A la sombra del olivo

[Gagui.LitedrawArt]

“Cuando fuimos una sola carne en el paraíso, éramos huérfanos que llorábamos ante la incierta belleza de un campo desconocido y sin herencia. Sufrimos mucho, se dice. Hasta que, consolándose el cielo de estos luceros desabrigados, la naturaleza nos acogió como estirpes de su reino siendo aquella madre semi-humana que, a la sombra de los olivos del triunfo, nos cultivó la maternidad anhelada y la paz en el alma”

 

 

Recuerdos: I

 

Él me había asegurado ser la indicada cuando supo que mi nombre es “Atenea”. Nos conocimos una noche de luna lustrosa en la que yo, cabizbaja, envenenada por una caótica relación familiar, pataleaba molesta por la avenida que me conduciría a la plaza central. Quería estar sola, desahogarme como en otras veces, pero el profundo aroma misterioso e indescriptible de unas hojillas al fuego, llamó mi atención hacia él.

Era un tipo de ojos gachos, párpados pronunciados, tez media, nariz aguileña y dientes grandes, maravillosamente blancos. Un hombre pelinegro que, sentado sobre el pequeño jardín que mantenía en su casa, apoyaba su cabeza hacia un arbolito tupido de metro y medio de altura. Quemaba en un incensario varias ramas que sostenían verdes hojitas alargadas que, al contacto con el carbón amaranto, centelleaban con un matiz platinado y dorado. El humo provocado, blanquecino y ligero, danzaba al son de una melodía de gaita y pandereta que se reproducía desde su celular.

“¿Qué hace?, me pregunté”. Más, antes de poder acallar mis dudas con mi voluntad impasible de continuar, un gato de pelaje manchado, a semejanza de un tigrillo salvaje, cruzó de un solo salto la cerca de aquella casa y acudió sumamente curioso y tentado hacia donde provenía el agradable olor omnisciente. Así fue como nos conocimos, aquel hombre me atrapó husmeándole descaradamente.

 

 

Entonces, un interludio de miradas en torno a esta desacostumbrada escena casi litúrgica, hizo que él, frente a mi reacción de asombro y vergüenza, soltase una sonrisa burlesca, amigable e inocente. Me invitó sin lugar a dudas a lo que era el íntimo comienzo de un “picnic bien chulo”, una nocturna de velas, comida y cándidas conversaciones.

Éramos vecinos, si se le puede llamar así al que vive a seis cuadras de tu casa. No era de este país y su acento irregular, de sutil a vigoroso, lo revelaba notoriamente.

—¡Ea! quilla, ¡espabílate! Venga a por mi invitación.

 

Provenía de España, del estado de Jaén, a la cual llamaba “ciudad bendita”. (…)

—Atenea es un nombre muy majo, ¿sabéis que es la diosa de los olivos? Los olivos son árboles muy antiguos, de fósiles que datan unos veinte a cuarenta millones de años y que, por ello, muchas culturas los veneran. Es el intercesor entre hombres y dioses. Y su magia es cuidar a quienes tiene cerca. Donde hay uno, hay un gran protector. Por eso, Jaén es tierra bendita.

Recuerdo muy bien este diálogo. En ese momento él había jalado mi mano para sentarme bajo las marañadas ramas de lo que era y es aquel árbol torcido de olivo que, de seguro, aún sigue adornando ese jardín de florecillas.

Comimos tanto que osó calificarme graciosamente de “tragaldabas” en pocas palabras, una mujer comilona. Un calificativo no muy educado para una dama, pero que, sin dudas, me motivó a pedirle otra ronda de emparedados y té de oliva. ¡Claro!, para que me enjuicie con peso y verdad.

Una de las escenas que evoco de esa noche fue mi creciente interés hacia temas de su gusto, figurados en el incensario, el arbusto asimétrico y el té, es decir, la fascinación por el árbol de oliva.

No perdí tiempo pasando de inculta, saqué mi celular mientras él fue por un plato de pasta al óleo, y googleé “una mijilla” —como diría él— sobre lo que es ese famoso árbol del olivo. Así, entre los minutos inmersa en el hiperespacio, me enteré de que su tierra, Jaén, es la mayor productora de aceites y productos que provienen del olivo. Y que la aceituna que compraba cada fin de año, en el supermercado, ¡es el fruto de aquel árbol! Investigué, abrí páginas y cerré volviendo a repetir el ciclo, y hallé que, a los muertos, en la tierra de Egipto, los untaban con aceite de oliva antes de comenzar su viaje hacia la inmortalidad, hacia Osiris. Como también leí que el mismo aceite fue utilizado a favor de la salud de aquellos deportistas griegos que honraban a los dioses. Y que, en la tierra bendita del dios del cristianismo, crecían dos árboles de olivos que hablaban con los hombres. En fin, como ya lo dijese él, el olivo es un emblema antiquísimo de triunfo, paz y medicina. No lo negaré, quedé muy interesada. Ansiosa de que él volviese para seguir charlando.

—El olivo fue cultivado por primera vez en el Mediterráneo hace siete mil años. ¡¿Puedes creerlo?! —le conté a momento que, produciendo un gracioso quejido de pereza, se sentó a mi lado y me dio el plato de fideos.

El humo del incienso nos rodeaba, cuando me aseguró mirándome a los ojos:

 

—El olivo es la cura del alma. ¡Ea!, zagala, yo pedí tanto tener una cercanía con este lugar, y habéis aparecido vos frente a esta estrella huérfana que ha caído del cielo.

Sonreí, insospechada, impulsiva, sonrojada. Y esa curvatura de confianza que apareció en mi rostro, cual hace unos segundos era fúnebre y conflictiva, fue la que me ordenó a viva voz quedarme con él.

Él sería mi salvavidas, y así, me metí en su corazón.

 

Había tanto que teníamos en común e ineludiblemente, me sentí identificada.

 

Él no tenía madre, la había perdido hace unos meses, allá, en su tierra natal. Razón por la que se mudó. Una enfermedad respiratoria que heredó también él, desde niño. Pero que, a opinión médica, al contrario de lo que se conjeturó, era un chico con suerte; había vivido más de lo que le dictaron los diagnósticos.

—Vale —me comentó en el momento que lavábamos los platos—. ¿Sabéis? El milagro de mi bienestar es a causa de mi mamá. Después de nacer y sobrevivir al parto arrimando el hombro, me tuvo entre sus brazos y me ungió la molleja con aceite de oliva.

—Entonces... ¿el árbol de oliva te cuida de la muerte? —le interrogué curiosa sentándome sobre el mesón.

—Sí, a eso llamo comerse el marrón —risas—. Pero tranquila, desde hoy ese árbol nos cuidará a ambos—. Me abrazó. Pero no como un hombre común que está detrás de una chica. No, sino como un verdadero amigo, como un íntimo ser que supiese lo mucho que sufrí en aquel día en el cual celebré mi primer cumpleaños sin mi madre.

 

 

II

 

Mi madre me había abandonado yéndose a otro país un año antes de conocerlo a él. Y claramente, ese día había muerto para mí. Y no es que yo fuera tan pequeña o poco independiente para no soportar su retirada, pero odiaba la soledad. Mi padre había muerto y… luego ella se fue.

Así, la noche en la que cené, por capricho del destino, con este extraño, constituyó ser mi tabla de salvación en el océano. Fuimos un par de huérfanos en aquel instante. Ambos, acogidos bajo la sombra del árbol de olivo que, a voz de este adorable flipado, se consagró a velarnos desde esa nocturna escarlata. Desde aquel momento, todas nuestras noches estuvimos juntos. Él era esa mezcla de sensibilidad, humildad y alegría que me incentivaba a vivir, a tolerar, a comprender. Sus historias, su presencia y su raro acento y jergas, simplemente iluminaron mis días, semanas y meses.

Otro momento que recuerdo con vitalidad y suplico déjenme contarles, fue que, al llegar el mes de mayo, cercano al cumpleaños de mi ausente madre, comencé a experimentar terribles pesadillas que me sacudían de golpe y me espeluznaban tanto que me desvelaba solitaria en mi cama.

Nunca fui una mujer de hermosos sueños de hadas. Cotidianamente, tenía pesadillas leves, pero que podía controlar.

Me asustaba, sí. Me preocupaba, también. Pero, sin andar contándole mi talón de Aquiles a todo el mundo, salí aquella tarde con mis amigas a pasear por el centro y ya en la noche, fui a comer con él, tal como quedábamos.

Él, al contrario de mis compañeras, supo rápidamente mientras conversábamos que algo no estaba bien conmigo.

—No debes preocuparte —le dije—. Tengo esta carota porque he tenido una pesadilla. Pero es cosa diaria, ya se me pasará—. Con un golpecito en la espalda, le había animado a salir hacia el jardín para recostarnos bajo el árbol, cada día más tupido. Pero él, no restándole importancia a mi problema, me contó:

—Vale, mira que, en Jaén, mi madre me enseñó un truco para no tener mal sueño. Te comerás tres aceitunas colocando sus huesos bajo la almohada. No cres que es pura chorrada, no me des calabazas, ¡a mí me mola de maravilla! —me indicó.

Y esa sonrisa alboroza que parecía dar gentileza a todo, fue lo que me convenció.

 

Olivos, realmente él estaba fascinado con ellos. Y recuerdo tan bien que esa noche, antes de irme a casa, me contó acariciando al árbol cuyas hojillas caían sobre nuestras cabezas, que el olivo tiene la peculiaridad de tener una voz propia y que cuando uno se hace el ser idóneo para su amistad, lo oye canturriar como con esa religiosidad gitana que vuelve al corazón intrépido y comprensivo.

Simplemente fue hermoso. Una fantasía muy romántica.

Bueno, cayendo la alta noche, luego de despedirnos, no ignoré su consejo y tomando una porción de los frutos que me había regalado esa semana, me comí más de tres aceitunas, pero guardé los tres huesos debajo de mi cojín.

Aquella noche tuve un sueño fantástico. El terror de todos mis días se esfumó y a cambio de ello, soñé que estaba sentada a la sombra del olivo junto a él. Yo acariciando su rostro y mirándolo inmortalmente a través del no tiempo.

En medio del ensueño, besé su mejilla y bajo las florecillas blanquecinas de ese olivo que asemejaba un conjunto de sonoras campanillas, le dije que lo amaba y él me correspondió.

Mi sueño se hizo realidad.

 

Cuando se lo conté emocionada, y ciertamente, avergonzada, él se abrió más a mí y me reveló el curioso sobrenombre con el que le llamaría hasta el final de mis días.

—Zagala mía, debo cotillearte que me piré de la amada tierra de mis dos madres a causa de mi parida pena, pero contigo, tú me has convertido en este Acebuche que, aunque lejos se encuentre de su origen, no deja de ser lo que es y de amar a su tierra como si sus pies la estuviesen pisando aún. Soy Acebuche, un olivo silvestre; y tú, mi Atenea.

Luego de esos instantes de compromiso y entrega, bajo el blanco manto de rapas que bordeaban el gran árbol torcido y ahuecado, yo besándole, le pedí que se casara conmigo.

 

 

III

 

Mi vestido de novia no fue tan hermoso como aquella coronilla de rapas y hojas de olivos que llevaba en mi cabeza. Recuerdo que la hicimos con tanta inspiración mientras imaginábamos locuras como a quien se le va la pinza.

Nos casamos en el patio de su casa, teniendo sólo como invitados a dos testigos: El sacerdote y el árbol de olivo que para ese tiempo había alcanzado ya los dos metros.

—¿Me amas y me amarás hasta la eternidad, tío? —le interrogué tomando su mano, antes de declarar el “acepto”.

—Hasta donde me alcance la vida que, aunque no sea larga, prometo dedicártela a ti —respondió, y sus votos de amor y sinceridad se consumaron en su “acepto”.

Luego de la ceremonia, nos quedamos solos. Ahí, susurrándonos bajo la sombra del olivo, besos locos que nos figuraban como adolescentes que se devorarían el mundo. Las sábanas que rodeaban mi cuerpo eran aquellas aceitunas verdosas que degustábamos con vicio.

Abrazos, revolcones, mordiscos. Encendíamos la magia ancestral del olivo en torno a nuestra felicidad. Él, mi Acebuche silvestre, me acarició la piel entera con aceites que

 

habíamos preparado también durante esas tardes de noviazgo, las cuales nos motivaron a la idea de abrir dentro de la casa un pequeño negocio de aceites.

Acebuche tenía mucha experiencia en ello, pues me contó que su madre tenía un local heredado por su familia, allá en Jaén.

(…)

 

Nos casamos a tres meses de culminar el año. Y empezando rápidamente a trabajar en la tienda, Acebuche me enseñó a extraer el aceite de las aceitunas mediante un proceso casero: trituración, cocción, prensión y decantación. Felizmente, y claro que no solo con nuestros “experimentos” sino que, junto a los productos traídos de Jaén, nos fue muy bien y los vecinos nos compraban a buen precio. Cosa que, al culminar el año, alegres por los triunfos logrados, recibimos el nuevo año junto al árbol de olivo, a quien adornamos con brillantes papelitos que contuvieron todos nuestros agradecimientos y deseos.

Al guindarlos entre sus ramas, Acebuche me contó que, en tiempos del dios Apolo, el olivo cumplió con ser el corresponsal de los mensajes de sus fieles.

—¿Sí? ¿Y cuál es tu deseo, tío? —le pregunté curiosa.

 

—Yo deseo, Atenea —me respondió—, que algún día termine mi destierro y nos piremos a trabajar en Jaén, haciéndonos cargo de la tienda de mi madre. No me veas así, sólo quiero dejarte ese tesoro.

Y esto fue el comienzo de un mal presagio. O al menos, de una realidad a la cual no me quería enfrentar. Recuerdo que bajé la cabeza, quizás simplemente porque no deseaba ir a España, al país en donde mi madre se encontraba. O quién sabe.

—Atenea, sabéis que algún día el préstamo de la protección del olivo se acabará. Y no puedo estar una eternidad, solo deseo que cuando me vaya, cuides de la tienda y de mi tierra. Me manifestó. Cerré mis ojos. No sé qué me dolía más: Él o mi madre. Solo recuerdo negárselo con cada minuto y así hube de hacerlo hasta el final de sus días.

IV

 

Acebuche fue mi esposo español que, con una sonrisa siempre cosida a los labios, luchó contra su enfermedad respiratoria hasta su último aliento. Nuestro matrimonio fue una buena relación de cinco años. Y, aunque no me decidí a decirle en su lecho agonizante que cumpliría con su promesa, llevé a mi esposo como aquella Isis que buscaba la inmortalidad del suyo. Yo, al igual que su madre, cubrí su cabeza con aceite. Con aquella simiente verdosa de ese olivo que juró protegerle en la vida, y ahora en la muerte.

Con ese ritual mortuorio, despedí a mi esposo y despedí también a mis deseos egoístas.

V

 

Recibí un martes por la mañana una carta de Jaén que me certificaba como dueña del local de los óleos, según el testamento de Acebuche. No mentiré que estrujé el papel con dolor y desesperación. Pero, debía hacerlo, por él. Nunca había salido de mi tierra y no había entendido la pena grande que sintió Acebuche hasta que viajaba en el avión y me alejaba de la ciudad que me vio nacer.

Nuestra casa quedó en venta al igual que todas mis cosas. Pero, he de decir que lo que más me dolió dejar fue aquel árbol de olivo que un día nos dio su sombra y me unió con el amor. Lo despedí con vastas lágrimas en los ojos. Y he de contar también que cuando ya no tenía más que lloriquear, agotada por el estrés, caí de rodillas oyendo como cosa de no creer, su débil canto. Sí, Acebuche, fue un susurro gitano que me abrazó y que supe yo, se trataba de su voz. La voz del olivo.

Ahora, he pasado el mes de mayo dentro de España, y siendo este mes la época del florecimiento del olivo, toda la tierra de Jaén parece estar regocijada por el manto blanco de las rapas. Realmente contemplar la lozanía de su ancianidad, es una belleza magna.

Cuando llegué recuerdo haber sentido mucho temor, estaba en una tierra extraña y rodeada de desconocidos, pero cuando fui conducida a la antigua casa de Acebuche, supe que no estaba sola. Rodeando la casa, había dos árboles de olivo. Entonces, sentí como si mi cabeza también hubiese sido bañada con su aceite y, por ende, protegida.

Desde allí, hasta hoy, vivo vendiendo los productos que da la naturaleza. Lo hago con el sentir que Acebuche sembró en mí. Realmente, dentro de un planeta tan grande, tenemos vastas tierras de las que nos sentimos intrusos, pero eso es hasta que la naturaleza, y en especial los olivos, te abrazan en su seno familiar y entonces te sientes con la conexión de ser heredero y contribuyente a esta gran labor.

Ayer, Acebuche se fue. Pero hoy, dentro de cada hoja de olivo, su olor, risa y su presencia, impregnan mi vida. Es cierto, él me lo dijo, el olivo es la cura del alma y el intercesor del aquí y del allá. Pues ciertamente aún guardo sus palabras: “Cuando uno muere, nace en otras vidas como árboles, rocas o animales, es por el bien del equilibrio de la vida”. Bueno, yo sólo espero que para dicha de mi Acebuche y muchos otros que sienten aquella alegría de trabajar con el árbol de olivo, como mi pequeña hija “Oliva”, sea lo dicho su recompensa, para que en su próxima vida renazcan dentro de uno de estos protectores seres, quienes por la longevidad de la vida, seguirán acompañando al hombre en la tierra.

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