Tierras decolorantes

[Alejandro Castelvechio]

Cuando el viajante llegue a la dilatada loma de Carmona, percibirá seguramente, la oleaginosa presencia de las almazaras, un olor pesado y dulzón se irá apoderando del aire y ya no lo abandonará hasta la desembocadura del Guadalquivir.

A medida que el camino se ondula y gira, comprobará que lleva una treintena de kilómetros viajando en completa soledad. Atrás habrá dejado un sarpullido de tolmeras, el barbecho de las tierras que sestean en sabático descanso y los puentes metálicos cuyas balaustradas cortan el paisaje en obleas. Un momento u otro le asaltará la duda al comprobar en el GPS que los satélites se han cegado ante el soberbio reflejo de los girasoles pero, al cabo de una curva de corto trazado, se alzarán los silos plateados de la factoría y sabrá entonces que la transición de unas pocas explotaciones agrícolas lo llevará inequívocamente hasta su destino.

Es un lugar tan solitario que nadie, salvo los escasos mayorales de las fincas cercanas o algún excéntrico turista, suele adentrarse en semejante opulencia de trigales.

En algún momento el viajante se detendrá para verificar las muestras de arcilla y tendrá la oportunidad de comprobar que el paisaje, como si de materia orgánica se tratara, va cambiando de aspecto mientras lo contempla en silencio desde el coche. Surgirán las jaras y el olivo, los varales severos del maíz, los tallos indecisos de la soja. Después se reunirán todos los matices del verde, y la tierra, en su generosa gama de ocres, se postulará entre la cerúlea polvareda de los secarrales y la cárdena penumbra de las zanjas. Entonces no sabrá con certeza si los campos se han tiznado con el orín ferroso de las limonitas o es que en realidad se trata de sangre.

Cuando a mediodía llegue a la almazara los jornaleros estarán, seguramente,  descansando. Bajo un sol de justicia los encontrará tomando pan con aceite, unas rebanadas apelmazadas sobre las que soportan gruesas rodajas de tomate con sal. El que parece ser el jefe se adelantará y atenderá al viajante. Probablemente el de más edad, ajeno al almuerzo, seguirá prensando las olivas en filtros redondos de esparto. Una variedad de aceituna nueva y picual, difícil de domar porque resbala entre las hojas del filtro. El hombre que trata de enderezarlos con un palo a modo de palanca sobre el bastidor se secará el sudor con las mangas de la camisa varias veces durante la operación. Es una tarea que requiere toda su concentración. Reinará, sin duda, un silencio expectante y los que descansan no quitarán la vista de él. Si no logra centrar la columna todo el trabajo será en balde. Como un animal herido, la vieja prensa de hierro fundido irá exprimiendo la aceituna y una sacudida sanguinolenta recorrerá toda la almazara que será algo así como el lamento de un cervatillo herido.

Hoy, como en otras ocasiones, la operación se desarrolla en silencio. No obstante, a veces, desde el fondo llega la punzada estridente de la prensa cuando otra muesca avanza en su camino. Por los laterales, como si fuera una torre de copas desbordadas, surge un líquido espeso, parecido a las de las coladas del oro rancio, un fluido sucio y pastoso. La inclinación de la torre de esparto, que cada vez es más acusada, requiere que el conjunto se riegue con agua caliente para ablandar su sufrimiento, entonces en el fondo de la cubeta que sirve de espuerta surgen a borbotones las primeras andanadas del aceite. Al viajante le llama la atención la pulcritud del depósito. Miles de litros a lo largo de los años habrán impedido que el más mínimo rasguño hiciera mella en sus paredes. De pronto la palanca resbala de entre sus manos y la torre de esparto se abomba a media altura. Un chorro de aceite que sale a presión le salpica de lleno en la cara. Nadie habla. Ninguno de los que contempla la escena quiere entorpecer en ese momento las maniobras que realiza con destreza. Por fin el operario encaja la torre en su posición y un chirrido anuncia el avance de otra muesca. Entretanto, los jornaleros retoman el descanso. Una rebanada de pan de centeno comienza a chamuscarse en la hoguera y el más joven de todos llama su atención para ofrecerle un buen pedazo.

—¡Tenga! ¡En la capital no saben lo que es esto! —le dice al tiempo que le entrega media porción de tomate.

La visita pronto se reanuda y el capataz lleva al viajante hasta el interior de la almazara.

—¿Y dice usted que esas arcillas quitan los colores del aceite? —pregunta distraídamente.

Antes de que pueda detallar las características de los decolorantes, un silbido agudo señala que el alpechín ha alcanzado el borde del decantador al tiempo que una rebaba de baldosines incomprensiblemente blancos  impide que la mezcla se derrame.

—Perdone, ¿decía usted? —inquiere el capataz

—Las tierras decolorantes —prosigue el viajante— son productos minerales que proporcionan una tonalidad perfecta sin renunciar a la textura natural del aceite de oliva. Siglos atrás…

Antes de terminar su exposición un revuelo se produce en la zona en donde el viejo operario lucha con la torre de esparto, torre que ha liberado de golpe toda la presión y ha hecho volar los restos del orujo. Velozmente los hombres se abalanzan sobre él. El más joven trata de liberarlo del bastidor tirando de las mangas de la camisa. Un rastro de sangre que sobrenada en la cubeta tiñe el aceite de un rojo intenso. Una vez liberado, el que está más cerca descubre que una enorme astilla le ha atravesado el pecho. Las láminas de esparto quedan esparcidas por el suelo y los restos de la palanca quebrantada quedan en un extremo del molino en donde tratan de pasar desapercibidas entre unos cestos de olivas negras y picudas que esperan su turno a un lado de la prensa.

—¡A Écija! ¡Hay que llevarlo al hospital! —ordena el capataz. ¡Manuel, no hables! —suplica el más joven.

Pero Manuel no habla. Manuel apenas puede respirar, y su jadeo acompaña el rumor del motor cuando enfilan el primer repecho del camino. Atrás van quedando los silos plateados de la factoría, las explotaciones agrícolas disgregadas en algún descosido del campo y los tallos indecisos de la soja. Un momento u otro le asaltará la duda al comprobar en el GPS que Écija se ha oscurecido en su pantalla de la misma manera que se va apagando el hálito de Manuel. De pronto alcanzan un trigal que ha logrado acaparar todos los matices del oro, y que en un gesto de abandono se ha dejado seducir también por la apacible frescura de las jaras.

Viajan en silencio en medio de aquella abundancia de trigales, mientras el más joven intenta taponar la herida de Manuel. El capataz contempla sus manos ensangrentadas y comprueba que tienen el mismo tono que el orín ferroso de las limonitas. Entonces  Manuel se apaga cuando alcanzan las tierras que en barbecho sestean en sabático descanso.

—¡Y aún dicen que el aceite es caro! —exclamará con rabia el capataz.

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