La historia de una persona que despreciaba los olivos pero que al final los llegó a valorar
[Joan Miquel Bruno Serra]
Todo. Aquel olivo lo representaba todo para él. Simplemente, todo.
¿Demasiado tópico, no cree? Espere, intentaré hacerle algo mejor.
Juan debía su vida y su sangre a aquella tierra yerma que lo ligaba a su pasado, desde tiempos inmemoriales el aceite corría por sus venas. Pero un día...
No, sigue sin convencerme. Lo sucedido, querido lector, es que no se ajusta a la realidad. Juan finalmente acabaría queriendo mucho a su tierra y apreciaría a sus olivos como a un hijo, por muchas calamidades que le sucedieran por el camino. Nada real, todo ficticio. Menuda hipocresía habrán estado leyendo debido al concurso. Odas al olivo, epopeyas en el campo y elogios a los campesinos, cuando luego, al verles de frente a frente, con la camisa sudada, barro en la cara y tierra en el corazón, se apartan, es que hieden muy fuerte. Cuando la mano tiembla y la espalda aúlla tras arduas horas trabajando, de sol a sol (en efecto, me refiero a los campesinos, a los del buen aceite, no a ese producto industrial que sabe a sangre y huele a dinero). Pero a la hora de hablar y pronunciarse todos somos muy morales, muy empáticos y caritativos; ¿no es así mi amigo? La triste verdad es que somos, como dijo Nietzche, humanos, demasiado humanos.
No pretendo alterar el orden normal del concurso, creo que debía presentarse un cuento, un relato corto y, por ahora, no se parece en nada lo que estoy escribiendo, no sé, ¿de qué vale escribir cuando no se tiene nada que contar? Bueno, como buen participante que soy, ahí va mi relato, lo he titulado “La historia de una persona que despreciaba los olivos pero que al final los llegó a valorar”.
Llovía a raudales en aquel pequeño pueblo que yacía a lomos del cemento y el cascajo. El agua rompía en las aceras de cada casa, de cada edificio, de cada mendigo tumbado en las sienes de las calles. A las afueras de aquel corazón de hormigón caía a borbotones la lluvia, mientras ferozmente penetraba en la tierra, como si quisiera desenterrar los más escondidos misterios que en ella se encuentran. En el cemento el agua no penetra, es todo superficial, tal vez sea por miedo, tal vez sea por conveniencia. Todas estas cuestiones no pasaban ni por asomo en la mente de Manuel, es normal, cómo va a pensar así un simple campesino, vamos a ser serios por favor. Manuel era un tipo común, acostumbrado al trabajo y a que le molieran a palos. La vida es injusta, cruel y despiadada, pero hay que soportarla, al fin y al cabo la alternativa es peor.
Manuel, el campesino, trabajaba en los olivos, en el terreno del aceite. Pero la historia que va a ser narrada no empieza desde aquí, no le importa a nuestro estimado lector todos los días que Manuel se levantaba antes que el Sol y la vida para ir a trabajar al campo, es muy aburrido y monótono. Por eso debo empezar la historia desde un punto en que se vea más interesante, despreciando el día a día de Manuel, los minutos que forman su vida, a la cual, no quiero dejar malos entendidos, aprecio y respeto con creces. Prosigo. Estaba Manuel tumbado en la tierra, entre piedras y gusanos (así es como terminan todos los viajes, y si no se lo cree, solo hace falta esperar), pero no estaba tumbado por voluntad, algo le presionaba en el cuello y parte de la espina dorsal. No sabía qué era, pero notaba un olor a goma quemada por el sol, zapatos nuevos, una pena que se mancharan. Es lo que ocurre cuando uno no está acostumbrado al campo, resulta extraño andar por ese cenagal de imprecisiones, era mejor apoyarse en algo firme, algo que no se hundiera al pisar con fuerza y vehemencia, nada mejor que en la espalda de Manuel, todo un lujo, comodidad y confort al alcance de tu miseria. El hombre extraño levantó el pie, en un gesto de bondad y perdón, ayudando a levantar a Manuel.
Entonces tuvieron una amistosa charla y fin, no necesitamos saber más. El hombre extraño se fue y nunca supo Manuel nada sobre él.
Vamos con el trabajo de nuestro protagonista. Manuel era agricultor, propietario de una tierra dedicada... Perdón, me he equivocado. ¿Saben qué pasa? Es que Manuel realmente ama el oficio que ejerce, respeta la tierra y conoce cómo deben tratarse los olivos. Dichos factores me han confundido y, sin querer, le llamé propietario. Disculpen. Manuel era agricultor, trabajador de la tierra (propietaria de otro, seguramente de una empresa capitalizada por alguien, la verdad es que no sé quién es, pero bueno, Manuel tampoco, así que no debe ser tan importante) y, a tiempo libre, era filósofo. No era uno de esos filósofos que se preocupan por el alma humana, tampoco pertenecía al grupo de la epistemología, ni de la ética, ni nada por el estilo. Manuel era un filósofo de las pequeñas cosas, de ésas tan diminutas e insignificantes que cuando ocurren no te das cuenta, pero es al entenderlas cuando sabes que las necesitas, lo que se llama hoy en día “déjate de tonterías”.
Muy bien, creado el protagonista del relato, con el cual fácilmente se puede simpatizar (de ahí ese toque de la filosofía), solo debemos buscarle una trama interesante donde pueda demostrar sus virtudes, como la honestidad, la constancia y el valor, adjetivos de los que todo el mundo alardea y pocos conocen. Perdonen si estoy sonando sarcástico, irónico o incluso repetitivo, no es mi intención, pero es que el relato debe durar mínimo cinco páginas, y cuando se sabe qué decir, todas las palabras sobran. Desconozco si el cuento propuesto va a gustar a vuestros señores, los jurados, ácidos sabios. Bueno, la cuestión, volvamos al meollo. Ahora quiero presentaros a la otra persona, creo que lo mejor será crear un arquetipo de la sociedad. Por consiguiente, el personaje que añadiremos será un joven de dieciséis años, adicto a la tecnología y, obviamente, que desprecia el campo y todo lo que ello conlleva. Parece demasiado vulgar y poco profundo el personaje, pero bueno, siempre me he considerado un realista, así que me ciño a la verdad de cada día.
Llegados a este punto es cuando me pregunto si de verdad tengo algo que contar, seguir escribiendo o sincerarme contigo, mi querido lector. Me veo en la tentación de relatar lo sucedido con el muchacho, pero mucho me temo que no puedo hacerlo, ya conoce el final y no proporcionaría ideas interesantes para su reflexión. Además, no creo que merezca ser escrito, no es digno. Al que ama la prosa veraz le sucede, al igual que Manuel con el olivo, un profundo malestar en su interior cuando se utilizan las palabras para expresar la más vana de las ideas, ésa que es tachada de profunda y espiritual, aunque rezume pretensiones por todos sus costados. A esa prosa hay que destriparla y anudársela al cuello con sus propios intestinos. Pero no lo hacemos. Cobardes que somos. Manuel, nuestro querido agricultor, hace lo mismo. Por mucho que destrocen su razón para levantarse y su motivo para dormir, no hace nada. Parece contradictorio, aunque no lo es, la verdad. Mírense ustedes mismos antes de juzgar a los otros. Recuerda a una frase de auto-ayuda, el problema es que se queda en eso.
Debo reconocer, muy a mi pesar, que el relato parece no seguir un eje temático mediante el cual articule cada idea y concepto. Es más un batiburrillo de frases independientes, bueno, pues como la vida misma. Pero prometo, estimado lector, que a partir de ahora me centraré en Manuel y los olivos.
Como estarán cansados de oír, Manuel es campesino y, como tal, actualmente despreciado. Cómo cambian los tiempos, ¿verdad? Antes, si tenías tierras para cosechar eras una de las personas poderosas del lugar, ahora, a no ser que pagues a Hacienda, dudo que se te vea como persona. Es curioso, ¿no? Existimos para la sociedad porque pagamos. Imagínense que Manuel viviera de la autosuficiencia completamente, con una casa construida por él y sin electricidad ni ninguno de los “privilegios” modernos.
¿Acaso le tendrían en cuenta, existiría para el Estado? Si se mira positivamente, entonces no le joderían. Tampoco digo que antes se estuviera mejor, simplemente que no hay evolución, sólo transformación. Estoy divagando. Manuel es feliz, sea lo que sea eso. Y no solo es feliz, sino también que lo piensa, a veces no coinciden ambas cosas. Y en ningún sitio es más feliz que trabajando lo que siempre ha trabajado, el campo, los olivos y la aceituna. Le da igual que la aceituna se coja verde porque así no hay que dejarla madurar y puedes hacer más producción aunque sepa peor, le da igual que el suelo sea contaminado con agentes nocivos para obtener una producción mayor, le da igual que su salario sea tan bajo respecto a las ganancias. Todo eso, a Manuel, le da absolutamente igual. Pero no le es indiferente porque no se preocupe, no, la ignorancia es la vía más fácil para la felicidad, benditos aquellos que la posean; a Manuel, muy lejos de ser un ignorante, le daba igual por el simple hecho de que disfrutaba haciéndolo.
¿Es Manuel tan importante como para que se le dediquen unas míseras cinco páginas? ¿Qué debe hacer uno para serlo? En primer lugar, lo que debe hacer uno es intentar no llamar mucho la atención, aparentar unos valores determinados y finalmente pudrirse en silencio en el hoyo más profundo que se encuentre. Entonces alguien, tal vez, se entere de tu existencia, pero, como no te conoció, puedes ser para él todo lo que quiera. Creo oportuno descubrir ahora ante ustedes el sentido real de este relato. Mis queridos y estimados lectores, Manuel es mi abuelo.
Manuel Bruno Arcos, nacido el 26 de agosto de 1906, en el seno de un pueblo cuyo nombre no quiero nombrar. Manuel fue agricultor casi desde que nació, sus primeros pasos fueron por la huerta de sus padres, entre tomates y lechugas y, por supuesto, olivos. Digo por supuesto no porque sea la temática del concurso, al contrario, el énfasis es dado ya que mi abuelo dedicó toda su vida, hasta el último aliento, a los olivos y al aceite; y con mucho orgullo. Todas las peripecias narradas están basadas en hechos reales, aunque permítanme que no profundice más en ellas. No sé si era una gran persona, aunque por lo que me han contado diría que sí, yo nunca lo conocí desgraciadamente, pero aun así, le quiero. A mi abuelo, o como lo llamaban en el pueblo “el del aceite”, se labró la vida a base de sudor y esfuerzo en el campo, cosechando aceitunas y realizando un aceite, según me ha llegado a los oídos, de escándalo. Era muy apreciado en vida, todo el pueblo le compraba el aceite, es más, si no era suyo se quejaban. Muchas veces lo regalaba, no porque le sobrase el dinero, vivía de sus propios méritos como agricultor, sin depender de nadie, aunque la modestia y la ausencia de lujos impregnaban su día a día. Era un hombre culto, aún conservo muchos libros con su firma en la primera página, y menuda letra tenía, eso sí que era caligrafía, ahora es más difícil, la falta de práctica supongo. Como dije antes, no era ninguna hipérbole, mi abuelo murió entre los mismos olivos donde se crió. Un día, estando ya mayor y a desobediencia de los consejos médicos, como era habitual, se levantó y, al ir a regar los olivos, simplemente no regresó.
La historia que me corroe por dentro no es la de mi abuelo, sino la única historia que una persona no puede contar sin mentir, la suya propia. Me llamo Joan Miquel Bruno Serra, y duermo en la misma habitación que dormía mi abuelo años atrás, algo cambiada, cabe decirlo.
Algunas ideas mencionadas anteriormente, las cuales puse en boca de mi abuelo, en realidad divergen de la verdad de Manuel, pertenecen a la mía. No soy un salvador de la agricultura, ni ningún ser mesiánico para los campesinos, simplemente soy un chaval. Podría apelar a la repetida frase de “nací muy tarde o muy pronto”, pero no creo que sea relevante. Todos nos sentimos intemporales del momento en que vivimos, supongo porque creemos que en algún otro momento podríamos ser felices. Menuda estupidez. El abuelo Manuel también tenía sus problemas, supongo que él pronunció más de una vez la dichosa muletilla de los inconformistas pasivos. No vengo a maullar mis problemas, solo a rasgar en las heridas de la verdad, de esa historia que jamás ocurrió porque nunca ha sido contada.