Olivos en el alma

[Frans]

Juan soñaba con ver otro sol, otro amanecer, otro cielo estrellado. Hasta donde le llegaba la memoria siempre había estado en el mismo lugar, Andújar, un pueblo de Jaén. Se había pasado la vida trabajando, durante su juventud para ayudar en casa y de adulto para sacar a su familia adelante. Su aspecto era basto como el de todo buen aceitunero y campesino. Quienes lo conocían lo tenían por una persona introvertida, pero muy apacible. No había más ocio que el no ocio. Su vida sucedía sin nada que le alterara especialmente; estaba tan familiarizado con su rutina que ya sabía lo que sucedería al día siguiente y al otro, no presagiaba lo que el destino le tenía reservado. Una mañana como otra cualquiera, preparándose para ir a trabajar las tierras, comenzó a encontrarse mal. El dolor en el pecho y ese tono azul de piel no pronosticaban nada bueno. Tuvo suerte de que una ambulancia no circulara muy lejos de allí en ese momento. Venía cada dos días para recoger a personas mayores y llevarlas a rehabilitación o a centros de día desde sus casas rurales a varios kilómetros de la ciudad más cercana. Lo trasladaron al hospital de la provincia, su diagnóstico alertaba que el corazón le estaba fallando. Despertó en cuidados intensivos sorprendido, ya que nunca había sufrido ni la más benigna de las enfermedades. Desde su cama, con todos aquellos cables que entraban y salían de su cuerpo, sin más compañía que la de su propio reflejo en un cristal que había a su derecha y aquel techo que ya empezaba a incrustársele en la retina, oía de fondo a los médicos refiriéndose a él, de si saldría con vida. Verse en aquella situación tan vulnerable lo tenía bloqueado por completo, un hombre tan acostumbrado a no depender de nada ni de nadie. Los días galopaban y su estado no le permitía decantarse, en continuar luchando o perecer de una vez por todas. Su mente estaba ilesa, aunque esto agravaba aún más la situación. Ser consciente en estos casos era aún más agonizante, darse cuenta de lo que estaba en riesgo, resultaba desolador. Toda su vida había procurado ser una buena persona, nunca había hecho daño a nadie, solo se ocupada de trabajar y cuidar de la familia. Era un buen católico, y allí estaba interrogando a su propio reflejo, ¿qué había hecho para que fuera merecedor de lo que le sucedía? Ser buen marido, buen hijo, buen padre, buen vecino no había sido suficiente para evitar aquel sufrimiento. Se cuestionaba si su vida hasta la fecha realmente había servido para algo, si moriría casi sin haber vivido, ¿habría valido realmente la pena? La gravedad de su estado no le concedía garantías de seguir viviendo, pero comenzó a dudar de querer volver a la vida de siempre. La esposa permanecía a su lado tantas veces como los estrictos horarios lo permitían, los hijos eran demasiado independientes y egoístas como para estar corriendo a los pies de su padre, estaban en esas edades de la adolescencia para arriba, y ya les costaba encontrar tiempo para ellos… Tenerlos tan jóvenes había supuesto verlos demasiado mayores cuando no tocaba. Ambos progenitores contaban con cuarenta y cinco años y ya habían cumplido con la tarea más difícil, poner adultos a cuatro niños. Juan tuvo que ver morir a otros pacientes a su alrededor por enfermedades y complicaciones diversas, pero el resultado final se repetía para todos: el drama y el protocolo correspondiente siempre eran los mismos. Él no podía comunicarse con nadie más allá de sus expresiones faciales y su movimiento de manos, los tubos impedían hasta la tarea más sencilla. Por primera vez se veía obligado a conversar consigo mismo, a viajar a su interior, donde tan pocas veces había estado, a navegar por lo más recóndito del ser; como si quisiera encontrar un culpable o algo a lo que culpar, e incluso buscaba reconfortarse, los recuerdos que tenía no eran malos, y la felicidad de su infancia siempre lo acompañó. Nació entre los olivares, pues allí estaba su madre de rodillas recogiendo aceituna cuando se puso de parto; a medida que crecía pasó de jugar entre los olivos, a perseguir entre ellos a las zagalas, enamorándose de su mujer a la sombra de un olivo. Pasó de jugar con las aceitunas a trabajar en su recolecta. La cooperativa en época de la recogida embriagaba el aire de todo el pueblo con ese olor tan característico del parto del mejor aceite, un aceite único, se decía que las abuelas antiguamente todo lo sanaban con aceite de oliva, y aún pasarán décadas descubriéndole alguna otra propiedad beneficiosa para el hombre. Venían turistas de todas partes atraídos por nuestro oro verde, hileras de autobuses aparcaban en la puerta de la cooperativa, por turnos y grupos; un guía los deleitaba con su pasión en la descripción de todo el proceso y elaboración del que se consideraba uno de los mejores aceites del mundo. Fueron duros, pero buenos tiempos aquellos, ahora la tecnología ha reducido esa artesanía a la mínima mano de obra. Debía volver a jugar, solo que ahora para buscar razones de vivir, porque las que tenía no parecían suficientes. Después de dos eternas semanas entre la vida y la muerte, su fortaleza empezaba a abrirse paso, recuperarse del todo no supondría un problema, de no ser por su corazón, que estaba casi inservible. Lo inscribieron como preferente en la lista de espera para realizarle un trasplante de urgencia. Su señora le explicaba día tras día cómo marchaban en casa. Nunca la había mirado de forma vertical, desde la dependencia hacia ella, las máquinas y los cardiólogos. Era una buena mujer, limitada quizás, o acostumbrada a no requerir de grandes destrezas y gestas para la vida que llevaban. Él empezaba a encontrarse mucho mejor y no tardó en dar señales de su mal genio. Lo sacaron de cuidados intensivos, donde los olores a medicación y fluidos humanos, los sonidos imitadores de respiraciones y latidos, y los bonitos ojos de las enfermeras eran toda la compañía que uno tenía las 24 horas de cada día. En planta la gravedad seguía latente, pero los cables y vigilancia se habían reducido lo máximo posible. Un régimen estricto, visitas contadas de los familiares y comprobaciones regulares de sus constantes, eso era todo. Echaba de menos la compañía de su reflejo en la vidriera que tanto le había ayudado a reflexionar sobre sí mismo. El sol le acariciaba la cara, tenía que discutir con su mujer para que abriera siquiera un palmo la ventana y dejara pasar un poco de brisa, aquellas pequeñas cosas de las que llegó a pensar que nunca más volvería a disfrutar. No añoraba grandes placeres, de momento gozaba del éxtasis que le producía ver pasar el reloj, que le colaran en la dieta algún dulce, que los hijos hicieran acto de presencia, sentir que le inundaban las ganas de vivir. Era como tener otra oportunidad para hacer que vivir le valiera la pena. Contaba con todo lo que uno espera tener en su carrera hacia la vejez, pero había una línea en este todo que él nunca se había atrevido a cruzar. Sus principios lo hacían ignorar todo tipo de aventuras inmorales, nunca hizo nada que fuera reprochable. Nunca se dio un capricho, nunca miró a otra mujer, nunca tuvo la tentación de improvisar, ni rastro de impulsividad, jamás sintió la más mínima debilidad ni deseo, su estricta educación había dado sus frutos dentro y fuera de aquel hombre. En los últimos meses lo más lejos que se había desplazado era hasta el sillón situado junto a la cama. Pasó de compartir hasta el aire que respiraba con su mujer, a comenzar a albergar en su interior una cajita misteriosa llena de secretos. Soñaba con otras mujeres, con otros mundos, con otros nombres... Poder vivir con un corazón sano. Era una agridulce esperanza pues sabía que alguien tenía que morir para que él viviera. Los días se volvían monótonos, todo empezaba a ser tan previsible como en sus campos, su pequeña granja y la casa familiar. De repente, como si el destino le estuviera leyendo las entrañas, un cortejo de médicos se agolparon en su habitación comunicándole que el corazón de un donante estaba en camino hacia el hospital. Él debía entender los pros y los contras de una operación tan sumamente peligrosa. Empezó a llorar como sólo lo hacen las criaturas, era arriesgarse a vivir, o seguir con ese tipo de muerte. Su mujer le agarró la mano apretándola fuertemente y mirándole a la cara, dijo que solo él podía decidir sobre su vida. Él ya había hecho planes de futuro inmediato: prefería arriesgarse a adelantar su final que seguir en unas condiciones en donde los planes no tenían cabida. Imploraba a todas las vírgenes y dioses que conocía para que llegara al menos esta oportunidad. Se despidió de todo, estaba inquieto, temeroso, nada que unas dosis de principios activos no pudieran controlar, más que la verborrea médica. Se inició el proceso preoperatorio, lo bajaron a la sala de operaciones por la mañana temprano y no sería hasta unas ocho horas después cuando informaran a la familia de que todo había salido bien, no sin haber tenido que afrontar diversas complicaciones. Volvía a despertarse al lado de la calidez de su reflejo en la sala de cuidados intensivos. Curiosamente le habían otorgado el mismo rincón. No era consciente de su conciencia, sólo hacía gestos sin sentido. Es una pena que no se diera cuenta de este momento. Todas las enfermeras, médicos y hasta el servicio de limpieza le felicitaban por haberse despertado entre los vivos. Estaba siendo tratado a cuerpo de rey, el personal era muy amable. Esta vez la recuperación resultó más delicada pero mucho más rápida, poco a poco tomaba conciencia de que todo estaba saliendo según las mejores expectativas favorables médicas, de recibir casi la extremaunción a sentir que recuperaba todas las fuerzas pasadas. Se descubrió pensando sólo en él, hasta que se vio obligado a conceder unos minutos de silencio al que había sido hasta entonces el dueño de tan ansiado órgano. Toda la familia y amigos festejaban su vuelta al mundo. Lo trasladaron a planta enseguida. Aunque sentía curiosidad por el donante, había oído susurrar sobre él a las enfermeras mientras divagaba entre sueños y luchaba por despertar. Para sorpresa de todos, se estaba recuperando milagrosamente y a pasos agigantados de una intervención a corazón abierto. Volvía a latir aquella cajita de sueños que dejó guardada en secreto por si nada salía bien, pero allí estaba, triunfante, y se miraba al espejo de una manera coqueta, orgulloso de haber recuperado de nuevo su color de piel. Había recibido la mejor lección de su vida, no tenía pensado repetir nada de lo que había ocurrido hasta el día que enfermó. Quería descubrir otras razones para seguir vivo. Pasadas unas semanas, y viendo tan notoria mejoría, le autorizaron el alta hospitalaria, no sin mil recomendaciones, un largo listado de revisiones y medicación de por vida. Al llegar a casa todo estaba en su lugar, aunque parecía diferente. Lo recibieron con una pequeña fiesta, familiares y amigos se alegraban de verlo, pero él no lograba sentir esta misma emoción, ni siquiera quería estar allí. A la mañana siguiente todo volvería a ser lo mismo de siempre. Estaba deseando que todo el mundo se fuera de allí, ni que decir tiene que algunos no se habían molestado ni en visitarlo en el hospital, pero la hipocresía era barata, por eso se hacía tanto uso de ella. Al día siguiente, el mismo silencio sepulcral, la misma soledad, los hijos se habían independizado con tal de salir de esas cuatro paredes sin más diversión que la que uno fuera capaz de provocar. El pequeño aún no estaba emancipado, pero por motivos de estudios vivía en una habitación alquilada en la ciudad cerca de la academia. Su mujer era arisca y protestona, cuando no se quejaba de sus labores, se quejaba por malestares físicos, aunque en realidad siempre había tenido una salud de hierro: había hecho del quejarse su entretenimiento. Él comenzó a refugiarse en sus historias, le habían recomendado no alterarse ni abusar del esfuerzo físico. Comenzó a visitar más la ciudad, buscaba cualquier excusa para rodearse de ruidos y movimiento. Se distanciaba de todo cuanto había conocido hasta ahora, se mortificaba con mil preguntas sin respuesta. “¿Por qué yo?, ¿por qué él?, ¿cómo se vive con parte de otro ser humano dentro de ti?, ¿qué he hecho yo para vivir y él para morir?, ¿me ha salvado mi aburrida vida?, ¿ambos hubiéramos muerto igualmente?, ¿hubiera sobrevivido de no llegar este corazón?, ¿está jugando Dios a ser Dios con nuestras vidas?”. No podía soportar estar bajo esa angustia. Las paredes lo aprisionaban tanto como su caja torácica, asqueado por todo lo que le rodeaba, siempre la misma comida, los mismos discursos ¿cómo no se había dado cuenta antes? Llevaba años construyéndose sus propias barreras, sus limitaciones, su esterilidad mental... Quería pensar que había algo más, se negaba a aceptar que todo terminara allí. Haber sobrevivido debía servir para descubrirlo. Aquella mañana abrazó a su mujer suplicándole que lo perdonara y que le despidiera de sus hijos. Cuando ella le preguntó con insistencia qué iba a buscar, nuestro Juan le respondió tajantemente: "A mí". Cogió con decisión una mochila, la mitad del equipaje era medicación, una pequeña cantidad de dinero y se marchó bañado en lágrimas. Llegó hasta la terminal de autobuses y se subió al que más lejos le llevase, y así es como llegó a parar a Lloret de Mar, un pueblo de Gerona. No sabía por dónde empezaría, pero ya había empezado. Durmió como un bebé, sentía cierto alivio al no estar obligado a someterse a la rutina y lo cotidiano. Por primera vez en la vida, desconocía qué pasaría al día siguiente. Estaban en temporada alta, así que podías escuchar hablar diferentes lenguas en tan sólo dos metros cuadrados. Un sol radiante y una cálida temperatura le daban la bienvenida. Respiró hondo, quería coger tantas direcciones que le era difícil elegir rumbo. Una sonrisa tonta se había apoderado de su cara, como si hubiera rejuvenecido o como si le hicieran cosquillas unas manos invisibles o como si se hubiera tragado un montón de mariposas. No podía disimular ni verbalizar lo bien que se encontraba. Se dispuso a caminar sin prisas y sin rumbo, para estirar las piernas después de tanto viaje; no se apresuró a hacer planes, iría improvisando. Se había impuesto no pensar en lo que había dejado atrás, necesitaba concederse esa pausa, deseaba renovarse como persona, estaba convencido de que el hombre que había sido hasta ese momento había dejado de existir cuando su corazón dejó de latir. Por alguna razón veía la vida con otro corazón. Ese renacer tenía su razón de ser, la vida no podía nacer y perecer en medio de la siembra, las personas no somos vegetales, tenemos otras alternativas dentro a pesar de la imposición biológica. Se le agolpaban tantas emociones juntas en poco tiempo que cayó agotado en un sueño reparador. A la mañana siguiente seguía en la misma postura en la que se había acostado. Todo el insomnio que arrastraba desde hacía años había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Descubrirse a sí mismo descubriendo, por la curiosidad con que lo miraba todo a su alrededor daba la impresión de ser un niño o un hombre de Cromañón. Se adentró en la primera discoteca que le llamó la atención, se acercó a la barra a pedir un refresco mientras se observaba en la cristalería de enfrente. Parecía estar convirtiéndose en otra persona, o tal vez la que debía haber sido siempre, se sonrió y le dijo al camarero que le trajera otra cosa, lo que fuera que llevase alcohol. Terminó bailando extasiado, olvidando su delicada operación, se tomó otra copa y otra más, hasta que a la mañana siguiente alguien lo empezó a sacudir. Se despertó amnésico y con un buen dolor de cabeza, se miró y la mitad de su ropa se encontraba lejos de allí. Una chica sonriente le advirtió señalándole a la brigada de limpieza. Le dolía todo, se ve que lo debió pasar bien, la pena era no acordarse de nada. Ese descontrol le había gustado. Volvió a la pensión, se aseó, y tras devorar el desayuno, quiso proseguir con la reconquista del lugar, los alrededores y de su nuevo yo. Anduvo cuanto pudo por la costa, deleitándose con todo lo que encontraba a su paso, eran auténticos paisajes paradisiacos, y deseando que oscureciera para volver a saborear la noche y sus excesos. Presentía que no estaba solo, como si lo acompañara el antiguo portador del órgano que habitaba en su tórax, como si fuera su ángel de la guarda, como si su alma se hubiera trasplantado también, lo sentía tan cerca que casi podía describir su forma, percibir su voz y, sobre todo, su estilo de vida. Juan no sabía definir dónde acababa su ser y dónde comenzaba el otro, una parte de lo que hacía era por iniciativa propia, y otra parecía decisión del otro, pero se sentía feliz y, ¿no era ese el objetivo principal de todo? Llevaba varias semanas en aquella pensión, aunque algunas noches no había hecho uso de ella. Como sea estaba entusiasmado, satisfecho, no le importaba perder todo su pasado, y sólo existir en el presente. No dejaba de asombrarle que en tan poco tiempo hubiera disfrutado de más sexo que en los veintitrés años de casado. Nunca había gozado de tantos placeres tan diversos, había disfrutado de los cinco sentidos. Miró su reflejo en el agua, en medio de aquella inmensidad, un escalofrío le atravesó el cuerpo. Juan hablaba en alto como si hablara con alguien: “Este reflejo es más yo que yo mismo, vivido a merced de lo que el destino ha querido hacerme, ya no tengo ninguna responsabilidad, no siento ningún miedo, ninguna cadena, por fin he sido liberado de la carga tan pesada de los sentimientos, las emociones, de la esclavitud social, de la existencia, puesto que nada me pertenece ya no necesito el temor de perderlo. Quería vivir cuando casi muere, y quería morir cuando casi vive, fue el antes y el después de lo que supuso estar al borde de la existencia, dejar que cada día fluyera como si fuera el último. Una pareja que paseaba por allí se le acercó preguntándole si se encontraba bien. Juan, agarrándose fuertemente el pecho, les pidió que llamasen a una ambulancia. Mientras lo trasladaban hacía el hospital, en su último halo de vida, agarró con fuerza la mano del enfermero para que este le prestase atención. Acercó la oreja al rostro de Juan, y este le susurró:

“Prométeme que le dirás a mi familia que los quiero, y les pido que me incineren y esparzan mis cenizas entre los olivos que me dieron la vida”. Este se apartó un poco, le sonrió cariñosamente y mirándole a los ojos le dijo:

“Quédate tranquilo, amigo, vine a recogerte, yo soy “El alma del olivo”.

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