Demasiados

[Andrés Darro]

La puerta se abrió despacio y la funcionaria levantó la mirada aún más despacio. Por allí apareció un hombre polvoriento. Entró en la enorme sala como si todo el mundo le estuviese esperando desde hacía décadas. Pero allí no había nadie. Sólo estaba la funcionaria, al fondo, detrás un mostrador de madera vieja, mirando al hombre polvoriento por encima de unas gafas mal graduadas. La mujer tosió.

El hombre avanzó la docena metros que distaban desde la puerta al mostrador. Miró a la mujer. La mujer tosió de nuevo y volvió a sus papeles. Eligió uno. Lo metió en un sobre. Pegó un sello con parsimonia. Dejó el sobre sobre una pila de sobres con sellos pegados con parsimonia. Sabía a qué venía el hombre. Y no le apetecía decirle que era imbécil por intentarlo. Se estaba haciendo vieja.

–Vengo a matarlos –dijo el hombre.

 

Imbécil, pensó la mujer. Luego le miró por encima de las gafas. El tipo era alto. De ciudad. Del norte, seguramente.

–¿Cuántos son? –preguntó el hombre del norte.

 

La mujer eligió otro papel y lo metió en otro sobre. Pegó el sello con parsimonia.

 

–Demasiados –dijo.

 

–¿Y cuántos son demasiados? –quiso saber el hombre. Le empezaba a fastidiar la falta de interés de la mujer. Él venía a matar a los olivos. A todos. Deberían prestarle atención. Darle las gracias de antemano. Invitarle a unas rondas. Darle, incluso, una parte del dinero de la recompensa por adelantado. Eso estaría bien. Con ese dinero podría comprar un cienpasos. Uno decente. Que no hiciese agua cada dos por tres. Con un cienpasos decente podría acabar con todos los olivos en una noche. Con el cienpasos que tenía ahora, lo iba a tener más complicado.

–Una docena –contestó la mujer con voz cansada.

 

Doce olivos no eran muchos. No eran pocos, la verdad. Sobre todo si eran de los primeros, de los que sabían moverse de noche. Pero en cualquier caso no eran demasiados. No para él y su cienpasos. Le gustaría tener uno decente. Un cienpasos de Hierro 60. O un Trinity. Con un Trinity podría eliminar a los doce olivos en una noche. Sin duda. La mujer tosió.

–¿Podrían adelantarme algo de la recompensa?

 

La mujer miró al tipo alto del norte y no dijo nada. El hombre movió los ojos, como esperando una respuesta. La mujer tosió de nuevo. Imbécil, pensó. Este imbécil realmente cree que va a salir con vida. A veces envidiaba a la gente del norte. Eran idiotas, pero no tosían.

En el norte los olivos no habían matado a los niños. No a todos, al menos. Hacía más frío y tenían esas armas largas, las cienpasos. O los cienpasos, como decían últimamente los cazarrecompensas. Pero no era un cienpasos, sino una cienpasos. De toda la vida. Las cienpasos del norte no hacían agua y secaban bien al olivo. Lo secaban rápido y lo dejaban listo para echarle brea o ácido o pasta de goma o combustible japonés.

Los niños del norte crecían escondidos. Los del sur ya estaban muertos. La mujer miró al hombre, pensó que era idiota y que moriría antes de caer la noche. Le sonrió. El hombre no entendió la sonrisa.

–No hay adelantos –dijo ella.

 

Tampoco habría dinero. Ese norteño no iba a matar a nadie. Y menos a estos olivos, que sabían moverse de noche y entrar en las calles de la ciudad incluso cuando se llenaban con medio metro de sal. La sal ahora ya no les afectaba. Al principio fue útil. Luego los olivos aprendieron a cerrarse. Luego aprendieron a moverse cerrados. Luego a matar de noche. Luego a matar de día. Luego a derribar las murallas y las puertas y a ir sólo a por los niños y los hombres jóvenes. Y ahora ya era tarde. La recompensa atraía a mucho norteño con cara de imbécil. Ninguno cobró nunca nada. En la ciudad hacía tiempo que se habían gastado ese dinero. Decidieron dividir el dinero de la recompensa entre la gente viva y que cada uno lo usase como le diese la gana. Ella se había comprado un litro de aceite. Cada noche untaba un poco en la puerta de casa, con el fin de atraerlos.

Pero los olivos no iban a por las mujeres. Ni siquiera cuando ya no quedaban niños.

 

–¿Dónde puedo tomar algo? –preguntó el hombre.

 

–Aquí no –respondió la mujer.

 

En la ciudad ya nadie daba nada a nadie. Había un bar, sí. Uno cerca de la iglesia alta. Lo llevaba un anciano de ojos blancos que había perdido la cabeza. La gente seguía entrando porque hacía gracia ver al viejo poniendo vasos vacíos y hablando de cuando él vareaba olivos. De cuando vareaba hasta partir las ramas y de que cuanto más se quejaba el olivo, más fuerte pegaba él. Porque al principio los olivos sólo hablaban. Y ni hablaban, en realidad. Sólo lloraban. Eso dice el viejo de los ojos blancos. Pero la gente dice que se lo inventa. Que los olivos nunca estuvieron fijos al suelo.

Algunos libros los dibujan así, enterrados y esclavos. Pero ya nadie se cree esos dibujos y la gente dice que se lo han inventado los propios olivos. El maestro, el que huyó pronto, decía que sí. Que los olivos hace mucho tiempo estaban enterrados en el suelo y no se movían. Y no mataban a nadie. Y que empezaron a atacar a los hombres mucho antes de que los hombres sintiesen que estaban siendo atacados. Que empezaron a envenenar el aire. Primero muy poco a poco. Que la gente no lo notaba. Que había niños que no respiraban y se ahogaban y los hombres no sabían qué pasaba. Que nunca se pensaba en el olivo. Pero era el olivo.

–¿Y un lugar para descansar? ¿Tenéis al menos un sitio en el que descansar?

 

Una sombra se movió en la calle. La mujer se dio cuenta. El cazarrecompensas, no. La mujer pensó en avisarle. Pero para qué.

–¿Hay algún sitio? ¿Un hostal, una pensión, una cuadra? ¿Hay algún sitio en el que pueda dormir un rato tranquilo? –insistió el hombre del norte.

–El cementerio.

 

El hombre bufó. La mujer cogió un papel. Lo metió en un sobre. Pegó un sello con parsimonia mientras el hombre se daba la vuelta. Iba lleno de rabia. No entendía por qué demonios iba a jugarse la vida por esta gente. Por el dinero, claro. El dinero era una buena razón.

Abrió la puerta y salió a la calle. El sol le cegó. Al principio no los vio. Luego sí. Vio a los tres primeros. Al resto, no le dio tiempo. El primer golpe lo recibió en la cara. Le partió la mandíbula. El segundo llegó cuando aún no había caído al suelo. Y fue un varazo en la espalda que le crujió el alma. La vista se le puso en el rojo y ya no sintió mucho más. El olor a la sangre propia y la vida que se iba entre palos.

Los olivos siguieron pegando, como siempre. Vaciaron al hombre del norte en la misma calle. Lo vaciaron con varas largas, golpeando hasta que sólo quedó pulpa y cachos de hueso. Nadie dijo nada. Ni los olivos ni las gentes que miraban desde detrás de las persianas. Luego los olivos pasaron uno a uno sobre la pulpa. Se escuchó una campana. La campana de la iglesia alta. Sonó tres veces. Luego sólo se escuchó a los olivos sorbiendo. Luego se fueron. Luego no se escuchó nada durante un rato largo. Luego se abrió la puerta. Luego salió la mujer, con un cubo. Recogió los huesos y echó un poco más de sal donde antes hubo un hombre del norte. Luego tosió.

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