Naitín o El árbol del aceite
[Juan Antonio Chica Sabariego]
El griego vertió un poco del líquido dorado que prendió rápidamente con el fuego. Una llama viva, intensa, que parecía moverse a su merced iluminó toda la estancia; se acercó al lecho, dejó el candil al lado y comenzó a contar:
—Ante todo el olivo es luz. Cuando la noche era temida como a los depredadores, los llamados seres de primitivo entendimiento se confiaban a las estrellas que, aun contándose por millones, solo iluminaban débilmente los cuerpos. Ciegos, sin herramientas para conocer el mundo, utilizaban las manos y la nariz como instrumentos de reconocimiento: se acercaban, se tocaban buscando las partes, se lamían para encontrar el profundo sabor de la vida y los caminos que esta había creado para reproducirse. De aquellas noches de búsqueda y supervivencia las narraciones recuerdan unas manos, que abriéndose paso entre la frondosidad apretaron, sin miedo a mancharse, el fruto de un arbusto. Lo apretaron con fuerza y se escucharon voces de asombro cuando unas gotas cayeron a la hoguera. El fuego se inflamó, respondió con una llamarada y aquella noche ardió hasta la madrugada.
Estaba fascinada, aquellas palabras habían entrado en su mente con una fuerza sobrenatural y miraba embelesada la pequeña lámpara donde ardía, sin necesidad de madera, una llama limpia, una adiestrada lengua de fuego. El espeso humo que se escapaba de la punta acompañaba a las palabras del griego como si fueran negras imágenes en minúsculos movimientos circulares. Desde el otro lado, la miró y le confesó:
—Debes sentirte afortunada, no todo el mundo tiene la oportunidad de tenerlo. Ni siquiera las princesas íberas.
Naitín parecía no escucharlo, en sus grandes ojos de almendra se veía agitarse la llama del candil. No se sentía afortunada, no podía reprimir su sorpresa y maravilla por el hallazgo que tenía delante. Un griego había amaestrado a una llama que les servía en aquella noche oscura. Nunca, en sus jóvenes años de hija del héroe, en sus años de servicio a los dioses de la montaña, había visto semejante acción. Estaba acostumbrada a mirar a los dioses con asombro en el santuario de las montañas, pero esto la sobrecogía mucho más.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó. Y el griego prosiguió su explicación:
—Tiene origen en una época en la que solo había palabras, no se habían creado las lenguas aún para mantener y transmitir el conocimiento. Lo único que nos llega son dos nombres a través de Sumeria, donde lo conocen como “zet” y “smen”. Con la primera voz se llamaba al fruto y al líquido que se saca de él, con la segunda al árbol.
—Si no son suyas las palabras, ¿no lo descubrieron ellos?
—No —contestó el griego—, el olivo venía de otras tierras; de aquellas que miran al mar. Los sumerios eran un pueblo muy inteligente, conocían sus dioses, sus ejércitos y sus límites: conquistaban las tierras de su alrededor y se aprovechaban de sus virtudes. Cada cierto tiempo, hacían llegar del oeste centenares de tinajas colmadas de “zet” que almacenaban junto al grano para poder sobrevivir al año entero. Eran productos muy preciados, inventaron la escritura con el fin de contar las unidades de aceite y grano que se repartían por toda la ciudad entre sacerdotes, guerreros o escribas. Estos últimos tenían uno de los trabajos más importantes y su responsabilidad era jurada ante los dioses delante del pueblo, pues llevaban un registro diligente de
todas las cantidades que entraban, se almacenaban y salían. Un viajero fenicio me contó que oyó de un asirio lo siguiente: un escriba tuvo un error típico de su oficio, apuntó menos tinajas de aceite de las que entraron. Cuando el señor lo descubrió le cortó las manos y la lengua para advertir que quien roba aceite no puede ni contarlo ni probarlo nunca más. Una vez vi una estatua de un escriba y tenía los ojos llorosos, como de cristal, creo que es porque recuerdan la responsabilidad que tienen.
—Si tan importante es, ¿por qué no traen más aceite? ¿O lo plantan cerca?
—El “zet” es caro y las tierras de Sumeria son fértiles para los cultivos de grano, pero inútiles para el árbol “smen”. Son demasiado húmedas para el árbol, que acaba ahogado. Tenían que traerlo por fuerza del oeste, dependían de las ciudades de la costa, por eso guerrearon tanto y se enfrentaron a todos los pueblos vecinos: querían que fuera exclusivo de Sumer. El “zet” era un símbolo de poder y estatus.
Naitín sentía al griego cada vez más cerca de ella, pero absorbida como estaba por la narración, le daba igual sentir el calor de otro cuerpo. El viajero la tenía fascinada con la historia de ese producto que les traía al pueblo y ella solo quería saber más. Reyes y príncipes de todos lados se peleaban por aquel producto de los dioses. El griego comenzó a tocarla suavemente por entre las ropas mientras le decía:
—Pero Sumeria encontró otro competidor. Las tierras fértiles del levante surtían de “zet” y “smen” a Egipto. De hecho, mucha de su gente fue hecha esclava y llevada a orillas del Nilo; con ellos se llevaron el cultivo del aceite. El pueblo egipcio y sus mandatarios lo llamaron “ddt” y cayeron rendidos ante el poder del divino árbol y su fruto: se encendían lámparas para alumbrar los templos, se pagaba en aceite para conservar la comida y los faraones hacían jabón, perfumes y ungüentos con su grasa.
Los ojos de Naitín cada vez se hacían más grandes y su curiosidad más insaciable:
—¿Qué son todas esas cosas que usan los faraones?
Para responder a la pregunta, el griego se levantó de la cama de un salto y se fue hacia sus pertenencias. Cogió un frasco redondo, rematado en punta, y volvió al lecho donde Naitín estaba reclinada. Se le acercó por la espalda, abrió el bote y se lo dio a oler.
—Esto es aceite de rosa, con él se perfuman los señores de Egipto después de bañarse. El jabón sirve para quitar la suciedad del cuerpo y los ungüentos para dejarlos suaves y lisos.
—¿Así huele el aceite? —preguntó, complacida, mientras le cogía el frasco.
—No, el aceite tiene un olor más fuerte, esto huele a la esencia de rosa. El aceite nos permite tener a la rosa en un frasco y vestirla en el cuerpo—. Volcó un poco del frasco en la mano y después de bajarle el tirante de la túnica empezó a extender el líquido con los dedos, en movimientos circulares, hasta que la estancia se llenó de olor de rosa y Naitín se sentía una flor en medio del campo. —No hay dios en Egipto que acepte un rezo si el orante no se ha perfumado con aceite y flores, si las esencias no se queman en los templos y si la luz del candil no alumbra sus atributos.
Naitín cerró los ojos y con cada caricia del ungüento se dejó llevar a las tierras del Nilo, a las costumbres del aceite. Al poco tiempo comenzó a decirle:
—Mi perfume sería de flores de almendro y llevaría a los dioses de la montaña luces de olor a almendra como ofrenda.
El griego la escuchaba atento, pero cuando sus palabras terminaron paró sus movimientos y volvió a levantarse de la cama para ponerse cerca de la linterna. Naitín estaba expectante, ¿qué otra maravilla le tenía preparada? Con estas ya le bastaba para decidir que quería tener el olivo en casa. Se oyó cómo colocaba la llama en una mesita a su lado y el soplido con el que la apagó. La habitación quedó totalmente a oscuras. El griego movía los trozos de cerámica de sus maletas y su túnica producía un curioso frufrú en la noche; volvió a retomar su narración, Naitín cerraba los ojos y disfrutaba del olor de la estancia, que cada vez se volvía más sutil.
—Hubo un tiempo en que mi padre conoció Egipto. De joven viajó por sus costas y se adentró Nilo arriba con algunas expediciones comerciales. Nos contaba que sus templos eran mucho más divinos pues no olían ni a animal ni a hombre. De las paredes colgaban miles de lámpara que hacían relucir como soles las efigies de los dioses; el aceite se servía como alimento divino para las ofrendas. En cierta ocasión, tuvo que mover cien ánforas de aceite griego por el desierto, pues el río estaba sufriendo unas crecidas terribles y no podían esperar a que se retiraran: su cliente, un faraón, necesitaba los óleos para embalsamar a su hijo y prepararlo para la vida posterior. Mi padre llegó tarde y fue condenado a dos semanas de encierro. A la semana, el propio faraón lo hizo llamar para perdonarlo, porque, según él, ningún mortal puede ordenarle al río. Mi padre, sin embargo, siempre defendió que lo perdonaron por la buena calidad de su aceite. Los presos le contaron que la única vez que el faraón tembló fue con una revuelta de esclavos que le pedían más aceite; en menos de tres días sus exigencias fueron cumplidas.
Al terminar sus palabras, el griego volvió a encender la luz y colocó encima del candil una pequeña cúpula perforada con diferentes motivos. Al momento, la estancia se inundó de imágenes, de formas geométricas que pintaban las paredes, el lecho y hasta su cuerpo. Como al griego le temblaban las manos un poco, los dibujos bailaban a la luz de la llama y se le antojaban espíritus de la noche. Naitín cerró los ojos y se tapó con la sábana.
—¿De dónde vienen? —preguntó con temor—. Échalos de aquí.
Dejó reposar el candil en un baúl en medio de la estancia y le comentó con dulzura:
—Mira ahora, ya está quieta. No son espíritus, son dibujos del fuego. El rey David hizo instalar en cada lámpara que colgaba del templo de Jerusalén esta pequeña cúpula para sorprender a los que le rezaban a dios y demostrarles su poder—. La cabeza de Naitín surgió de entre las sábanas y sus ojos volvieron a adquirir ese tono relajado de curiosidad; miraba de un lado a otro buscando reconocer alguna forma.
—La comunidad judía siempre ha vivido en el desierto: son pastores que con el paso de los años aseguran haber conocido al dios verdadero. Todos venimos del mismo dios, aunque no lo reconozcamos, porque no hay más dios en el mundo que él—. Naitín lo miraba confusa—. Dios los hizo nacer en un paraíso, un lugar de miel y aceite, donde nadie sentía dolor. Los primeros habitantes del mundo, que solo eran dos, como tú y como yo, vivían cerca de dios en una casa hecha de madera, de madera de olivo, porque es el árbol más noble de la creación. Podían vivir tranquilos siempre y cuando no comieran de las frutas de un manzano, pues estaba reservado solo a él. Ninguno cumplió su promesa y acabaron siendo expulsados al desierto: lloraron, sintieron el dolor, se quejaron y sufrieron hasta que su dios les prometió que serían perdonados por su falta.
Naitín interrumpió la narración por un momento, estaba pensativa, aunque al final le apuntó dubitativa: —Mi pueblo también tiene historias sobre las manzanas. En primavera, las chicas giran en torno al manzano pidiendo fertilidad. Pero aquí nunca hubo “yudíos”, nuestras historias no lo cuentan—. El griego le asentía, Naitín era una persona muy inteligente y viva, aunque todavía encontrara dificultad para pronunciar muchas palabras de fuera.
—El pueblo judío es muy antiguo, quizás hayan oído hablar de vuestras riquezas y pasado. Aunque ellos no son grandes marineros y no os podían traer el olivo, que es tan antiguo como su historia. Su dios, a modo de perdón por la ofensa en el paraíso, a la muerte del primer hombre, le puso tres semillas en la boca, y de ese gesto de conciliación nació el primer árbol del olivo. Por eso, el rey David construyó el templo en madera de olivo, para estar cerca de su dios. Y no hay día ni noche que no prendan las llamas de sus linternas, para no dejar de pedirle perdón.
—¿Cómo le llaman ellos al olivo y al aceite?
—“Smen” al olivo y “zet” al aceite. Ellos así los nombraron.
—¿Por qué sabes tanto de ellos? ¿Eres “yudío”?—. El griego se sintió un poco ofendido con la pregunta.
—¡No! ¡Yo soy heleno! Conozco tanto porque soy comerciante y he viajado por las costas de su país para conocer sus cultivos y su aceite, lo mismo que vengo por aquí para traer productos y llevarme otros.
—Los hombres del aceite viajáis mucho y sabéis mucho—. Naitín lo miró con un poco de recelo.
—El aceite viaja por todo el mar y trae consigo muchas cosas, mira esto —sacó del bolsillo de su túnica un objeto circular que brillaba a la luz de la llama y se lo entregó a Naitín—. Puedes quedártela. Es una moneda, está hecha de oro; puedes intercambiarla por algo de valor. Por ejemplo, tu baúl ¿cuántas monedas crees que vale?
Naitín reflexionó por un momento, ¿cuántas monedas podría valer su baúl? Su baúl valía un baúl:
—No lo sé, ¿cuánto vale?
—Calculo que unas cinco monedas, depende del material y su estado.
—¿Cuántas monedas vale el aceite? —le preguntó ella.
—El aceite puede valer muchas monedas, muchas.
—¿Y de quién es la imagen que aparece? ¿Y los símbolos?
—La imagen es Palas Atenea, la diosa protectora de mi patria, Atenas, y los símbolos son su nombre —le dijo mientras le daba vueltas a la moneda para mostrarle las letras—. Es el alfabeto. A cada sonido le corresponde un símbolo. Todo se puede escribir y así leer después. Atenea es nuestra diosa más importante. Durante la fundación de la ciudad dos dioses se ofrecieron a ser sus protectores: Neptuno, el dios del mar y los terremotos, y Atenea, la diosa de la sabiduría y la guerra táctica. Ningún ateniense quería enfrentar a un dios con la ofensa del rechazo, así que se decidió de la forma más justa: aquel que concediera el don más útil para el pueblo se convertiría en el patrón protector de los atenienses. Neptuno lanzó su tridente contra una roca e hizo brotar una gran fuente de agua salada. Atenea, en su lugar, golpeó con su lanza en la tierra, que se abrió para dar lugar a un olivo. El pueblo ateniense aclamó al olivo como el mejor regalo que un mortal podría tener: podía dar calor, comida y luz.
—Los dioses os quieren bien, os ofrecen un don preciado para la supervivencia.
—Para los griegos el olivo trajo la cultura. En honor a la diosa cada año celebramos las Panateneas: atletas de todas partes acuden a competir en actividades físicas. Se preparan durante todo el año para trabajar su cuerpo y ser los más rápidos, los que más alto saltan o los que más fuerte tiran—. Se notaba al griego excitado, se había vuelto a levantar de la cama y se dirigía hacia donde estaban sus enseres. A la luz de la llama, Naitín distinguía entre los ropajes medio caídos a un hombre fuerte, se preguntó si acaso él no fue atleta alguna vez. Se oían los frascos, rebuscaba y rebuscaba entre ellos como Naitín rebuscaba entre sus pensamientos: el olivo parecía un fruto caído del cielo para su pueblo, aunque era consciente que su presencia echaría abajo otros árboles sagrados para su cultura, que no tenían tanta utilidad ni rendimiento. ¿Sucumbirían sus dioses protectores a los del olivo? ¿Podrían aceptar otro árbol entre su protección? “Los griegos siempre traen dilemas”, recordó esas palabras de su madre, dama, como ella, y protectora de la comunidad. Se escuchaba al griego hablar lejos, era difícil reconocer sus palabras. Ensimismada en sus pensamientos, Naitín no se había dado cuenta de que había salido:
—Necesitaba aliviarme, así le he dado tiempo a la maleta para que se ordene. Toma —le alargó un frasco grande, del tamaño de media cabeza, y duro. Naitín se lo acercó a la nariz—. No, este no huele desde fuera. Este es aceite griego; nosotros lo llamamos “elaia”. En este frasco está mezclado con romero, es una mezcla muy cotizada por los atletas: ayuda a relajar el cuerpo, a cuidarlo durante el entrenamiento y a repararlo para la competición. Después se recogen con un pequeño instrumento los desechos de sudor, aceite y arena para quedarse limpio. Hay gente que compra los desechos, porque se cree que tienen poderes curativos y vigorosos.
Sabía que eran pueblos con costumbres diferentes, pero quizás esta fuera la más rara que Naitín jamás había escuchado. Le preguntó con cara de asombro y un poco de repulsión:
—¿Qué ganan los atletas tan cotizados?
Al griego se le iluminaron los ojos, parecía que era la pregunta esperada y haciendo grandes gestos les contestó:
—“Elaia”, los atletas ganan aceite. Tanto, que son la envidia del mar entero. Se les conceden las ánforas panateneas repletas del oro líquido. Lo usarán para su casa, para sus entrenamientos, para comprar: son ricos—. En ese momento le abrió el frasco, le cerró los ojos y le dio a oler: era aceite puro, olía diferente a los perfumes, tenía un olor fuerte, como si los olivos hubieran yacido juntos. La mezcla con el romero, que tan familiar le resultaba a ella, la atraía. El griego le desató sus ropajes y se fue abriéndole camino al ungüento entre las telas—. Está frío, pero la grasa después de algunos movimientos se calienta y se hace más agradable—. Naitín lo notaba, las manos del griego, unas manos suaves a pesar del trabajo en el mar, esparcían el frío que con cada movimiento ascendía a la temperatura de su cuerpo.
El griego le hablaba en su lengua, mezclándolo con palabras que conocía en íbero. Le describía el olivo: como era bajo y robusto, hacia dónde se abrían sus ramas y de dónde colgaban sus diminutos frutos mientras sus manos viajeras repartían el aceite por todas las costas de su cuerpo. Continuó hablándole de sus dioses, de cómo antiguos reyes prohibieron la tala del olivo sagrado para Zeus o de cómo muchos héroes hacían sus armas de esta madera, mucho más noble y duradera—. El héroe de los héroes, el gran Hércules, usó la madera de olivo para construirse una maza con la que sometió al león de Nemea y realizó sus doce tareas. Se cuenta que si esta tocaba la tierra podía echar raíces.
Algo cambió de repente en el cuerpo de Naitín, se puso tenso. Le paró las manos y se volvió hacia él: —Déjame. Hércules era un nombre que resonaba con fuerza y violencia. “Irikili”, la bestia, el traidor de pueblos, el raptor de jóvenes, era griego. Déjame, griego. Aquí todos recordamos a Hércules y sus tareas.
Se puso muy nerviosa, se vistió con rapidez y se levantó del lecho; el griego no entendía la situación, la cuestionaba con gestos de sorpresa.
—Aunque hace tiempo ya todo el pueblo recuerda en sus historias cómo otro griego se acercó a nuestras tierras. Era un hombre robusto y fortachón que venía acompañado de un grupo de hombres, eran todos marineros y ansiaban conocer las míticas tierras del oeste donde se acaba el mundo y reinan los hombres ricos. Nos agasajaron, nos traían sus maravillas e historias, pero nada superaba los ríos de oro y cobre que buscaban o a los míticos jardines de las Hespérides que querían encontrar. Convivieron con nosotros durante un año, aprendieron de nuestras costumbres ganaderas, nuestra relación con los perros y nuestro conocimiento de la tierra. ¿Cómo podíamos suponer que su interés y admiración se convertirían en robo y rapto? Pidieron visitar los santuarios de los dioses, prometieron rendirles cortesía y ofrecerles plegarias en su honor. Son las mujeres las encargadas de mediar entre los dioses, solo ellas acompañan al orante en su actividad y señalan el camino, así que doce mujeres salieron con ellos hacia el monte del dios y nunca más volvieron. Las hicieron a la mar y se las llevaron por la fuerza. ¿Y ahora me intentas deslumbrar con tu cultura, con tus ingenios y tus palabras? A nosotros, que fuimos más grandes y que quedamos maltrechos tras su paso.
El griego no daba crédito, su cara reflejaba más incomprensión que sorpresa, era como si Naitín no conociera bien la historia.
—No es así —le dijo indignado—, Hércules recogió las manzanas de las Hespérides, venció al gigante Atlas y separó vuestra tierra del otro continente. Naitín callaba, sabía que el griego no era consciente de la dimensión de aquellos míticos actos. En las comunidades íberas, las mujeres eran las portadoras del linaje: ellas heredaban a sus hijos la fama, la riqueza e incluso el estatus social con sus acciones y decisiones. Sabía que las dulces palabras de miel del griego eran para aprovecharse, para acceder a sus intereses y negocio; no podía soportar la idea de que con ello podía traicionar a su pueblo. Abrir a los griegos otra vez las puertas de su comunidad de manera incondicional podría ser una decisión errónea para su familia y los que vivían bajo su protección. Le contestó con rabia contenida:
—Si una mujer desaparece, se va con ella un pueblo entero: las oportunidades, los dioses y nuestros frutos. Tu héroe, de quien tan noble recuerdo tenéis, robó a nuestras mujeres, dividió nuestras comunidades, que nos culpaban del rapto y los destrozos, y maltrató nuestra cultura.
Naitín se sentía temblar por dentro, pero intentaba aparentar serenidad y decisión. Todo lo que le había enseñado el griego la maravillaba, sabía que un cultivo como el olivo podría ser útil en su tierra; podría traerles comerciantes, monedas y escritura. ¿Por qué tenía que ser un griego precisamente quien le ofreciera aquella oportunidad? Ninguno de sus hijos rezaría a Zeus, ninguno de sus hijos se apartaría de su cultura. No, ella era dama y señora de todo su pueblo y había decidido:
—Vete, griego, vete, que no quiero ser cómplice yo también muchos años después. Llévate tus asombros y tu olivo. No queremos volver a sufrir vuestra cultura.
El griego empezó a recoger, dejó que el candil ardiendo y metió todos los frascos y artilugios en su cesta. Estaba mudo, la situación lo había dejado de piedra. Conocía historias de todo el mar, sabía de todos los héroes y sus gestas, pero desconocía cómo explicarle bien esta. Se echó por encima la túnica, preparado para marcharse, pero antes alzó la cesta y rebuscó en ella una bolsa. La dejó caer pesadamente encima de la cama por donde corrieron pequeños huesos de aceituna. Recordó las palabras con las que se cierran los tratos de aceite en Grecia y se las dijo en voz alta:
—Padre Zeus, hazme rico.
Sopló la llama del candil y se lo llevó consigo.