El legado de Hasday
[Anacrusa]
Aún brillaban las últimas estrellas en el cielo cuando Alarik abandonó el lecho para prepararse y comenzar de nuevo con su trabajo. El peso de los años hacía que sus huesos crujiesen con cada uno de los movimientos realizados para conseguir incorporarse del jergón de paja donde dormía; las arrugas comenzaban a delimitar su rostro, poco quedaba ya de aquel muchacho joven que fue un día, cuyos ojos verdes iluminaban el lugar donde estuviese.
Quizás esto fue lo que marcó el destino de su vida: desde muy pequeño, mostró grandes capacidades creativas, nunca paraba quieto y, siempre, se saltaba las normas establecidas por sus pobres padres. Recordarlos lo entristece sobremanera, nunca se perdonará lo ocurrido y, quizás por eso, decidió romper con su vida anterior y comenzar una nueva, muy distinta a la que había vivido. Aún se pregunta todas las noches, cuando intenta dormir, qué sería de su vida si hubiese continuado con aquello que siempre anheló.
Cuando terminó de colocarse la aljuba, percibió la claridad del alba, estaba comenzando a amanecer, pronto el almuédano llamaría a oración. Le sorprendía ver cómo las personas, fuesen de la religión que fuesen, tenían tanta fe por un dios al que no habían visto, no entendía cómo podían concederle el don de llevar a cabo milagros, a él nunca se le concedió y, por eso, perdió su fe y sólo creía en sí mismo y en aquello que había aprendido a lo largo del camino recorrido.
Abandonando estos pensamientos, Alarik salió de su hogar y, sin perder ni un instante, comenzó a caminar hacia el olivar, le esperaba una larga jornada de trabajo, lo hacía para Aben Mullela. Pero no siempre había sido ésta su vida…
En el momento en el que Alarik tuvo uso de razón, quiso dedicarse a la medicina, y su padre siempre lo animó a ello, había nacido con un don innato. La primera vez que apareció su interés por buscar remedios para sanar a otros fue cuando tenía siete años y su madre no pudo jugar con él porque se encontraba indispuesta; en ese momento, el pequeño torbellino de la casa se escabulló por una de las ventanas del hogar y se precipitó hacia el bosque para encontrar esa planta que había visto en el libro que guardaba su padre. Le tenían prohibido abrir ese baúl, pero él, que nunca hacía caso de lo que le decían, lo abría una y otra vez. Casi sin querer, fue anocheciendo y Alarik continuó buscando con esmero la ansiada planta, “¡menuda sorpresa se llevará mamá!” pensaba una y otra vez. Siempre fue valiente, rasgo heredado por la familia de su padre; si para conseguir lo que quería tenía que hacer frente a sus miedos, era el primero. Y así fue cómo consiguió superar el terror que tenía a la oscuridad. Cuando la encontró, la recogió con esmero, la guardó con mucho cuidado y se dispuso a volver. Era un chico muy inteligente, ya que para no perderse de vuelta a casa fue atando pequeños trocitos de lana roja en las ramas, y así, con premura, volvió al lado de su familia.
Sin embargo, a pesar de que todo salió como Alarik había planeado, recuerda este hecho con un sentimiento agridulce, porque, por un lado, consiguió hacer sanar a su madre y demostrar que aquello era a lo que quería dedicarse, pero, por otro, comenzó el fin de una parte de su vida.
Transcurridos unos años, Alarik se trasladó a Jaén bajo el mandato del médico con más prestigio del lugar, Hasday ibn Shaprut. A él le debe todo lo que aprendió y, gracias a su generosidad, no se dio por vencido: decidió luchar hasta conseguir todo aquello que se propuso, hasta que de todas las vivencias compartidas con su mentor, una le marcó de forma considerable. Lo recuerda todos los días.
Todo comenzó una mañana, a pesar de que fuese octubre, recuerda que la temperatura durante la noche había sido elevada porque, al despertar, su cabellera estaba empapada por el sudor. Alarik siempre se encargaba de preparar todo lo necesario para cuando su maestro volviese del templo, ya que, a pesar de tener raíces judías, se había convertido al cristianismo. Pero ese día, cuando giró la cabeza, vio que Hasday se encontraba aún en el lecho. Preocupado, se acercó para ver si todo estaba bien, últimamente le habían pedido consejo en muchos lugares y el más costoso de conseguir fue el que le encomendó la reina Toda de Navarra con respecto al problema de salud de su nieto. Una vez hecho el diagnóstico, Alarik lo ayudó a establecer un tratamiento útil para que sanase y mejorase su salud pero… también la de su querido señor se vio resentida al tener tanto trabajo. Conforme se iba acercando a él, sintió que sus piernas comenzaban a temblar, sentía miedo de ver lo que podía encontrarse. De forma suave, comenzó a llamarlo, pero, al no recibir respuesta alguna, lo llamó por su nombre. Sin embargo, la respuesta fue nula. Al fin, se posicionó frente a su cuerpo inerte, recuerda su expresión: transmitía sufrimiento. No consiguió que despertase, no volvió a verlo hablar, reír o buscar remedios nuevos a distintas enfermedades.
Alarik, no obstante, no perdió la esperanza en ningún momento. Una vez que comprobó que Hasday no reaccionaba, comenzó a explorarlo en busca de algún tipo de síntoma que explicase lo sucedido. Primeramente, creyó que una culebra bastarda había entrado y le había mordido, produciéndole un choque linfático, pero, por más que buscó, no encontró ninguna señal que explicase que esto era lo que le había producido tal estado. Tras esto, comenzó a buscar por los libros del doctor y entre sus apuntes por si obtenía cualquier tipo de información.
Esa situación iba consumiendo a Alarik, que veía cómo su mentor iba desfalleciendo sin que pudiese hacer nada para evitarlo. Probó con todos aquellos remedios que conocía, con todas las plantas medicinales de las que disponían, con todo, nada surtía efecto. Tras unos días, la única solución era abrir al profesor para saber qué ocurría en su interior, no obstante, de este modo, perdería muchísima sangre y no hubiese sobrevivido. Por esa razón, Alarik decidió desistir en la búsqueda de un remedio y trató de que el tiempo que le quedase fuese lo menos doloroso posible. El joven perdió la fe desde que su madre murió cuando él tenía doce años, pero esto no hizo que, la noche anterior a la muerte de Hasday, rezara y pidiera que a quien lo oyese no permitiera que muriese su mayor apoyo en aquellos momentos, aunque ni en esas horas de desolación encontró ayuda y así, en la oscuridad y soledad de la noche, gritó desoladamente en silencio.
Al crepúsculo, Hasday había muerto; en silencio, desnudó su anciano cuerpo y, colocándolo cuidadosamente, cogió un bisturí e incidió en la piel arrugada de la que brotó una sangre espesa y aún templada. Al ver su corazón, entendió qué era lo que había causado la muerte de Hasday. Una vez terminada la exploración, lo cosió, limpió y lo vistió con su túnica más lujosa, lo veló durante unas horas y, más tarde, lo enterró donde él siempre había querido: bajo la sombra de un olivo.
Fue en ese momento en el que Alarik, sentado debajo de ese árbol, se replanteó por qué Hasday los admiraba tanto. Tras todo lo sucedido, no podía continuar dedicándose a la medicina, todo lo que había aprendido se lo debía a esa persona que se encontraba bajo sus pies y a quien no había podido salvar. La culpabilidad lo iba destrozando poco a poco. Decidió romper con todo lo que había convivido hasta ese momento y comenzar una nueva vida, una nueva etapa, donde nadie lo conociese y donde poder emprender una nueva aventura.
Hasta unos meses más tarde no pudo abandonar su residencia, ya que no sabía dónde ir, pero necesitaba adquirir experiencia en su nuevo trabajo: se dedicaría a labores relacionadas con el olivo, por la admiración que su mentor le había inculcado hacia este árbol.
El comienzo en su nueva vida no fue sencillo ya que no estaba acostumbrado a desempeñar trabajos en el campo, siempre había utilizado y cuidado muchísimo sus manos, era fundamental en la profesión de galeno. Ahora, en cambio, percibía cómo éstas cambiaban: en ellas aparecían durezas y perdían las líneas que las delimitaban.
Llegó el momento de partir, Alarik preparó todo lo imprescindible y se puso en marcha. No sabía adónde dirigirse, sus pies serían los encargados de llevarlo hasta su nueva residencia. Conforme avanzaba, se sentía más liberado e iba disfrutando de los gorjeos que producían los pájaros a sus pasos. Al cabo de dos días, percibió a la lejanía una villa. Cuando se fue acercando, se dio cuenta de que se trataba de un pequeño lugar conocido por él y miles de recuerdos tiernos aparecieron en su rostro: Walma. Siempre había soñado cómo sería ese lugar, su padre le leía libros acerca de la fauna y flora de ese paraje. Por eso, conocía que toda tierra era de gran fertilidad, que existía gran diversidad de vegetación y que de cada una de las plantas autóctonas del lugar se podían obtener remedios medicinales.
Pronto, encontró trabajo para un califa de renombre y, al cabo de unos meses, consiguió gran prestigio como jornalero. Alarik era muy trabajador y, aun estando exhausto, no paraba de trabajar. Como poseía conocimientos sobre muchas plantas y beneficios para ellas, aconsejó a su señor una serie de remedios para que la producción de la cosecha fuese más productiva al año siguiente y sus hipótesis se confirmaron en la recogida siguiente.
Por todo esto, el muchacho se supo adaptar con facilidad a Walma, y se enamoró de sus gentes y de los rinconcitos donde disfrutaba buscando plantas medicinales.
Absorto en estos pensamientos, llegó una mañana más a su puesto de trabajo. Le sorprendía las vueltas que daba la vida pero, gracias a lo sucedido, pudo conocer a fondo el mundo del olivar.
Antes de comenzar a trabajar fue a hablar con Aben para comunicarle cómo iba todo lo relacionado con los nuevos métodos de recolección traídos de otros países. Decían que eran avances significativos. Esto suponía grandes cambios, pero también muchos beneficios puesto que el tiempo de trabajo se reduciría.
Alarik se había levantado esa mañana con un escalofrío que le recorría por dentro, tenía la extraña sensación de que algo que ya había vivido se iba a repetir de nuevo. Olvidándose de estas sensaciones y no dejándose llevar por ellas, entró al palacio. Todos corrían de un lado para otro, provocando mucho bullicio. Como si se tratara de un fantasma, atravesó la entrada hasta el despacho de Aben, pero no encontró allí al califa.
Mientras se volvía, escuchó una voz dulce que lo llamaba, se trataba de la hija de su señor, Sahira. Ésta le contó todo lo que estaba sucediendo y el porqué de tantísima gente. Su padre estaba enfermo y no encontraban al mulema en el pueblo, por lo que temían que, al regreso de éste, fuese demasiado tarde.
Sahira conocía de la vida pasada de Alarik, ambos habían compartido largas charlas por los parajes de Sierra Mágina a escondidas de su padre. Por eso, cuando lo vio, no lo dudó ni un momento y lo llamó. Alarik sabía de las intenciones de Sahira y sintió cómo la responsabilidad lo sacudía como una bofetada, ya había vivido esa experiencia hacía años y, desde aquel momento, no había vuelto a dedicarse a la medicina, pero no podía negarle nada a aquella muchacha de ojos verdes y tez clara.
Siguiéndola, llegó al dormitorio de Aben y, tras una primera exploración, comenzó a dictar órdenes para que los esclavos del califa acatasen sus órdenes. A cada movimiento, un recuerdo inundaba su pensamiento; al principio, le resultó de gran complejidad poder auscultarlo, pero, al cabo de unos minutos, se centró y volvió a ser el gran aprendiz de medicina que un día fue.
Mandó que le llevaran una sahfa con agua fría y paños para intentar bajar la fiebre. Se dio cuenta de que la respiración de éste era irregular, le costaba respirar, por eso, con mucho cuidado, le puso unos cojines con el fin de que estuviese más incorporado. Simplemente con estos sencillos cuidados, el rostro de Aben cambió y dejó de trasmitir desasosiego. Alarik pidió que le dejasen a solas con él, quería desnudarlo para tratar de averiguar qué podía ocurrir. Una vez en la soledad del silencio, comenzó a buscar alguna señal que le permitiese emitir un juicio fiable. En aquellos momentos, era común llevar a cabo pequeñas sangrías, pero había algo en Alarik que le decía que no era éste el remedio indicado para sanarlo. Pasaban las horas y, por más vueltas que le daba a la cabeza, era incapaz de saber qué podía ocurrir, qué iba mal en el funcionamiento de Aben.
Esa situación le resultaba altamente frustrante ya que era una copia de algo que ya había vivido y no quería que se repitiese el mismo final.
Así fue pasando la noche mientras que el enfermo no encontraba mejoría; continuaba delirando y diciendo cosas sin sentido. A medianoche, cansado de dar vueltas de un lado de la habitación al otro, se sentó en una alfombra y, apoyando la cabeza sobre sus manos, cerró los ojos.
Lo ocurrido mientras, Alarik nunca supo cómo explicarlo, no sabía si deliró, si fue un sueño o si realmente Hasday nunca lo abandonó y, en ese momento, lo ayudó. Lo que sí recuerda con nitidez es cómo su voz anciana lo llamaba y, levantando la cabeza, lo vio, sonriendo, como siempre hacía, iluminando el espacio donde se encontrase. Ante la cara de estupefacción de Alarik, la contestación de su mentor fue sencilla: “la solución a tus males se encuentra aquí: verde fue mi nacimiento y de luto me vestí; los palos me atormentaron y oro fino me volví. No los olvides”. Tras pronunciar estas palabras, desapareció.
Al escuchar este juego de palabras, se sintió aturdido. Lo repitió una y otra vez por miedo a olvidarlo y, sintiendo que no podía respirar, salió al pasillo y, abriendo un gran ventanal, respiró. Aquella estampa se le quedó grabada en las retinas, todo en silencio y oscuridad y una luna llena brillante que iluminaba a los olivos dotándolos de un brillo especial que los hacía aún más bellos.
Lo que ocurrió después de esto sucedió muy deprisa; Alarik entendió la adivinanza propuesta por Hasday y supo que el remedio para la enfermedad de Aben se encontraba ante sus ojos, rodeándolo.
Despertó a Sahira y le pidió que lo llevase a la almazara, que necesitaba ver la cantidad de aceituna recogida ese día. Temía que no hubiese sido suficiente ya que la mayoría de jornaleros no había podido acudir al trabajo para su procesado y posterior recogida de aceite. Sahira, que no entendía nada, obedeció y lo llevó hasta allí; cuando vio la cantidad que habían obtenido, se sintió aliviado y, cogiendo un ánfora, se puso de nuevo camino de palacio.
Al entrar de nuevo al dormitorio, sintió que la temperatura del ambiente había subido, que la habitación se encontraba más cargada y corrió para ver el estado de Aben. Dormitaba tranquilo, su respiración era regular, pero la fiebre estaba ascendiendo de nuevo.
Le pidió a Sahira que le trajese una sahfa con agua muy fría, ella obedeció y, al instante, se lo entregó. Pidiéndole que lo dejase a solas con su padre, Sahira, preocupada, se quedó en la puerta del dormitorio.
Alarik sentía cómo le temblaban las manos, pero, no otorgándole importancia, continuó con el cuidado del enfermo. Cuando consiguió estabilizarle la fiebre, tomando entre sus manos el ánfora, vertió parte del contenido de la misma en la boca de Aben, quien produjo un alarido. Así comenzó a entrar el día en la villa de Walma.
En los días sucesivos, Alarik no se separó ni un instante del califa, a pesar de que el cansancio no le permitía actuar con tanta rapidez como en días anteriores. El estado de Aben Mullela parecía mejorar poco a poco hasta que, transcurridos siete días, despertó y comenzó a hablar. Todos en el palacio volvieron a respirar tranquilos, siendo el primero el propio Alarik: la responsabilidad que le habían encomendado había obtenido un excelente resultado.
Terminada su tarea en el palacio, dio unas indicaciones a los esclavos que deberían seguir si querían que el estado de Aben volviese a ser el mismo de siempre. Tratando de no ser visto y sin llamar la atención, salió de aquel lugar y volvió a su hogar.
Como si durante ese tiempo no hubiese sucedido nada, Alarik volvió a desempeñar su puesto de trabajo. Al cabo de un par de días, mientras aporreaba con una vara de madera la dura rama del olivo, fue llamado por Aben Mullela para que acudiese a verlo.
Atendiendo a la llamada de su señor, se presentó en su aposentos y, sin saber qué ocurriría, Aben se levantó y le estrechó la mano. Le agradeció todo lo que había hecho por su persona, sólo le pidió que le respondiese a una cosa, a lo que Alarik contestó: “a veces no sabemos ver lo que tenemos delante de nuestros ojos, no apreciamos las pequeñas cosas que nos proporciona la naturaleza. No supe darme cuenta de la gran importancia y valor que tenía y tuvieron que mostrármelo, pero, ahora, sin lugar a dudas, puedo decir que no producimos aceite, sino oro líquido y que no posee una plantación de olivos sino que tiene la fortuna de contar con el árbol más rico del mundo cuyos beneficios son incontables”.