El hombrecito amarillo

[Rose Elizabeth MacAllister]

Sucedió en Cazorla el último domingo del mes de abril, en plena fiesta de la Virgen de la Cabeza. Amenábar era un agricultor que desde noviembre no había podido producir aceite; a pesar de todo el cuidado al momento del ordeño de la aceituna, decidido a contarle su pesar a la virgencita, se dirigió a la salida de la romería, esperando que por estar más cerca de Dios ella pudiera decirle que su familia, a falta de aceite, se había obligado a pasar necesidad y como si fuera poco otro bebé venía en camino. Que intentaba todo lo que le decían los habitantes de los olivares vecinos, pero nada funcionaba, era como si en un acto de rabia la tierra por tanto mal que los humanos le hacemos a diario, decidiera de un momento a otro no dar más cosecha. Arrodillado ante la estatua de la madre de Dios, este elevo su oración:

–Madrecita mía, tú que sabes todos mis pesares, pues todos te los confío, ayúdame con esta situación. Tú sabes lo difícil de todo esto, que a otra cosa no me puedo dedicar pues Amenábar solo sabe hacer aceite y es bruto pa´ otra clase de actividad, si tú me ayudas con esto jamás te van a faltar servidores en mi casa –dijo el hombre esperando que más pronto que tarde su situación se resolviera.

Se escuchaba a la gente entonar Dios te salve María, todo el pueblo te adora… libre, libre a porfía como tú no hay otra igual, eh…. Ole, ole, ole, ole, ole.  A Cazorla yo quiero volver a cantarle a la Virgen con fe. Entretanto se unió a los cantos esperando que la devoción que profesaba le alcanzara para recibir el favor pedido.

Cuando hubo terminado la procesión se devolvió a su casa por el camino de siempre, pensando si de pronto tuviese una oportunidad de esas que se presentan en los cuentos, cuando de repente escuchó una voz a sus espaldas.

–Hace mucho calor aquí, ¿no te parece?

Amenábar se volvió, pero no encontró a nadie.

–¡Ehh! Aquí, yo…

El agricultor se dobló para mirar a un hombrecito amarillo, con la cabeza más grande que el cuerpo y un gordo entre las piernas que apenas le soportaba el trajecillo.

–¿Es usted algún vecino?

–No, no, nada de eso, yo estoy buscando aceite y del mejor.

–Le pudiese vender, pero he tenido una mala racha, la tierra ya no me quiere producir y sin hacer alarde, pero mi aceite es el mejor en esta región.

El hombrecito amarillo lo miraba de arriba abajo como dudando que un granjero tan sucio pudiese ser el dueño del mejor aceite.

–Sé que mi vestimenta no lo aparenta, pero si tuviera le daría yo a usted una prueba para que vea que el buen Amenábar no miente porque podrá ser pobre, pero no mentiroso.

El hombrecito lo miró fijamente a los ojos y le dijo:

–Si es así, entonces no habrá problema en que hagamos un trato. Usted tendría de nuevo su cosecha y yo mi aceite, ¿le parece?

Amenábar no podría creer en su suerte, es que la virgencita había intercedido más que rápido con su pedido y ahora le tocaba a él hacer trato con este hombrecito que, aparte de su apariencia desagradable, tenía un buen corazón.

–Qué tipo de trato me propone, caballero.

El hombrecito con una seña hizo que el agricultor se sentara a su lado en unas piedras.

–Quiero que escuches con atención. Mañana por la noche vas a ir al castillo de la Yedra; ahí, casi llegando al río, vas a encontrar tres vasijas medianas, las vas a tomar y llevar a tu cultivo. En frente del primer árbol que veas vas a enterrar las vasijas llenas de tierra y el próximo noviembre, cuando el fruto haya madurado, sacarás las tres vasijas que en su interior tendrán una forma de hombre echa de la tierra que les echaste y con el primer aceite que obtengas de tu cosecha deberás poner igual cantidad a cada uno, sin una gota más sin una gota menos.

Este, escuchando aun atento a lo que el hombrecito le decía, no podía entender lo que le pedía, puesto que para devolverle su economía esto le resultaría trabajo fácil.

–Solo hay una pregunta que quiero hacerte. Si yo hago todo lo que usted me pide al pie de la letra, me ayudará con mi cultivo.

–Sí, siempre y cuando lo hagas tal como te dije de aquí en adelante, cada vez que se avecine el tiempo del ordeño.

–Otra cosa.

–Solo dijiste que una pregunta.

–Es que no sé qué significa esas tres formas.

Con una sonrisa pintoresca el hombrecito dijo:

–Representan la paz, la salud y el dinero.

En la mente de Amenábar todo esto se la le hacía tan extraño, tanto que le era más fácil acordarse de leer o escribir, ya que para un hombre que solo ha llegado hasta el quinto grado la fortuna le estaba sonriendo justo en esa piedra. El hombrecito se levantó y se marchó.

Llegó a su casa indeciso si contarle o no a su mujer tan peculiar vivencia, pero luego en la cena le comentó todo lo sucedido aquella tarde, cómo las orejas y la nariz le sobresalían de esa cara pequeña de aquel hombre que sin conocerlo le había devuelto la esperanza. Clara, como se llamaba la esposa, también encontró algo extraño en esta proposición, pero al igual que Amenábar se le hizo tan sencilla de cumplir que apoyó a su marido y una vez se hizo de noche este partió hacia el lugar establecido para encontrar a la paz, la salud y el dinero.

Pasó un año durante el cual todo estaba marchando a las mil maravillas; la floración había empezado entre abril y mayo y los acebuches estaban cargados dando una variedad picual sana. Dentro de cuatro meses tendría que cumplir su promesa y empezar a realizar el rito que el forastero le propuso. Tiempo llegado, este hizo lo propio y pasado cada año llenaba las formas hasta los hombros con el aceite de calidad. Nunca más se vio en la necesidad de pasar percances sus hijos y su mujer gozaban de salud, jamás les volvió a faltar el pan y el dinero se mantenía a manos llenas.

Una noche, mientras hablaban después de hacer el amor, Clara le comento a Amenábar si el hombrecito le dio alguna restricción sobre la cantidad de aceite que se le debía echar a las vasijas, a lo que este solo le recordó que eran la paz, la salud y el dinero.

–¿Y si probamos a ver qué pasa si le lechas más aceite al que es el dinero? Ame, no nos caería nada mal comprar otras tierras por acá.

El marido se quedó pensando en la ocurrencia de su esposa, pero si no era ocurrencia, y si ese viejito quería resultar aventajado y no le había contado que si le echaba más aceite a la forma del dinero se taparía en tanto billete que ni el mismo rey de España se le pudiese igualar. Acto seguido, en el próximo noviembre, se hizo como había dicho Clara y la familia Cruz se había convertido en uno de los dueños absolutos de Cazorla, que hasta en Italia conocían la marca del buen aceite que estos producían y es que entre tanta pasta habían llegado uno que otro comerciante con quien hacer negocios y comenzar a exportar. Todo cambió de la noche a la mañana, que así mismo se olvidó la promesa, con mucho dinero por delante qué importaban unas gotas de aceite de más.

Uno de los domingos antes del último del mes de abril de ese año, en plena entrada de los borregos, Amenábar se quedó con algunos miembros de la cofradía, bebieron vinos hasta la madrugada, ya se tenía que regresar a su casa pero estaba tan bebido que ni encontraba su carro, así que agarró la bici del vecino Pedro y empezó a andar por el camino cuando de pronto se mandó un aguacero que este creyó que le estaban escupiendo, y vio en uno de los parajes a Dina, la hija de Pedro.

–Pero chavala que hacéis a estas horas por aquí, no es bueno, ven súbete te llevo.

Dina se subió a la parrilla de la bicicleta y entre tanto llover, se le estaba haciendo difícil manejar.

–No creía que pesaras tanto, niña, ¿qué has comío?

Escuchó que algo rozaba contra el suelo destapado, miró a su pasajera a quien le habían crecido las extremidades de una manera descomunal.

–Que pasa ahora Ame, ¿ya no me quieres timar?

Se bajó como pudo de la bicicleta mientras detrás corría lo que era Dina, bueno algo que se había parecido a Dina, cuando algo frío lo agarró.

–Pensaste que no me iba a dar cuenta, te di todo a cambio de un simple favor y tú me pagas con esto.

Dina convertida en el hombrecito amarillo le hablaba a Amenábar a gritos en la oscuridad del trayecto.

–Patrón, mi buen patrón, es usted, yo no quería hacerlo se lo juro, si quiere podemos volver a hacer las cosas como al principio. Decía con la lengua medio embolatada por el alcohol.

–Ya no confió en ti, me has robado, te ha podido más la avaricia que hay en tu corazón de ser humano y te has dejado arrastrar por ella hasta el punto de engañar al único que te dio la mano cuando necesitabas ser apañado.

En un descuido del hombrecito, Amenábar tomó una barra de metal que estaba tirada entre la yerba, dio un golpe fuertísimo desde la cabeza hasta donde se le repartían las piernas, viendo como el líquido oleoso de su interior salía a borbotones del cuerpecito, que se dividió en dos.

Jadeante, y aún con el miedo en el ambiente, entró a su casa, sorprendido porque el sol salió tan rápido.

–Clara, niños.

La cara de aquel excelente agricultor cambió al ver la figura de su mujer esculpida en la pared cargando a su hijo entre sus brazos, su Sarita reposaba a los pies de la madre sosteniendo lo que parecía un manto.

A la redonda de la casa el silencio se rompió por el grito de Amenábar.

Desde entonces en el pueblo solo se habla de la familia finamente esculpida en la pared de la casa, solo que nadie sabe quién es el hombrecito que los acompaña sosteniendo entre sus pequeñas manos un escrito que dicta “bienvenidos al oleoturismo”.

 

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