Los mocos todavía están en mis recuerdos
[Compabuenos]
La mañana caía prodigiosamente espléndida por la hermosa campiña llena de cultivos, especialmente de olivos que se erigían como un manto verde, en fila y orgullosos por un hermoso patio de la provincia de Jaén. El sol comenzaba a empinarse y se preparaba para derramar toda su energía sobre ese maravilloso espacio de vida.
–Ya estamos llegando abuelo –casi lo empujaban sus dos nietos, ambos adolescentes, para que continuara la exquisita travesía a través de la vía verde en la ruta del tren del aceite.
–¡Vaya, nunca pensé que fuera tan pesado este camino para mí!
–Ja, ja, ja, ja, ja, tú mismo presumes que estás joven todavía –le dijo bromeando su hijo Antonio.
–¡Ay, mi madre! ¡Me duele hasta el alma! Necesito descansar un rato, y lo haremos bajo aquel robusto olivo que se divisa por allá –señaló hacía un árbol muy particular, frondoso y todavía lleno de vitalidad, a un lado del camino.
–Está bien, papa, pero debemos apresurarnos si queremos llegar a tiempo a la casa de la abuela. ¡Hay hambre en el penal! –Antonio hablaba por todos.
–Más loco por llegar estoy yo, así que no se preocupen por eso
Tan pronto se detuvieron, se acomodaron debajo del olivo. Lorenzo Murillo, el padre de Antonio y abuelo de los gemelos Anthony y Antón, comenzó a suspirar mirando hacia el horizonte tratando de traspasar con ello la ruta del aceite en toda su dimensión.
–Abuelo, ¿qué te pasa que estás tan embelesado mirando hacía el manto verde lleno de hermosos olivares como tratando de tragártelo todo? –ahora fue Anthony quien lo juzgó a la ligera.
–Exactamente por aquí, debajo de este mismo olivo, le declaré mi amor a Pepa, tu abuela, en una romántica tarde, ya cayendo la noche.
–¡Abuelo! ¡Eres muy astuto! Entonces no estabas cansado, sino que aprovechaste nuestra ingenuidad con una perogrullada para detenerte aquí mismo procurando avivar tus recuerdos.
–¡Es verdad! Y no me arrepiento. Gracias a Dios, por ello nació tu padre Antonio y están ustedes aquí como mis nietos conversando conmigo.
–¡Bueno, ya estamos aquí¡ Y mientras descansamos un rato, cuéntanos qué sucedió con ese romance –hablaron los dos gemelos casi al mismo tiempo–, debe ser una historia muy interesante.
–No todo fue alegría y música –Lorenzo bajó la cabeza con cierta tristeza, tal vez afligido por un mal recuerdo que no quería retomar.
–Muchachos, dejen quieto a mi papa que debe estar cansado de verdad
–Déjalos quietos Antonio, que ya deberían saber algún día lo que pasó con tu madre
–Papa, por favor, si te hace daño recordar… ¡no lo hagas!
–¡No lo creo! Quiero que tus hijos sepan qué le pasó verdaderamente a su abuela
–¡Está bien, pero trata de no castigarte tú mismo por eso! Conserva por favor la prudencia al hablar.
–Cuando éramos niños tuvimos que soportar muchas dificultades. Por estos lados no había luz eléctrica y ahora mismo todo ha cambiado con lindos jardines y agua abundante por los privilegios que nos ha otorgado la electricidad.
–Abuelo, tú dejaste la huerta para trabajar en el pueblo… ¿fue por eso que se separaron?
–¡Pues te diré que no! Nos separamos por algo tan trivial y absurdo que resulta increíble hablar sobre eso sin asombrarse.
–Ahora sí que es verdad que nos embromaste. Cuéntanos por favor, ¿qué te pasó con mi abuela Pepa?
–¡Lamentablemente nos separó la muerte y todo comenzó por unos mocos!
–¡Qué pasó, abuelo! ¿Te volviste loco? ¿Cómo así? ¿Por unos mocos? –le inquirió rápidamente Antón, su nieto más recatado.
–Je, je, je, ¡no se sorprendan tanto! ¡Ya les explico! El carbón de hulla o madera utilizado para alimentar las calderas producía el vapor que impulsaba los trenes y el descarte o las escorias que caían a su paso cuando atravesaba la preciosa comunidad autónoma de Andalucía, se les llamaban “mocos”.
–¿Qué relación tienen esas escorias con mi abuela? –le preguntó Antón
–¡Para allá voy, mis queridos nietos!
–Don Adolfo Murillo, mi padre, trabajaba de fogonero en uno de los trenes que transportaba el oro precioso de España. ¡El aceite de oliva! Lo hizo ininterrumpidamente desde que comenzaron a funcionar hasta casi el final de su vida y se retiró un poco antes de que se planteara el cierre del servicio de viajeros y la suspensión del transporte de mercancías. Él nunca se acostumbró, aun siendo único hijo, al trabajo en la huerta familiar que se establecía como su medio de sustento, la siembra del olivo. Al instaurarse la red ferroviaria, se alistó a trabajar en uno de sus unidades, delegando su función en el campo a su mujer abnegada, que era a la postre mi madre adorada, doña Alicia Millán.
El relato trataba de hacerlo rápido para no recibir interrupciones y abreviarlo en aras de aprovechar el tiempo.
–Mi padre tenía un empleo de mucha responsabilidad y como ya les dije antes, trabajaba de fogonero en una de las locomotoras a vapor que circularon desde Puente Genil a Campo Real. Quizás por ser un trabajo muy duro, incómodo y hasta peligroso, sucumbió sin remedio al compromiso contraído con la empresa y su familia; a pesar de ser un hombre muy fuerte, falleció a los cincuenta cinco años de edad cuando yo apenas cumplía ocho añitos.
–O sea… ¿te quedaste huérfano muy pequeño? –allí intervino Anthony, quien se turnaba con su hermano Antón para conocer los detalles más íntimos en la vida de su abuelo.
–Ciertamente fue un duro golpe para nosotros como familia, porque además de ser muy corta, yo me sentía vulnerable e impotente en eso de ayudar productivamente a mi madre por ser todavía muy pequeño.
–Abuelo, pero todavía estamos esperando que nos digas qué pasó con los mocos tuyos y mi abuela Pepa.
-Je, je, je, ¡cálmense, mis hijos! –les repetía Lorenzo alimentando la impaciencia de sus nietos con su deliberado regodeo.
–Teresa Milán era mi prima hermana y vivía a varios kilómetros de distancia de nuestra casa. Su madre, que a la vez era mi tía, sufrió un ataque al corazón y falleció inesperadamente dejándola huérfana y desamparada. Fue a parar a nuestro hogar y mi mama se hizo cargo de ella adoptándola prácticamente como su hija a los once años de edad. Esto sucedió al siguiente año de la muerte de mi padre.
–¿Cuál era la diferencia de edad entre ustedes? –preguntó interesado Antón
–Entre los dos solamente había dos años de diferencia. Yo tenía nueve y ella once. Como les iba diciendo, al año siguiente de la muerte de mi padre, llegó a mi vida y por ende a nuestra corta familia, mi prima hermana Teresa a quien cariñosamente comenzamos a llamarla Pepa.
–¡Esa era nuestra abuela! –señalaron muy orgullosamente los dos hermanos gemelos
–¡Apura, papa, que vamos a llegar tarde! –ahora fue Antonio quien intervino oportunamente para cortar la inspiración de Lorenzo.
–Espera un momento, hijo. Quiero estimular mis recuerdos una vez más, pero a la vez mitigar la curiosidad de mis nietos, que los veo muy interesados con el tema de los mocos.
-Eso te lo respeto, pero por favor quiero que seas lo más breve posible, porque el tiempo no suspirará tanto por tu relato. Todavía nos faltan unos cuantos kilómetros por recorrer hasta el cortijo donde está la casa que era de mi mama Pepa –Antonio presionaba a su padre para que apurara el cuento.
–Todavía me falta mucho por contar y lamentablemente no me alcanzará el tiempo para hablar todo sobre mi amada Pepa y nuestro romántico idilio.
–¡Dale, abuelo! Nosotros sí tenemos tiempo para conocer tu historia de amor –se miraron en una cómplice actuación tratando de disimular su intenso interés por saber qué había detrás de los mocos.
–Desde que nos vimos, ambos sentimos una gran atracción a pesar de nuestra corta edad. Recuerdo que fue en la estación de Espeluy donde esperamos en el andén por varias horas su llegada y al bajar ella del tren, entrando ya la tarde, se abrazó fuertemente a mi madre, pero yo sentía sus ojos azules puestos en mí, lo cual me agradó de manera muy especial, porque yo tampoco le quitaba la mirada de encima.
Lorenzo consideraba su propósito como una recompensa por el manifiesto interés que despertaba en sus nietos. Al mismo tiempo sentía la inquietud de Antonio, que demandaba terminar bien rápido la historia, quizás preocupado por su desenlace.
–Al llegar a nuestra casa, luego de caminar dentro del hermoso huerto familiar soñando entre tantos olivos, nos replegamos mi prima y yo, cada cuál a nuestras respectivas habitaciones, pero nos quedamos sumamente atraídos por un febril y silente deseo de seguir juntos y quizás premonitoriamente, por siempre. Todos los días mi madre se dirigía, posterior al desayuno, a su trabajo habitual en la huerta, mientras nosotros dos salíamos a acompañarla; no obstante, al primer descuido, corríamos hacía la estación de tren más cercana. Allí colocábamos monedas en la vía para disfrutar viendo cómo se desfiguraban totalmente trituradas al pasar la unidad ferroviaria y después realizábamos fantasiosamente miles de interpretaciones sobre sus raras apariencias.
Respirando profundo, continuó agitando sus recuerdos
–Otra forma de generarnos diversión consistía en recoger por el recorrido de la misma ruta trozos de pedernales o mocos que eran pedazos del carbón quemado que soltaban las maquinas del tren. ¡No existían límites para entretenernos!
Su mirada se dirigió a sus nietos.
–Como se habrán fijado, mis queridos nietos, había una dulce ingenuidad en nuestra relación, a pesar de la atracción evidente que entre ambos siguió hasta cumplir ella sus diecisiete años.
–¿Qué pasó después abuelo?
–Ella continuó creciendo muy bella, aunque con una tendencia a engordar irreversiblemente, pues ya pesaba casi ochenta kilos y proyectaba seguir sumando peso al paso de su incipiente juventud. En una tarde de tantas, nos arrimamos luego de regresar con sacos cargados de escorias o mocos, a este olivo en la cual estamos ahora descansando y aquí mismo le manifesté mi amor con la inocencia y el temor adheridos a mis catorce años.
–¡Guao! ¡Tenías nuestra misma edad!
–Cuando por fin pude articular palabras adecuadas para declararle mi amor a Pepa, ella me miró fijamente y me abrazó con tanta pasión que no sentí su evidente gordura en mi flacuchenta humanidad. Tan solo aprecié un ardiente beso que, desenfrenado, recorrió con electricidad todo mi cuerpo encendiendo la llama del deseo y el apetito dormido que tenemos todos los jóvenes al excitarnos.
–Papa, pienso que ya deberíamos irnos… ¡por favor! –Antonio se sintió algo incómodo con la atrevida narración que ahora seguiría su padre.
–¡No, papa, deja que el abuelo continúe, por favor! –le rogó Antón a su padre muy interesado mirándolo con ansiedad.
–Lo cierto es que nos dimos muchísimos besos ensayando y sorteando, cual preludio de una bonita historia de ensueño, un futuro que pronto se vería muy involucrado en un probable matrimonio. Este milenario árbol resultó ser un fiel testigo del incipiente amor y los mocos nuestro principal amuleto. Después de ese beso todo cambió, porque solo esperábamos el amanecer para partir de nuevo hacía el cómplice olivo a revivir y recrear el recuerdo de cada día anterior en una real situación amorosa. Aquí mismo el romance no resistió tanto ante la tentación de conocernos más íntimamente.
–¿Por qué adoptaron como amuleto los mocos?
–Porque además de resultar el pretexto perfecto para estar juntos todo el día al dedicar la mayoría del tiempo en recogerlos, luego de su recolección yo mismo construí un muro más grande del que usualmente se hace y una pequeña casita en simulación a la casucha donde nació el niño Jesús en belén, muy típico por estos lados.
Lorenzo hizo un paréntesis para tomar aire y continuar con nuevos bríos su relato.
–Al llegar a la casa en una hora evidentemente apropiada y ya extremadamente de noche, nos escapábamos hacia nuestro nido de amor construido con mocos y pedernales para regresar furtivamente, bien entrada la madrugada, fuera de los consabidos placeres y consejos que ellos nos acordaban todos los días.
–¿Cuánto tiempo duraron de esa forma furtiva? –ahora le tocó preguntar a Anthony.
–Yo apenas rozaba los quince años cuando embaracé a Pepa, situación que no recelaba todavía mi madre y que yo sospechaba que la afectaría al conocerse la verdad sobre lo nuestro. Yo sabía que no era un escenario apropiado y que derivaría en un acontecimiento muy inadecuado e inusual en la pequeña comunidad en la que vivíamos. Solo existía un pequeño problema y era que mi mama jamás imaginó un probable romance entre su único hijo y su sobrina.
–Abuelo, pero entonces… ¿no te casaste con mi abuela Pepa?
-¡Claro! Pero solo al descubrirse su preñez por un descuido de ella al vomitar y sentirse debilitada por los signos evidentes de un embarazo. Yo era menor de edad todavía y eso complicaba más la situación.
Lorenzo trató de revivir la escena de confrontación de su madre con su sobrina.
– “¿Qué te sucede muchacha? Te ves muy pálida esta mañana –le preguntó angustiada su tía Alicia a la Pepa
–La verdad es que me siento muy débil y debe ser por la gordura.
–¡Humm! Ahora sé que la gordura causa debilidad y ganas de vomitar –lo dijo con mucho sarcasmo poniendo en evidencia a Pepa.
–¡Bueno, tía, te diré la verdad! ¡Estoy embarazada!
–¿Qué? ¿Estás preñada? Ya sospechaba, por tu raro y malicioso proceder, que algo infrecuente te estaba sucediendo. Nosotros las mujeres tenemos un sexto sentido y realmente extrañaba que no te hubiese sucedido antes. ¡Ahora la juventud está más loca que nunca! Supongo que ya habrás pensado en casarte, pues estás en la edad apropiada. Solo tienes que traer a tu pretendiente o novio para que hable conmigo y arreglar el problemita –lo dijo sin molestarse, con apenas un dejo de intranquilidad”.
–Ay, abuelo! ¡Qué situación tan incómoda! O sea… ¿tu madre jamás sospechó de tu romance con nuestra Pepa? –le preguntaron los dos nietos unidos en una sola voz.
–Jamás le pasó por su mente semejante situación, tal vez pensando que nuestra cercanía estaba protegida de un indecoroso amorío por el escudo del nexo familiar. Según las apariencias, por la ventana de sus ojos solo parecíamos dos hermanos muy unidos.
Lorenzo siguió en su afán de evocar la situación crítica que se desarrolló con su prima y su mama.
“–Caray, tía, esto es vergonzoso para mí, pero solamente he tenido un novio y no tengo necesidad de presentártelo, porque ya lo conoces –el corazón de Pepa casi se le escapaba del pecho resoplando el aire en vez de respirarlo.
–¿Qué tratas de decirme? En kilómetros dentro de nuestra huerta hay muy pocos vecinos y que yo sepa, solo te he visto con Lorenzo y no pienso que….
Ahora a quien se le escapaba el corazón del pecho era a Doña Alicia, cuando vio a Pepa sollozando tapándose su cara atiborrada de vergüenza. Se irguió y se dirigió en cámara lenta hacia el cuerpo gordo de su sobrina y la agarró firmemente por los hombros.
–¿No me digas que te acostaste con tu primo menor de edad?
–Te juro, mi tía, que jamás tuve la intención de hacerle daño a Lorenzo, pero…”.
–La chica no tuvo el valor, tal vez por la misma vergüenza, para enfrentar la triste y encogida verdad con su tía y salió corriendo hacia el sólido árbol de olivo donde yo la esperaba, pero esta vez sin saber nada de lo sucedido. Tenía un leve presentimiento de que algo interesante pasaría ese día.
–Papa, de nuevo te exijo ahora mismo que trates de terminar pronto –-su hijo Antonio ya comenzaba a impacientarse de verdad–. Es necesario que te apures, pues ya no podemos quedarnos por más tiempo.
–Al verla llegar toda alterada y sollozando –Lorenzo no le prestó atención a su hijo– comprendí de inmediato que algo grave le había pasado a ella con mi mama. Me abrazó y me contó entre sollozos lo ocurrido en la casa.
–¡Huy, abuelo, parece realmente una novela!
–Pues trataré de resumirla, porque ya tu padre me quiere matar –Lorenzo se refería a su hijo Antonio.
–¡Dale, abuelo! ¿Cómo acabó por fin el embrollo?
–Bueno, decidimos enfrentar la situación juntos y caminamos con el coraje que sustentan los enamorados a defender su amor en la ruta hacía el mismo enojo de mi madre. Al llegar, la encontramos muy compungida y aunque no se le notaba el malestar, estaba realmente furiosa. ¡Yo la conocía muy bien!
–Papa, lo siento mucho, pero debemos continuar nuestro viaje ya –Antonio le estaba dando un ultimátum a su abuelo para figurar de nuevo su recorrido por la Vía Verde del Aceite–. Diles al menos cómo terminó el barullo con mi madre y mi abuela y nos marchamos.
–Lo cierto e interesante fue que mi madre lo tomó con sutil prudencia y nos animó para que nos casáramos lo más pronto posible y así evitar las murmuraciones y posibles galimatías que siempre existen entre la gente y los mismos vecinos. Nos casamos y esperamos con la ansiedad propia de un papa y una mama, principiantes al fin, a la espera de un bebé, con la mala fortuna de que Pepa murió en el momento del parto de preeclampsia, luego de parir al que hoy es el brillante padre de ustedes dos. Hasta un par de años atrás, no supe el significado de esa enfermedad producto de su gordura.
–¡Cuánto lo sentimos! –ahora hablaron los dos gemelos abrazando muy fuerte al abuelo en señal de genuina solidaridad al notar las lágrimas brotando de su rostro viejo y arrugado.
–El dolor que sentí por la pérdida de mi Pepa fue tan poderoso como la alegría de sentir aquel varoncito fuerte y saludable entre mis brazos. Ese nacimiento fue una congruencia absurda ante el sufrimiento y el regocijo a un mismo tenor que nunca pensé que pudiese pasar en un solo acto presente. ¡La vida compitiendo con la muerte! ¡Inconcebible!
–¿Y qué pasó después? –ambos gemelos, junto a su padre, se sacudieron sus ropas empolvadas y se aprestaron, levantándose cada quien, a continuar el viaje tal como fue anteriormente advertido.
–Entristecido y ya sin lágrimas, luego de pasar el dolor de una pérdida realmente muy querida y con el hijo en mis brazos, me dirigí hacia la casucha donde estaban los mocos impecablemente alineados. Allí mismo juré dedicar mi vida a guardar y mantener mis reminiscencias vivas y tenerlas siempre presentes en mi mente.
¡Los mocos todavía están y seguirán en mis recuerdos! Fue la oración que más se recalcó en su mente.
Al morir también su madre, doña Alicia, el adolorido Lorenzo vendió la propiedad con la única condición de que le permitiesen conservar el recinto especial donde guardaba cual tesoro, sus mocos y pedernales consagrados para el recuerdo en un rincón apartado de la vieja casa. Allí permanecerían por siempre todas sus ilusiones y memorias de una vida inmensamente feliz.
La corta familia, más unida que nunca, reanudó el viaje por la Vía Verde del Aceite. El aire impregnado de amor por esta tierra que se respiraba junto al aroma de los olivares, hacía malabares con cada corazón que lo inhalaba, para resistir esa particular atracción del momento.
Lorenzo, mientras caminaba directo a su propio destino, volteó su cara hacía su árbol preferido, testigo y cómplice de tantas y hermosas aventuras, tratando de decirle adiós. Al conseguirlo, notó que el viejo olivo también mecía y agitaba sus ramas con gran intensidad en sintonía inequívoca de su afecto y real cariño. Contenido por la emoción, apenas le salió un murmullo muy tenue que recitó en voz baja:
–¡Por eso el olivo tiene oro en su corazón!