muchas amigas en el cole y vendrán todas. Como en cada celebración, papá se sienta bajo el altar y deja en el armario una nota escrita en un papel.

—He visto que guardas papeles cada día de mi cumpleaños. ¿Es una sorpresa para mí papa? —pregunta mientras pasa sus brazos alrededor de su cuello en actitud amorosa.

—Hola, cariño, cuando seas mayor y estés preparada, te lo enseñaré. Sólo apunto los litros de agua que han caído durante cada año de tu vida. Cuando tengas en tus manos nuestras tierras podrás decirles a todos, con plena seguridad, las precipitaciones de los últimos años —explica mientras acaricia suavemente la cabecita de Lola.

—¡Qué cosa más aburrida, no puedo creer que le interese a alguien lo que llueve en un año! Por cierto, papá, he vuelto a soñar lo mismo. El acebuche extiende sus ramas y toca con ellas cada olivo de nuestra finca, a partir de ahí, nuestras cosechas son mejores y conseguimos una plaza en la almazara para llevar nuestras aceitunas.

—Ese sueño tuyo no te deja descansar —dice preocupado. Hace un tiempo lo consultó con su abuela. Siempre le gustaron las fuerzas ocultas y mantiene que ese rincón, donde está situado el altar, emana una fuerza misteriosa. Ahora es Lola quien lo presiente. Quizás haya heredado las premoniciones de la abuela.

—No importa papá, no me da miedo. Cuando me despierto miro por la ventana y el acebuche parece que inclina sus ramas hacia mí. Siento que me cuida. Mamá dice que su aceite es especial, que dura tanto que impide que su mecha se apague porque sigue viva la llama del recuerdo.

—¡Ya han llegado tus amigas!, avisemos a mamá. Todo está preparado —dice aprovechando el momento.

La fiesta ha transcurrido sin incidentes. Lola ya está acostada y duerme como una bendita en su habitación.

—No quiero que le metas en la cabeza a la niña tus historias. Vuelve a tener pesadillas con ese arbusto que voy a cortar mañana mismo. Ese altar no fue buena idea. Yo no necesito ningún objeto para añorar a Hugo, lo hago todos y cada uno de los días —explica mientras cierra el puño clavando en la palma de su mano las uñas a la vez que contiene su rabia.

—Algún día, cuando sea mayor, deberá saber la verdad. Los dos han crecido dentro de mí y deben tener una conexión especial. Lola es muy perspicaz. Se da cuenta de pequeños detalles que a mí me pasan desapercibidos. Tu abuela dice que sus negros ojos tienen vida propia.

—Se acabaron las tonterías. Mañana desmontaré todo ese rincón, ¡no se hable más!

—Deberás saber que, si haces eso, mañana mismo nos vamos de aquí la niña y yo y no vuelves a vernos. Entiende que para mí es muy importante.

Rafael dio un portazo y salió al patio. Carmen se sintió segura. ¡Esta partida la había ganado… de momento!

 

El tiempo pasa sin que nos demos cuenta y los días se diluyen entre las faenas cotidianas del campo. Hoy no es un día cualquiera. Lola cumple su mayoría de edad. Aunque es momento de felicidad, su próxima partida hacia la universidad hace que sea un instante agridulce.

—No te preocupes papá, sólo voy a la ciudad. Estaré aquí al lado. Podré verte todos los fines de semana. Prometo aprender todo lo que pueda para poder ayudarte a mi regreso. En diez años seré una ingeniera de mucha reputación —dice riendo a carcajadas.

—¡Diez años, espero que sea en menos tiempo! —contesta su padre quitándose la visera de la cabeza y sacudiendo con ella el polvo de sus pantalones.

Un último vistazo a su casa y una parada obligada junto al altar en el que hace poco ha visto guardando a su padre el papel de todos los cumpleaños. Acaricia la rama del arbusto y coge un puñado de acebuchinas. Seguro que le traen suerte.

Cinco años no son nada cuando se es joven, pero cuando la vida enfila el último cuarto de tu existencia, todo corre más deprisa. Por el camino se han quedado Hugo, los abuelos… A veces me pregunto qué le tendría preparada la vida a este pobre niño que ni tan siquiera le dio la opción de conocer a sus padres y hermana. He querido contarle en muchas ocasiones a Lola que ha tenido un hermano, pero me han faltado las fuerzas. A veces si no cuentas las cosas es como que no han ocurrido. ¡Ese maldito altar me recuerda todos los días que pudo ser y no fue! Sin embargo a Carmen le hace bien… cada uno busca la forma de seguir adelante. Con ello no quiero decir que no esté contento con mi hija, al contrario, ha cumplido todas las expectativas que podían esperarse y alguna más.

Hoy es la graduación de nuestra Lola y no cabemos en sí de gozo. Sé que no ha sido fácil. Ha pasado temporadas difíciles y los sueños recurrentes del acebuche la han acompañado a lo largo de muchos días. Aunque no me ha dicho nada, he podido ver sus ojeras de no dormir. Dice que es porque estudia mucho. Sabe que me preocupo por ella y no me lo suele contar. Daría cualquier cosa por relatarle lo que pasó. Es una mentira que nos persigue desde hace tiempo y es más pesada que la losa que cubriría su tumba.

Allí está. Tan guapa, con ese pelo negro tan largo. Nos hace señas. ¡Está radiante, feliz!

Mi niña regresa hoy a casa para quedarse. Me ha pedido que la deje ocuparse del cuidado de los olivos. ¡Lo intentaré! Voy haciéndome mayor y los jóvenes vienen pisando fuerte. Tenemos que apartarnos para dejarles espacio.

¡Ya estoy aquí!, papá, mamá, ¡ya he llegado!

Besos, abrazos… Hemos invitado a nuestros vecinos y preparado una fiesta sorpresa. Todo transcurre tan bien… que me asusta pensarlo.

—Tengo muchas ideas para rentabilizar la productividad de los olivos y hay una cosa espectacular que tengo que contarte papá. Un día analicé en el laboratorio un puñado de acebuchinas que me llevé de aquí y el resultado que arrojaron fue excelente. He hablado y preguntado a mucha gente y todos coinciden en que podríamos utilizarlo para extraer aceite de forma artesanal y venderlo a buen precio. Déjame probar, por favor. Te demostraré que estoy en lo cierto.

Durante ese invierno, Lola puso en marcha la idea que le rondaba por la cabeza. Para ello contó con la inestimable ayuda de su madre, que se mostró más que encantada de trabajar codo a codo con su hija. Con el aceite fabricaron jabones, velas y embotellaron pequeñas botellas de aceite que regalaron a sus amistades, para comprobar si el producto gustaba.

¡Extraño arbusto, pensaba Lola para sí, y recurrente idea! Todo giraba en torno a aquel misterioso rincón, incluso en sus pesadillas.

La intuición y los descubrimientos de Lola estuvieron en lo cierto. Pronto una de las naves del cortijo se vio llena de estantes y botellitas de todos los tamaños que los turistas, que por aquel entonces comenzaban a rondar por los cortijos, se aficionaron a comprar.

El dinero que fueron sacando, lo invirtieron en más tierras. Los olivos, plantados de forma que pudieran rentabilizar al máximo las cosechas, llenaron de gozo a su padre. La variedad picual de sus fincas pronto se hizo un hueco en la almazara y se convirtieron en imprescindibles. El buen hacer de tantos años obtuvo su recompensa.

Pero como la felicidad no puede ser completa, Rafael abandonó a sus mujeres un día de marzo. Fiel a la tradición de su padre, Lola fue a guardar en el altar, el día de su cumpleaños, los litros de agua que habían caído durante el último año. Al abrir la puerta del compartimento secreto, con la llave que encontró en la mesa del despacho, un papel cayó a sus pies. Lo que leyó, la dejó sin habla:

—Querido hijo Hugo, hoy es tu vigésimo noveno cumpleaños. Felicidades. Te querremos siempre.

Comenzó a llorar. Carmen, al oír los lamentos de su hija, acudió rápidamente. Sabía que había llegado el momento de contarle el secreto que anidaba en su interior. Sin omitir detalle y, con las manos de su hija entre las suyas, relató lo acontecido.

Lola comprendió, de pronto, el porqué de sus pesadillas, el porqué de las abundantes y excelentes cosechas del acebuche y lo que había traído consigo, y lo más importante: el porqué del motivo de sus padres para obrar de esa forma.

Con manos temblorosas, escribió en un papel:

—Hugo, hoy es tu trigésimo cumpleaños. Te quiere… tu hermana Lola.

 

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