Entreolivos

[Manuel Cobos Ramírez]

La tarde caía derramando sus sombras sobre el olivar. Juan Garrido paseaba con un ojo en el cielo mientras evitaba los terrones de tierra. Acababa el mes de diciembre de mil ochocientos quince, un mes lluvioso que apenas había permitido trabajar a los jornaleros, que imploraban al cielo una tregua para poder faenar y así cobrar sus miserables salarios con los que sus familias tuvieran algo que llevarse a la boca. No serían unas navidades felices, aunque hacía demasiado que no lo eran. Juan debía esforzarse para recordar la última, pues desde la invasión de los franceses nada volvió a ser lo mismo. “Quizá nunca volverá a serlo”, pensó mientras seguía caminando. Él, como tantos otros, se había alistado voluntario en el ejército andaluz. Entregó su por entonces juventud en aras de la reconquista. Un sentimiento de patriotismo exacerbado surgió en aquellos primeros meses del verano de mil ochocientos ocho. Luchó en la batalla de Bailén, donde las tropas de Napoleón, que no conocían la derrota en toda Europa, cayeron ante hombres peor preparados pero llenos de empuje y coraje. Ese diecinueve de julio el sol parecía una enorme esfera de plomo al rojo. Fue un día largo en el que rezó por el agua más que por su alma, que entre fuego de artillería parecía dirigirse sin retorno al valle de las sombras. Ahora era el sol lo que anhelaba, para poder trabajar y regresar agotado a casa, a brazos de su María.

La guerra duró mucho, pero no sólo los franceses empobrecieron aquellas tierras, ya de por sí parcas. El ejército español también tomaba cuanto necesitaba y en los últimos años de campaña, cuando los fuegos de la guerra se cernían en el norte de la península, los bandoleros seguían saqueando, exprimiendo las ubres de esa vaca escuálida y enfermiza en que se había convertido el campo andaluz. Aún así, Juan Garrido se sentía afortunado. Muchos de los hombres que partieron a la guerra jamás regresaron. Los que sí volvieron lo hicieron cansados, con miradas ancianas en rostros jóvenes tras ver la peor parte del ser humano. Volvieron sin ansias de luchar nunca más y entonces Diego Quesada apareció en su vida para ofrecerle lo que Juan consideró una buena oportunidad.

Diego Quesada era un señorito de quinta o sexta generación, con olivos por buena parte del noroeste de la provincia de Jaén. La finca donde vivía estaba dos kilómetros a las afueras de Marmolejo, pueblo de Juan. Don Diego, como le gustaba que le llamasen, no tardó en reclutar a los voluntarios del frente que volvían a casa. Juan Garrido jamás supo por qué de entre todos ellos lo eligió a él, pero el caso es que lo convirtió en uno de sus manijeros y desde hacía tres años trabajaba sin descanso para que la voluntad de Don Diego no cambiara en lo que a él y su puesto correspondía. Y ese tesón era el que lo llevaba a quedarse paseando por las fincas de Quesada todos los días tras el tajo. Muchos de sus jornaleros lo criticaban en corrillos a sus espaldas, pero Juan sabía lo duro que era el mundo. Vivía y comía mejor que todos ellos dándole a su esposa una vida digna y confortable, aunque sin lujos ni excesos. Tragarse un poco de orgullo por bailarle el agua a ese terrateniente bien valía la pena.

El sol se perdía ya en lontananza y los anaranjados brillos del cielo comenzaban a ser devorados por la oscuridad bañada de estrellas que titilaban sin objeción en el horizonte despejado. “Mañana será un gran día”," se animó mientras viraba al norte rumbo al cortijo. Avivó el paso antes de que la noche cayera totalmente sobre él, mientras acudían a su mente las ansias de un baño caliente que seguro María le tendría preparado. Sonrió sin quererlo al pensar en su esposa.

Se prometieron poco antes de que partiese a la guerra. María era un mar de lágrimas, pero Juan lo tenía decidido, le juró que volvería para casarse con ella y formar una familia y en los momentos de mayor soledad, la imagen de María fue el faro que le alumbró empujándole a volver a casa vivo. Se casaron en cuanto regresó y pronto María quedó en cinta. Instalados en una pequeña casa adosada a los muros del cortijo, Juan vio feliz cómo la mujer de su vida se hinchaba para terminar de colmar su dicha. Fue el febrero siguiente cuando, volviendo más tarde de lo habitual por problemas en una de las lindes, entró en casa encontrando a su esposa en el suelo, inconsciente y rodeada de un gran charco de sangre que emergía de su entrepierna. El parto se había adelantado y para cuando el médico llegó ya era demasiado tarde. Su hijo nació muerto, desgarrando el interior de María, dejándola yerma y al borde de la muerte. Juan supo desde ese momento que jamás serían padres, pero su amor no menguó ni un ápice. Ahora su vida era ella, colmarla de cariño y atenciones su meta.

Ya alcanzaba a ver la tapia blanca del cortijo cuando un ruido lo detuvo. Calló unos segundos y al no escuchar nada se dispuso a continuar cuando de nuevo surgió con más claridad una especie de gimoteo. Se dirigió con cautela hacia el lugar, aguzando el oído. El sonido volvió a escucharse y acudió al chueco de un olivo, de donde pensó que provenía la fuente de aquel sonido. La oscuridad ya era total cuando retiró una pequeña manta descubriendo a un bebé abandonado. Sus labios amoratados apenas tenían fuerza para quejarse, y su pecho subía y bajaba a un ritmo tan lento que parecía imposible pensar que estuviese vivo. Juan dudó unos instantes, todo cristiano debe ayudar al prójimo, más cuando se trata de una criatura indefensa, sin tiempo para haber cometido mal alguno. Aunque no hablaba con Dios desde el aborto de su mujer, se consideraba hombre de fe. Lo extrajo del olivo, lo tapó de nuevo con la manta y partió raudo hasta su casa con el corazón encogido de miedo y rabia mientras repetía a modo de plegaria: “María sabrá lo que hacer”.

Entró atropelladamente llamando a su esposa sin resuello.

–¡María, ven, date prisa!–. Alarmada por los gritos, salió secándose las manos con un trapo.

–Por Dios, Juan, ¿a qué viene este alboroto?

–Toma –dijo mientras le entregaba el bebé–, lo he encontrado entre los olivos, no sabía qué hacer–. María tomó el fardo preocupada; cuando se dio cuenta que era un bebé, su cara se convulsionó.

–Virgen de la Paz –soltó de carrerilla encomendándose a su Patrona–, está helado.

–No sé cuánto tiempo ha estado allí, pero es un milagro que aún viva –apuntó.

–Ordeña una cabra, rápido, tenemos que alimentarlo. Yo lo haré entrar en calor.

Fue al corral, donde ordeñó una cabra mientras sentía que había hecho lo correcto. A pesar de su aspecto frágil, su esposa controlaría la situación, haciéndole sentir más tranquilo. Regresó al interior de la casa y llenó un cuenco hasta arriba. Se acercó a su mujer, que se había sentado cerca de la chimenea, pero donde la flama no los golpease directamente y puso el cuenco sobre un taburete junto a ella. María se había desabotonado la camisa colocando al bebé entre sus pechos desnudos para proporcionarle el calor de su propio cuerpo.

–Trae una tela limpia del cajón de los bordados y deja de mirarme los pechos, que los tienes más vistos que él –dijo sonriéndole con malicia.

Juan hizo lo que le ordenó. Acto seguido, María mojó la punta del retal en el cuenco y se lo pasó por los labios al bebé, que empezó a succionar con fruición. María lo alimentó con paciencia infinita hasta que el recién nacido no pudo tomar más quedándose dormido con un hilillo de leche que le corría hasta la barbilla.

–¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó Juan.

–Creo que lo mejor será hablar con Fray Ignacio –ofreció María.

–¿A estas horas? Debo preguntarle a Quesada, sabes lo que aprecia a ese fraile, no quisiera molestarlo.

–¿Y qué le dirás a Don Diego? –repuso su esposa.

–La verdad, siempre es el mejor camino ante las grandes tribulaciones.

–Tú le conoces mejor que yo, haz lo que creas correcto –y le dio la espalda.

Juan se dirigió a la casa señorial que se alzaba en el centro del cortijo, los portalones estaban ya cerrados. Tomó el aldabón con forma de puño y golpeó dos veces en la puerta de roble. Segundos más tarde, Martín Ferrer apareció tras ella preocupado.

Martín era un hombre de mediana edad que servía en la casa de Quesada desde niño, siguiendo los pasos de su padre. Una calva incipiente le comenzaba desde la frente provocando signos de una vejez aún lejana; sus pequeños ojos marrones lo observaban todo con la experiencia de ver, oír y callar, no dejando entrever su juicio.

–¿Juan? –preguntó–. ¿Qué horas son éstas? –. Ante la pregunta, Juan dudó.

–Tengo que hablar con Don Diego, es importante –dijo con seriedad.

Martín abrió totalmente la puerta y apartándose de la entrada le dejó paso hasta el interior de la vivienda. Mientras cerraba tras él, Juan observaba el pasillo que se abría al interior del caserón. Avanzaron hasta alcanzarlo, escuchando el suave murmullo de la fuente que dominaba el patio que, rodeado por columnas, se abría al cielo colmado de estrellas de trémulo brillo. Lo dejaron atrás hasta llegar al despacho del señorito. El sirviente llamó suavemente con los nudillos.

–Pase –sonó la voz imponente de Don Diego–. Martín abrió la puerta cediendo la entrada a Juan. Don Diego, sentado en su silla, lo interrogaba con la mirada, aunque no parecía molesto.

–Juan Garrido, ¿qué trae a uno de mis manijeros aquí a éstas horas?

–Disculpe Don Diego, pero ha sucedido algo terrible y necesitaba su permiso para tratar un asunto con el padre Ignacio.

-¿Qué demonios ha pasado para importunar a un fraile que no pueda esperar hasta mañana? –preguntó mientras le hacía gestos para que se acercara.

–He encontrado un recién nacido en el olivar. Lo he llevado a casa y parece que vivirá, pero necesito que Fray Ignacio me aconseje –contestó aproximándose.

–Maldita sea –bramó Quesada–, seguro que alguna niñata se fugó con un bandolero y se ha visto obligada a regresar a casa, abandonando sin duda al bastardo de uno de esos ladrones de la sierra –dijo turbado–. Está bien, ve a casa del padre Ignacio, pero sólo te acompañará si lo desea, no quiero enterarme que lo fuerzas a salir.

–Sí señor, así lo haré –asintió Juan y salió del despacho.

Llegó a la pequeña casa del fraile, un antiguo apero de herramientas que quedó pequeño y estaba cerca de la casa de Juan. Llamó a la puerta del clérigo recuperando el aliento, entre nubes de vapor por el frío y la humedad de la noche. Fray Ignacio abrió con su atuendo habitual, inmune al parecer a las inclemencias del tiempo.

–Juan, ¿eres tú? –preguntó forzándose en reconocer la silueta en la noche.

–Algo terrible ha pasado padre, necesitamos su ayuda.

–Pasa y cuéntamelo todo mientras descansas un poco –le ofreció hospitalario.

Juan se derrumbó en una silla y una vez recuperado le contó lo sucedido.

–Virgen santísima, ¿seguro que la criatura está a salvo? –se preocupó el fraile.

–Diría que sí, padre, parece estar bien. Salvo frío y hambre no creo que tengamos que preocuparnos por nada más.

–Y nada menos –respondió juntando las manos agradecido.

–¿Qué pasará ahora? –preguntó Juan.

–Mañana iré a tu casa y acompañaré a María hasta el cuartel de Marmolejo, la guardia civil se encargará de él.

–¿La guardia civil? ¿Cómo? –se extrañó.

–Supongo que lo llevarán a un hospicio –contestó encogiéndose de hombros.

–María le esperará padre, gracias –recitó a modo de recordatorio y despedida.

–Allí estaré.

Juan se levantó y tras estrecharle la mano volvió a casa. Al llegar, vio que María había improvisado una cuna en un enorme canasto que servía para recoger los frutos de la huerta. Garrido se acercó contemplando al pequeño entregado al sueño de los benditos. Su mujer observaba a su espalda en silencio.

–¿Has conseguido hablar con el padre Ignacio?

–Sí, mañana te acompañará hasta el cuartel para entregar al niño a la guardia.

–¿Qué pasará entonces? –preguntó preocupada.

–Supone que lo entregarán al hospicio, parece el paso más lógico.

–¿Un hospicio? ¿Tan pequeño? –dudó–. No sobrevivirá, lo sabes tan bien como yo.

–¿Qué otra cosa podríamos hacer? Ya le hemos salvado la vida.

–Podríamos salvársela todos los días, no solo hoy.

–¿Propones quedárnoslo? No sé si sería la mejor solución –repuso.

–¿Se te ocurre alguna otra? Somos su única esperanza –dijo señalando la cuna.

–No lo sé, estamos nerviosos y cansados, deberíamos decidirlo por la mañana.

–No te servirá postergar esta conversación. Lo hablaremos mañana o decidiré por mí misma –le advirtió dirigiéndose a la cama.

Juan vio cómo le daba la espalda, sin volverse para mirarle ni una vez. Molesto, fue hasta la bañera que aún tenía el agua tibia. El crepitar del fuego era lo único que se escuchaba en la casa. Salió secándose a conciencia delante de la chimenea y caminó hasta el lecho donde María, con los ojos cerrados, fingía estar dormida. Sopló la vela que ardía en la mesilla junto a la cama, sumiendo la casa en la oscuridad.

El trino de un pájaro lo despertó, estaba solo. María debía estar preparando el desayuno. Se levantó vistiéndose con rapidez para espiar a su esposa a través de la cortina. Ésta canturreaba una canción mientras cocinaba y Juan atravesó la lluvia de cuentas tomándola por la cintura.

–Decide lo que creas mejor, aunque no sé si estamos preparados –ella asintió sin volverse y Juan la besó en la cabeza saliendo de la cocina. El matrimonio es una guerra de caracteres en la que no sólo no puedes sino que incluso no debes ganar siempre. Un ejercicio de equilibrismo constante en el que la balanza puede volverse en tu contra con un mal comentario. A pesar de ceder en la exigencia de María, sabía que no estaría satisfecha. Veía en sus ojos la esperanza de poder quedarse con aquel niño y él debería estar allí, alegrándose con ella o consolándola si finalmente no conseguían la custodia.

Tras terminar el desayuno, Juan se disponía a levantarse para marchar a faenar cuando tocaron a la puerta. Aprovechó que estaba de pie y fue a abrir.

–Buenos días padre –saludó Garrido –pase, María le espera –y se dispuso a salir cediendo la entrada al fraile.

–Parece que Dios ha dado una tregua. Aunque fría, la mañana está despejada, demos gracias por la fortuna de tener trabajo y techo en estos tiempos aciagos –recitó.

–Espero que nos bendiga con sol al menos un par de semanas más, este año hay cosecha y vamos retrasados. Debemos acabar antes de que vuelvan las calores o mucho aceite bueno se perderá –y tras tomar su zurrón salió de casa.

El padre Ignacio lo observó alejarse antes de cerrar la puerta e internarse en la estancia donde María ya había recogido la mesa y se acercaba al canasto.

–No ha dado un ruido en toda la noche, debía estar exhausto –dijo sin dejar de mirar al bebé.

–Ha tenido mucha suerte de que Juan lo encontrara, seguro que no habría sobrevivido a una noche como ésta a la intemperie.

–¿Qué clase de persona podría hacerle eso a su propio hijo? –preguntó María con lágrimas en los ojos mientras inconscientemente se llevaba una mano a su vientre.

El padre Ignacio conocía la desgracia con la que Dios había castigado a la joven. Sus ansias de ser madre y formar una familia con Juan se habían visto desechas tras su aborto. Que un ser con tanto amor que dar se viera en esa situación era algo que fray Ignacio no concebía.

–A veces el miedo o la vergüenza hacen que olvidemos lo correcto, sólo somos seres imperfectos puestos a prueba a diario y no todos somos lo bastante fuertes.

–He hablado con mi marido sobre la opción de quedarnos con el niño –le informó.

–Aun así debemos ir al cuartel, lo sabes ¿verdad?

–Lo sé, lo sé…Quisiera saber si nos daría su apoyo para que podamos pedir su tutela.

–No conozco un hogar en el que pudiera crecer más feliz y amado –respondió el jesuita.

Esa noche Juan regresaba a casa con una extraña sensación. Mientras trabajaba consiguió dejar de pensar en su esposa y el niño, pero ahora, mientras volvía atravesando el piélago de olivos, su mente barajaba las distintas escenas que podría encontrarse. Cruzó la puerta sintiendo la tibieza que se extendía por la casa desde la chimenea. Observó el canasto con el pequeño dentro y buscó a su esposa con la mirada. María corrió a recibirle con una gran sonrisa y al llegar frente a él le besó.

–Se llamará Ezequiel, el padre Ignacio dice que significa fortalecido por Dios –rio y le besó de nuevo.

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