El testamento

[María Socorro Mármol Brís]

–Esto que van a ver tiene su historia como saben. ¡Quién iba a decirlo! –comenzó la guía, dirigiéndose a los componentes de la visita guiada a la Almazara de los Caretos, utilizando un tono de voz largamente estudiado, lo suficientemente vibrante para hacerse oír por unos pocos, y lo ensayado mil veces en suave susurro para que los que estaban delante comenzaran a chistar hacia atrás en demanda de silencio.

–Sería cosa de la guerra, pero en aquella casa, antes llena de lujos y grandezas, sólo quedaba ya una mesa de camilla de madera de pino desbastado a golpe de garlopa, unas faldillas de bordes tan rozados que a ella le daba un cierto pudor que alguien le mirara los bajos, y un sillón de mimbre con dos cojines, uno para el asiento y otro para el respaldo.

Antes de que él se fuera, eran dos los sillones de mimbre; pero, tras su muerte, no merecía la pena mantener trastos viejos en una casa donde ya nadie venía a ayudar a limpiar el polvo. Y se lo regaló a su antigua criada que, tras agradecerle la generosidad, y llevárselo para que no se dijera que era una desagradecida, lo tiró al muladar. Desde que había vuelto de la vendimia francesa, su casa, aunque humilde, estaba amueblada con brillantes muebles de formica, a los que no era preciso ni restregarlos con ceniza y cepillos de cerda como los muebles de la cocina de su señora cuando era su Señora, ni que darles barniz con muñequilla, como tuvo que hacer tantas veces con los hermosos muebles de antes de la guerra en la casa aún por desmoronar.

Que la Señora vivía casi en la indigencia era de todos conocido.

Por eso a todos les extrañó que, tras su muerte, el notario del pueblo los convocara para leerles el testamento de quien poco tenía para poder disponer que no fuera el hambre que la mató.

El día señalado, la gente se arremolinaba en torno a la puerta de la notaría dispuesta a saciar la inmensa curiosidad que les causaba el que la Señora hubiera testado a favor de todos los vecinos, cuando era público y notorio que hasta la casa en la que la Señora había vivido y muerto, había sido cedida al banco años atrás, a cambio de que cada mes le dieran lo preciso para pagar la luz, comprarse algún poco de leña para la estufa, y el resto emplearlo en pan, aceite y poco más.

Cuando las abundancias, la Señora, gustosa de sabores poco sofisticados, se hacía traer, según la época del año, alcarciles para el invierno que los mandaba apañar para ella en vinagrillo con pimienta entera y un buen chorreón de aceite. Para el amo compraba alguna liebre aprovechando que la veda estaba alzada. Entrada la primavera, sus preferencias se inclinaban hacia el bacalao seco con habas crudas recién cogidas de las matas, todo ello acompañado de un platillo de aceite recién sacado de las cántaras de la bodega, guardando las jarugas para sabrosos revueltos de pitos vacíos, libres de hebras. Para el amo tenía ella en esa estación hermosos capones, o mandaba bajar del palomar un par de pichones que estofaban en la cocina, que por entonces olía a gloria bendita y a ganas de reír. El verano no tenía inconvenientes: había de todiquitico. Pipirrana con huevo duro para ella y lo que al amo se le antojara; que para eso había dineros y ganas de gastarlos. Y luego, llegado el otoño, se llenaban las sartenes a rebosar de cochifrito, aunque fuera un desperdicio matar marranillos tan chicos; o de chotillo frito con ajos rajados sin pelar, de cuyos condumios la Señora apenas cataba lo preciso para mantenerse con salud, a la que, según el médico, había que darle algo de chicha, completando su alimento con cardillos, collejas, pencas de cardo o aquellas benditas setas de chopo que no necesitaban de más aditamento que el aceite recién deshelado.

Eso sí: fuera la época del año que fuera, la Señora no perdonaba el plato de aceitunas encima de la mesa.

Lo que es haber, las había todo el año. Verdes, de agua, negras, rellenas de anchoas, minuales o gordales, aquellas aceitunas que, con dos que se echara a la boca, tenía hecha la comida una dama de estómago con tan pocos requerimientos como el suyo, pero tan empicado en lo de las aceitunas que no perdonaba sentarse a la mesa sin ver en ella el platillo de sus sueños.

Bien pensado, la Señora medía los años por la condición de cada clase de aceitunas. Y esperaba el mes de octubre –a veces por finales de septiembre, según vinieran las calores– para solazarse con aceitunas tan señoritingas, escolimadas, melindrosas y cuchimichis como lo son las aceitunas de cornachuelo –o de cornezuelo como le llaman los forasteros–, ésas que, en cuanto se les arrodea un par de semanas, se emblandecen perdiendo esa tersura que las hace únicas y deseadas como las doncellas vírgenes de los cuentos muslimes.

Terminadas las aceitunas de cornachuelo, para la Señora echaba a andar el calendario hasta el siguiente año, a la espera de que regresara el verdor consistente, corvo y alargado de las aceitunas de sus sueños. “¡Hay que ver lo sencilla que es la felicidad!”, dicen que iba diciendo siempre. “Una almorzadica de aceitunas, un hoyo de pan y aceite con un tomate estrujado dentro, y unos granos de sal gorda por encima, y hasta los ángeles nos tienen envidia a los de estas tierras”.

El amo se murió allá por la guerra, y en tiempos de aceitunas de cornachuelo, cuando la Señora menos lo esperaba, aunque, de puro desamor, hacía tiempo que ella ya no esperaba nada. Ni siquiera seguir viva o sobrevivirle a su hombre. Pero siguió viva sin nada para mantener semejante subsistencia, pero precisando tan poco, y sabiendo tanto del campo, que le bastaba con salir por esas trochas de Dios para volver con la faltriquera tan llena de todo lo que el campo da; porque hambre, lo que se dice hambre, nunca sintió aquella criatura, aunque fuera el hambre, a saber de qué, la que la mató.

Era ella de buen conformar, de manera que, ante la carencia de aceitunas propias o de dineros para comprarlas, comenzó a apañárselas con los caretos, esa hermosura de aceitunas secas que nadie quiere y todos abandonan en las pozas de las olivas. Por no quererlas, ni los zorzales las querían.

Sí señores, los zorzales he dicho: esos ladrones de aceitunas, que no se conforman con caer en bandada sobre las olivas al borde de la quebrancía por el peso de sus frutos, sino que cuando, tras darse un atracón, alzan el vuelo, con los buches saciados, aún se llevan una aceituna en cada garra, y otra en el pico, para atiborrar sus despensas. O para gastarle una jugarreta a los desesperados olivareros y vengarse de sus escopetillas de plomos de diábolo que son las que más pupa hacen y más alas quiebran cortando el vuelo eterno.

El caso es que, cuando lo de la indigencia, se aficionó la Señora a los caretos, y raro era el día en que alguien no se cruzaba con su andar despacioso y medido por mitad de esas trochas en busca de sustento.

Churreteando de esas carencias y abundancias estaban los vecinos cuando el oficial del notario apareció en la cancela de la notaría mandando llamar a los vecinos; pero pronto se apercibieron unos y otros, vecinos y notario, de que los herederos de la Señora no iban a caber en ninguna de las reducidas habitaciones donde se trasegaban escrituras cada día y doliendas de traspasos. Ni siquiera repartidos entre el zaguán y en el patio interior se conseguiría hacer llegar al personal la información del testamento según manda la Ley; así que el notario les mandó salir, se subió él al balcón y los convocó allí, en mitad de la calle, para leerles las últimas voluntades de la Señora que a todos les afectaban. Porque ya se sabe que una muerte en un pueblo es un lamento colectivo donde se acabaron las maledicencias que la vida consiente.

Todos miraban hacia el balcón, echando de menos, eso sí, la ausencia de banda cruzada sobre el bullicioso estómago del jurista, como estaban acostumbrados a verle al alcalde durante los pregones de la feria. Tampoco llevaba el bastón de mando, lo cual les desmerecía demasiado, si no fuera porque en la mano izquierda, alzada por encima de la barandilla del balcón, el caballero agitaba una bolsa de tela de saco pero bastante abultada, donde bien podía haber cualquier tesoro del que la Señora no hubiese hecho uso, como no lo había hecho de la ampollita de aceite que le entregó al cura para lo de darle los óleos, cuando tan bien le hubiera venido en sus últimos días echar un sopón de pan en aquel aceite, por muy bendito que estuviera en el último Jueves Santo, para consolarse un estómago que ya no sabía de dónde sacar para poder meter.

En esas estaban los vecinos cuando se escuchó la voz del notario que, según lo que leía, pereciera que estaba en un púlpito más que en un balcón de la calle Traspuente, la de la notaría.

–En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo; creo en la Santísima Trinidad en cuya fe deseo vivir y morir…

–¡Venga ya! Que no hemos venido a hacer una novena o a una confesión general –gritó alguien, antes de que el municipal le acallara las urgencias de un sopapo bien dado detrás de las orejas, y el notario interrumpiera su lectura para aclarar a voz en grito que ésa solía ser la manera de hacer testamento las personas de bien, “y no como los garrulos, que van derechos y desalados a lo de los dineros como un recién casado va a por lo que va en su noche de bodas”.

Inmediatamente, hecho el silencio, retornó el notario a leer el papel que sostenía en la mano derecha:

– “…Y por si Dios dispone que esto sea –e hizo un gesto que todos entendieron a lo que se quería referir– antes de que llegue la época de los caretos, voy a consignar aquí mi última voluntad, pues esto se ha de considerar como mi legítimo testamento”.

La gente no apartaba los ojos de la mano izquierda del notario que, unas veces más arriba, otras más abajo, agitaba aquella abultada bolsa de rústica tela de estameña, y agudizaba el oído tratando de escuchar algún “ding-dong” que revelara un contenido sustancioso.

– “Nombro herederos universales a todos los vecinos del pueblo…” –ahora el notario, a contraluz, estaba como a medio crucificar, con la mano de la bolsa arriba, y la mano derecha caída sobre el pecho, ajustando la vista a tan generosos papeles como los que la Señora había utilizado para plasmar sus últimas voluntades.

De la zona más alejada de donde se encontraba encastillado el quisquilloso municipal, surgió una voz que se impacientaba creyéndose un aspirante a creso, pero sospechando que, por mucha riqueza que hubiera en aquella talega, eran demasiados a repartir como para sacar a alguien de miserias:

–¿Se puede saber qué es eso que vamos a heredar entre el vecindario?

–Pues mira, Roque –porque el preguntón era Roque, el que anduvo pinchándole a los rojos para que le dieran el paseo al marido de la Señora, y luego, cuando llegaron los ganadores, se acurrucó en su ignorancia mientras que los otros salían por pies camino de las costas de Levante a ver si llegaban a tiempo de subir a alguno de los barcos que salieron camino de Orán.

Pero sigamos: entonces el notario, entrando al trapo de la polémica, dijo: “pues mira, Roque, eso no está escrito en el testamento; pero, por lo que yo he visto, aquí dentro hay más de un kilo de huesos de aceituna, más roídos que una nuez en el nido de una ardilla”.

La gente comenzó a darse codazos de desencanto y a murmurar entre ellos: “No, si la vieja –ya no tenían necesidad de mentarla como la Señora– sabía tomarle el pelo hasta a su santo” –decía una–. “Pues no diría yo que fuera ella de gastar bromas, tan desfallecida como estaba desde que se quedó como se quedó” –soltaba el cartero, al que la Señora siempre le preguntaba si tenía carta para ella a pesar de saber que no tenía a nadie que le escribiera desde hacía más tiempo del que podía recordar, pero aceptando gustosa aquella insólita carta diaria.

De aquí y de allá surgían murmullos de chasco mientras el notario continuaba la lectura. Por aquí y por allá se fue espurreando el personal. ¡Para qué querían ellos un saquete de yute lleno de huesos de aceituna!

“Años llevo guardando los huesos de los caretos que me he comido para que, llegado el momento que a todos nos ha de llegar, sean repartidos entre todos los vecinos, que para todos hay según mis cuentas, si ellos quieren aceptar lo que les lego y tienen el talento de saber qué hacer con ello” –seguía leyendo el notario sin levantar la vista de los papeles porque le parecía un desaire hacia él, más que hacia la voluntad de la Señora, aquella desbandada.

Recuperados sus vecinos, el pueblo iba recuperando su actividad habitual. Pero, aunque fuera inútil, la Ley era la Ley, y su obligación de notario era hacer la pregunta de rigor:

–¿Aceptan ustedes la herencia? –dijo dirigiéndose a la calle vacía.

–Yo la acepto –escuchó la voz del cartero, que, a fuerza de ser requerido de carta por la Señora, le había tomado una querencia que mal cabía en ningún saco por grande que fuera.

–Bueno está, Silverio. Sube y firma la aceptación, y llévate de aquí los huesos que me están llenando la notaría de tal pestazo que malo será que alguien venga a escriturar hasta que no fumigue.

Tomó Silverio el saquete de huesos –de aceituna, digo– sin saber muy bien qué hacer con ellos, pero adivinando que la Señora siempre hacía las cosas por algo.

Estaba el buen hombre metido en congojas a medio remediar por no tener ya a quien escribirle y buscando consuelo en mirar aquellos huitos que alguna vez estuvieron en los labios de su amada Señora.

Pocos días después, sentado en la huertecilla que tenía a la vera del río y pensando en ella, se le vino a la cabeza la idea de ir enterrando los huesos de dos en dos, y en formación de marco real, de a siete metros entre hoyo y hoyo, soñando que los besos que su Señora no le dio acabaran brotando en su huertecilla como pimpollos verdes.

Como así fue.

No habían pasado dos años cuando en sus sienes brotaron blancuras y en su huertecilla vigorosas varetas que, en un año más, devinieron en acebuches preciosísimos que le daban qué pensar sosegándole dolores y ausencias.

Tanto pensó que de repente concluyó que lo mejor sería ir al cementerio a preguntarle a su Señora el destino que ella hubiera querido darle a esos arbustos que ya comenzaban a dar alguna que otra aceituna minual y a llenar de esperanza los entornos.

–Silverio, no dejes que mis ahorros en huesos se pierdan en hojuelas redondillas y sin lustre allí donde pueden crecer hermosas olivas de hoja alargada, del color de mi esperanza por arriba y del color de tu nombre de plata por su envés –dicen que escuchó Silverio salir de debajo de la losa.

–¿Y qué debo hacer, Señora, para convertir esos desmandes silvestres en olivos de buen provecho?

–¿Sabes hacer injertos de espina?

–¡Y quién no, Señora, en estas tierras, quién no…!

–Pues ya sabes, mi amado Silverio: llegadas las templanzas de marzo, corta brotes frescos con yema de los olivos viejos por donde pases, sésgalos en cuña y clávalos en las mejores varetas de los acebuches una vez desmochadas.

–¿Y no sería mejor, Señora, usar el injerto de escudete?

–No me lo parece a mí, Silverio, que son demasiado frágiles esas pestugas para meterles mano desde un costado en lugar de obligarlas por encima que es a donde envían mayores arrestos. Pero prueba de las dos maneras a ver lo que dan de sí.

*   *   *

–Y esto, señoras y señores, es lo que dieron de sí los huesos de los caretos de la Señora que se murió de hambre: este hermosísimo olivar a donde muchos vienen a cortar yemas para injertar otros olivares aún por verles la gracia, y tantos visitantes como ustedes llegan para saber la historia de la Señora que comía caretos, el cartero que le entregaba cartas recién escritas y aquellos huesos que todos despreciaron sin saber que de las aceitunas, aunque se mueran secas, ¡hasta el mismísimo hueso!

Ya ven qué desperdicio el de aquellos vecinos que despreciaron una herencia tan rica. Todos la despreciaron.

Todos menos el cartero, que murió amando a aquella dama a la que le escribía en sus larguísimas tardes con olor a esperanza.

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