El universo en un olivo

[Sergio Gustavo Simionato]

Gabriela se encuentra tan nerviosa, que tomar la decisión le produce el mismo conflicto que si le hubieran dado a elegir entre el fin de las guerras, la erradicación de las enfermedades mortales o la supresión del hambre en el mundo. Dentro de su propia ignorancia, los fantasmas de una mala elección la rondan como mosquitos a un expedicionario en el Mato Grosso.

Las miradas, entre ansiosas y curiosas, producen un efecto totalmente opuesto al esperado. El entusiasmo de sus compañeras de mesa se distorsiona en ansiedad e intimidación al pasar su filtro turbado, mientras hace un intento por encajar. Allí están todas alrededor suyo, esperando que ella dé su veredicto, ansiosas y tensas, como en la antesala de la ejecución de un penal.

La elegancia tanto de la habitación como de la mesa y sus invitadas, hace que cualquier desprolijidad resalte como un cartel de neón. Tal vez por esa razón, prefiere evitar incorrecciones y movimientos incoherentes. Delante suyo, sobre una mesa decorada con un mantel blanco como casi nada es blanco, y unas servilletas con diseños florales, se encuentra una bandeja con distintos recipientes de líquidos espesos. El dilema al que se enfrenta, lo digo sin más dilaciones para evitar ansiedades, está desparramado armoniosamente sobre un sector de la mesa. Orujo de oliva, aceite de oliva, oliva virgen, oliva virgen extra. Y eso es solo el comienzo. Aceituna cornicabra, aceituna picual, aceituna hojiblanca, aceituna arbequina, y algunos etcéteras. Hasta un par de meses atrás ni siquiera estaba enterada que existía una cultura alrededor del aceite de oliva. ¿Cuánta variedad puede haber alrededor de este tema? ¿Qué tan complejo puede ser todo esto? ¿Cuánta dificultad puede haber en pisotear algunas aceitunas y envasarlas en recipientes?

 

Molina

Molina, adormecido, observa a través de la oscuridad de la habitación hacia la ventana. Aun cuando es muy temprano, en los costados de la cortina se filtra la luz de un amanecer límpido y cálido. Los hombros y las manos se quejan de las jornadas extendidas en las plantaciones de aceitunas donde trabaja, vive y es. Jornadas que se repiten con frecuencia inusitada en épocas de cosecha y recolección, y dichas épocas son aquí y ahora. En su dormitorio, al que le queda grande el nombre porque apenas se trata de una habitación de dos por dos con una cama rústica y un colchón hundido, se mueve con cuidado para evitar golpearse con alguno de los elementos desparramados por el piso, como una silla, botellas de agua, un bolso desvencijado o una radio portátil antigua. En cualquier momento le van a tocar la puerta para que salga y se ponga en marcha. Seguramente lo pasarán a buscar Coco y Mingo con una pick up destartalada, para llevarlo al olivar a comenzar con la faena, intentando aprovechar las horas del amanecer en pos de evitar los peores soles y los peores calores, aunque a la larga terminen siempre asados bajo los rayos del mediodía. Lejos están, en la zona donde realiza las labores, de utilizar métodos mecanizados o tecnología al servicio de la cosecha. Será por eso que, dependiendo del tipo de aceituna, utilizan el vareo o el ordeño como técnicas manuales de extracción. Será por eso, seguramente, que al llegar por las noches al albergue donde duerme, reflexiona, sufre y se ilusiona, le duele hasta el alma. Le duele por el trabajo intenso, pero también porque mañana tendrá que volver a hacerlo, le duele por las eternas promesas vanas de compra de maquinaria mecánica, de pinzas vibradoras y también por las ridículas recompensas económicas que por ello recibe.

 

Gabriela II

Gabriela acaba de probar las distintas versiones de aceites que se encuentran sobre la mesa. Las texturas, los grados de acidez, los sabores frutados, el picor, son estímulos desconocidos que la capacitan tanto como la confunden. Sabe que luego del arrebato gustativo vendrán las preguntas de rigor y las interpelaciones jocosas, poniéndola a prueba frente a todo el grupo, que la mira con sonrisas entre tímidas y burlonas.

No parece demasiado difícil reconocer que el aceite extra virgen es muy superior al aceite de orujo. Eso la trae sin cuidado, sabiendo que va a coincidir con las opiniones de todas. El inconveniente comienza a la hora de elegir entre distintos extra-vírgenes correspondientes a aceitunas picual, arbequina, hojiblanca o cornicabra. Para Gabriela son todos iguales. O, mejor dicho, son todos demasiado gustosos como para poder seleccionar uno por sobre el resto.

—¿Y? ¿Cuál te gusta más? —pregunta Blanca.

—Este… el... Picual —responde Gabriela, para evitar pensar demasiado.

— ¿Ese? —pregunta Nora, riendo, pero con expresión de no compartir la decisión.

—Sí, ese —dice Gabriela, pero piensa “¿y a vos en qué te afecta mi decisión, insoportable?”, pero solo lo piensa, porque sabe que si lo dice se pudre todo.

— ¿Por qué ese? —pregunta Nora, continuando con el cuestionario.

—Me parece más frutado…— afirma Gabriela, aunque en realidad está preguntando “¿Y por qué ese no?” para sus adentros.

—¿Solo porque tiene sabor frutado? —consulta Nora a modo de engaño o trampa

—No entiendo por qué tanta expectativa… ¿Tanto lío por una botellita de aceite? ¿Cuánta ciencia puede haber? ¿Cuánto trabajo lleva hacer esta botellita? —alega Gabriela, contrariada por la situación, mientras decide dar por terminado el tema, cada vez más afirmada en su desconocimiento, sólida en su ignorancia, satisfecha de su inexperiencia.

En realidad, Gabriela disfruta del encuentro con el grupo de mujeres. La presentó una de sus amigas y es la tercera vez que participa de la reunión. Sabía que en algún momento iba a suceder, sabía que algún momento iba a tener que someterse a la prueba oleícola, ya que dos de las mujeres del grupo son altamente entendidas en el tema de los aceites de oliva. Allí llegó el momento, y si bien le gusta pertenecer, la pasa mal anticipadamente, la pasa mal durante el test y sabe que la va a pasar mal cuando llegue a su casa pensando en el momento que tuvo que pasar.  Es que no termina de entender del todo qué es lo mágico del aceite de oliva.

 

Molina II

Molina se toma la cintura. Las gotas perladas de sudor le recorren la cara hasta llegar a la barbilla, desde donde se lanzan al vacío en un intento de salto ornamental que deviene en suicidio en masa. Acaba de pasar el mediodía y el sol pega vertical sobre el campo irregular y ladeado en el que se afinca el olivar. Siente la piel tirante y la espalda reventada, pero sigue estirando los lienzos sobre el terreno que rodea los olivos, porque necesitan alcanzar al menos el mínimo de recolección del día. Luego le tocará el turno del vareo, para tratar de obtener una mejor productividad. Tantos años en el tema derivaron en un respeto soberano hacia los olivos, que derivó en una técnica de vareo donde los golpes son menos dañinos para el árbol, y así evitar lastimar a sus compañeros de trabajo de cuerpo rústico y atuendo de corteza, con su frondosa melena verde. Nadie puede comprender su satisfacción al final de la jornada de la misma manera que nadie puede entender el esfuerzo extenuante que se interpuso entre su despertar y su atardecer.

Prefiere saltear la hora del almuerzo para poder irse a casa un rato antes. Mastica un poco de pan mientras ayuda a levantar los lienzos para cargarlos en la parte de atrás de los camiones de traslado. Cuando el sol empieza a descender, se deja caer en el asiento de la pick up de Coco y, en medio del cansancio que lo invade a la misma hora y el mismo lugar, cada día durante algunos minutos, espera desandar el recorrido hasta el albergue, para poder acostarse un momento, observando el techo congestionado de telarañas, esperando que la sensación de que todo ha valido la pena llegue antes que el sopor y el sueño.

 

Un universo

Gabriela recorre la ruta, que zigzaguea entre fincas y bosques, pensando en cualquier cosa menos en detenerse. Por momentos el camino atraviesa ciudades menores o pueblos más o menos grandes. Durante estos pasajes, puede ver al costado de la banquina casas de familia, hoteles coloniales y algún que otro negocio menor. Los enormes árboles, en esa zona, techan la carretera dándole frescura e intimidad al viaje. Han transcurrido algunos meses desde la reunión bautismo de aceites. Gira el volante hacia un lado y luego hacia el otro; entonces, Gabriela lo ve. Sobre la derecha, a la salida de una curva cerrada, observa un pequeño edificio de ladrillos erosionados y fachada triste, enmarcado en una enorme arboleda. En una especie de pizarrón negro que se yergue sobre la banquina, se puede leer “Aceite de oliva”. El cartel no da demasiados detalles, ni información adicional más allá de esas tres palabras. En el frente de la casa hay varios autos detenidos, de los que descienden y a los que ascienden personas de manera permanente. Coloca las balizas e ingresa por el camino de tierra que finaliza en la puerta del edificio. Estaciona bajo un árbol y desciende del auto. Dentro del edificio, la iluminación la brinda la luz del día ingresando por ventanas y puerta. El centro del recinto está dominado por algunas góndolas con varios estantes, ocupados por botellas llenas de líquidos que van del verde al amarillo. Luego de detenerse a leer las etiquetas, toma dos recipientes de distintos estantes.

 

Molina se despierta más tarde que de costumbre. La etapa de cosecha está finalizando y en alguna de las jornadas, en lugar de ir al campo a recoger, se queda en el negocio a atender el mostrador. Ese día, por alguna razón que desconoce, se detienen a comprar más turistas de lo habitual, dándole al negocio un carácter festivo cuando a veces ocurre todo lo contrario. Es tanto el recambio de clientes que por momentos no da abasto para cobrar, asesorar al público y reponer mercadería, por eso al mediodía envían a Mingo para que le dé una mano. En medio de la muchedumbre que entra y sale del edificio diferencia a una señora del resto de los clientes. En general ingresan, van a las estanterías, toman una o dos botellas y se acercan al mostrador para pagar. Pero la señora no. Ella parece estudiar cada movimiento, como si estuviera jugando al ajedrez con condimentos envasados. Se detiene a leer las etiquetas el mismo tiempo que si estuviera estudiando un contrato de compra de un inmueble.

 

Gabriela al fin se decide y se lleva una botella de Frantoio y otra de Arbequina. Se ha reunido varias veces más con el nuevo grupo de las mujeres y, a decir verdad, ha descubierto el mundo que hay detrás del aceite de oliva. Tampoco es una experta ni mucho menos, pero le ha servido para entender todo lo que gira alrededor de uno de esos recipientes. Se acerca al mostrador con los envases en ambas manos, saludando cordialmente al hombre detrás de la caja registradora. Lo nota con una extraña mezcla de cansancio y entusiasmo, como si todo su esfuerzo y agotamiento hubieran valido la pena. Parece distraído con todo el revuelo del negocio, alternando entre cobrar y recomendar sus productos.

—Buenas tardes, ¿qué tal estos dos? ¿Me los aconseja? —pregunta Gabriela con una sonrisa en la cara, notando en ese instante las líneas de arrugas del señor, probablemente producidas por largas exposiciones a la luz solar.

—Por supuesto señora, son de primera calidad —responde Molina casi mecanizado, mientras observa hacia la puerta de entrada.

—Entonces me los llevo —aclara con un tono un poco en serio y un poco en broma. Mientras lo escucha, le presta muchísima atención. Al estudiarlo puede apreciar los labios agrietados y las manos lastimadas.

—La vi estudiando las etiquetas. ¿Sabe del tema? ¿Conoce de aceites? —comenta ahora más comprometido con la conversación y mirándola a los ojos

—No demasiado, solo un poco por algunas amigas. De lo que sí conozco bastante es de esfuerzos ilimitados, de determinaciones indestructibles, del amor a algo.

El hombre, a pesar de la cantidad de clientes, en seguida entiende el elogio, y agradece con un gesto de la cabeza.

En ese instante, ambos se quedan callados, observándose, comprendiéndose mutuamente. En medio de ellos, el velo invisible que hasta minutos atrás separaba sus mundos diferentes, comienza a disiparse. Se dan la mano con mutuo respeto, y continúan cada uno con su vida. Esa tarde, Molina sonríe y se enorgullece más de lo habitual, y Gabriela entiende definitivamente que, tal cual pensara el Dr. Seuss, en una mota de polvo (o en un olivo) puede existir un universo.

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