Tengo un olivo atravesado en el alma

[Silvia Márquez Calvente]

En los otoños de los noventa la tierra siempre andaba mojada. Al arrastrar los pies por el empinado olivar, la tierra llorando porque no era capaz de asimilar más agua hacía el amago de tragarse las botas heredadas de primos hermanos y conocidos. Cuando tienes entre cinco y diez años es más difícil emprender la lucha contra el barro que trata de engullir las enormes botas calzadas en pies aún no tan enormes y tiradas por piernas aún no tan fuertes. Pero caminar cuesta arriba haciendo esfuerzos titánicos para llegar a la cima con tus botas puestas solo es posible si vas agarrándote, en zigzag, a los olivos milenarios. Imagino que esta aventura es mucho más fácil cuando cumples otoños siempre avanzando por el empinado olivar.

En aquellos otoños de los noventa el barro estaba fresquito y mirar absortos cómo resbalaban las gotas de las hojas afiladas era menos divertido que ver cómo discurrían los mini arroyos formados por la conjunción de cinco o seis gotas hasta morir en un pequeño charco creado por el surco de la bota que conseguías salvar de ser engullida por el barro en la yincana por llegar al próximo olivo. Los pequeños arroyos creaban pantanos enormes alojados en la huella de la bota de una niña de cinco años. Increíble.

En el camino cuesta arriba hasta el rancho en el que los hombres estaban vaciando los telones colmados de aceitunas de un millón de tamaños y tonalidades, era obligatorio tocar al menos 10 olivos diferentes, acariciar su piel que a veces raspaba, medir sus arrugas todo lo que permiten unas manos que no han sobrepasado las cinco vueltas al sol y sentir que tocando el árbol ya estabas en casa.

Coronar la cima significaba llegar al rancho de paredes blancas con heridas en forma de desconchones y banda sonora del arrastrar de los telones cargados, salvar alguna aceituna y correr a guarecerse dentro de las enormes paredes de piedra ancha. Cuantos búnkeres simbólicos había en los olivares en aquellos otoños de los noventa.

En la guarida que era el rancho todo crujía. Las sillas de mimbre y madera vieja crujían, los chubasqueros colgados en la percha de madera de la encina hecha por unas manos muy viejas y sabias, también crujían. La ristra de pimientos ñora atada con cordel también crujiría en cualquier momento de aquellas matanzas (de cerdo) que reunían a la familia en los sábados de aquellos otoños de los noventa. Los crujidos de los pimientos ñora en las manos de mis tías acabarían con una explosión de pipas de pimientos y unos cuantos de chorizos colgados por las paredes heridas del rancho viejo.

En aquellos otoños de diluvios moderados el día se abría entre el silencio de las zarzas. Los pies enérgicos de los varones de mi familia se manejaban por el olivar como aquellos que han nacido de la tierra, que han vivido hundiendo sus pies y sus manos en la misma tierra. Comenzaba la tarea de acariciar los olivos para que dejaran caer sus preciados frutos. Extendían los telones como quien extiende el manto de una virgen, como quien tira las redes al mar con cariño y con el deseo de que vuelvan tan llenas que haga falta hacer acopio de la fuerza tierna que solo tienen aquellos que han tenido que vérselas con el campo (y con el mar) desde que meramente sintieron el aire del mundo en sus mejillas arrugadas de juventud.

Las espuertas de plástico negro con una de sus asas remendadas en el mejor de los casos se iban colmando de aceitunas en cuestión de minutos. Las manos ágiles de las olivareras las llenaban con puñados de aceitunas con la rapidez de quien rebusca en la tierra que mejor conoce. No había aceituna en cielo o tierra que se resistiese a acabar en la espuerta negra.

Entre el sobresalto y la quietud pasaba el día, pasaba el jornal, para quienes llevaban el verdadero peso del mundo sobre sus hombros. Botas, chaquetas y chubasqueros dejaban de crujir debajo del cielo amenazante para dar paso al crujir del papel de plata con el que se envolvían los bocadillos que se despelotaban a la hora de comer, que era a las cuatro de la tarde.

El breve descanso del sonido del aire atravesado por la vara, del sonido de los puñados de aceitunas cayendo sobre el manto que cubría el suelo o sobre el fondo de la espuerta estaba patrocinado por la charla aturrullada de quienes tenían tanto que decir y el silencio pesado de los que siempre callaban. Y mientras, el papel de plata crujiendo y los niños correteando a las gallinas.

A los pies del paisaje de olivos cargados alternado con olivos ya despojados y aliviados se acomodaba el almuerzo tranquilo de los jornaleros y las jornaleras recostados en los anchos troncos de los olivos que había visto pasar aquella estampa una y otra vez conforme iban sucediéndose otoños.

Mi infancia a la sombra del envero se quedó marcada por estas estampas que luego se repetirían eternamente: la vida pausada del silencio entre las zarzas roto por el canto del gallo, el agua brotando del pozo a carcajadas, los arroyos muriendo, el agua que dejaba de brotar del pozo, los ranos, las ranas, mi familia abrazando la cosecha entre sonrisas y sudor o llorando al árbol caído. Las gallinas picoteando los trocitos de cáscara de melón simétricamente cortados con la navaja bien afiliada y un poco oxidada también es una de mis estampas favoritas.

Lo idílico del campo se mancha con las maldiciones de la lluvia ausenta y el fuego dominante. La lluvia empezó a esconderse cuando acabaron aquellos otoños de los noventa, los fuegos se hacían grandes y fuertes a la par que yo dejaba de lado el escenario que durante mis primeros otoños había sido campo de batalla y hogar a la vez.

Mi padre seguía trayendo el oro embotellado a la mesa mientras se veía obligado a tener que embotellar el agua, porque ya no llovía. Embotellar el agua, eso debía ser como tener que embotellar la inmensidad. Alguien me contó que los olivos también echaban de menos el agua, los bocadillos envueltos en papel de plata y a mis primos acariciando sus arrugas que ahora eran cicatrices.

Se acabó sajar aceitunas en aquellas tablas de madera con pequeñas cuchillitas por las que había que pasar las aceitunas según su tamaño. Mis pequeños dedos jugaron en esa liga, formaron parte de la rutina y cadena de montaje por la que las aceitunas pasaban antes de que mi madre las sumergiera en salmuera por los siglos de los siglos hasta que volvían a la mesa y mi padre las valoraba como “buenísimas” con el hueso aún en la boca. Vaya don, qué habilidad alabar y tirar el hueso a la par.

Murió el arroyo que partía en dos el abrupto terreno del olivar, se acabaron los cerdos y las matanzas y la pared del rancho, herida de muerte, se acabó por desconchar entera. Mi padre soñaba con encontrarse el serón lleno de lluvia, pero llovía poco. Aún así, los olivos seguían con su empeño de dar cosechas que se suponían intermitentes y alternadas entre años de “están los olivos cargaítos” y años de “esta vez la recogida va a ser rápida”.

Los otoños de la primera década del nuevo siglo pasaron con muchas penas y muchas glorias, pero sin ningún descalabro por las cuestas del olivar. Una década sin pisar el terreno, sin tocar las raíces del olivo, sin ver crecer los injertos ni convertirse en cisco y carbón a los árboles abuelos.

Esta mañana, con el otoño apagándose y la segunda década del siglo que ya no es tan nuevo asomándose, me han asaltado las cuentas pendientes con el olivar de mi infancia.

En un despacho de la universidad, un doctor en Agronomía me hablaba sobre las diferentes variedades del olivo y sus características, necesidades climáticas o zonas en las que eran más comunes unas variedades u otras. De entre el catálogo que me mostró a través de sus palabras calmadas, la que más me llamó la atención fue la “Lechín de Sevilla”, una variedad en retroceso. Resulta que esta familia, que antaño fue de las más comunes en mi tierra, está desapareciendo. Estos olivos no están preparados para los tiempos acelerados y ultra mecanizados que nos atraviesan y se están rindiendo al progreso. Bueno, los están sacrificando.

Una de las características de los olivos “Lechín de Sevilla” es que su fruto, las aceitunas (mejor que las olivas, por supuesto), está extremadamente agarrado al árbol. Se aferra a sus ramas, a su hogar, su contacto con la tierra, y hay que gastar mucha energía para derribarla. De esta manera, con el futuro-presente del campo mecanizado en marcha es muy difícil tumbar estas aceitunas sin dañar el olivo: la fuerza en exceso de la maquinaria para ganar la lucha a la aceituna deja dañado al árbol. Y claro, si lo que se pretende son producciones más altas y eficientes, hay que olvidarse de las tácticas de tierra quemada.

Ante la dificultad de recolección, la variedad se arranca y se sustituye por otra. O, una vez que muere, nunca se vuelve a utilizar esa variedad. Ya las manos expertas de los que han crecido al abrigo de los olivos no vuelven a amasar la multiplicación de los olivos de esta variedad. O algo así.

La evolución galopante está dejando morir a la “Lechín de Sevilla”, otro daño colateral, a pesar de dar un aceite de buenísima calidad. Vaya, si se quiere seguir teniendo esta variedad, hace falta varear el olivo como sólo saben hacerlo quienes varean sin prisa, con amor y sin daños (como debería hacerse todo en esta vida).

Con mi tipo de olivo favorito ya elegido, me asaltó un recuerdo con una tarjeta con dudas escritas.

Hace cinco o seis años, desde mi estrenada independencia a muchos kilómetros del olivar, envié un ramo de flores a mis padres con una tarjeta que ponía “No sé hacia dónde voy, pero siempre sabré de dónde vengo”. Ahora la vida me devolvía esa tarjeta muy subrayada en rojo, porque es mentira. Ni siquiera sabía qué tipo de olivo es el que tenemos en la tierra familiar que mi padre trabaja todos los días a partir de las 6 de la mañanaDe repente, tengo un olivo atravesado en la garganta.

He tenido que llamar a mi madre con urgencia para enterarme de que “las aceitunas que tenemos son lechina”. Joder mamá, tenemos las aceitunas a las que hay que acariciar. Lo que para un doctor en Agronomía era una variedad en retroceso, para mi madre eran “unos olivos muy antiguos que cuando mueren ya nadie los vuelve a plantar”.

Mi padre había comprado el olivar que fue el escenario de mis primeros otoños hace años porque era el olivar en el que se había criado su abuelo y que luego había pasado a otras manos. En mi padre había recaído la tarea de volver a cuidarlo. Mi padre tenía un olivar enquistado en el corazón. Y para él esos olivos siempre han estado ahí, no tenían edad.

Mi madre me ha contado que su padre, mi otro abuelo, enterraba una estaca del olivo en la tierra, de forma horizontal. Pasado un tiempo, y cuando ya tenía raíces, lo sacaba y lo plantaba de manera normal. Yo he aprendido hoy que eso es una propagación por medios vegetativos, en este caso propagación por estaca.

Ahora sé cómo plantaba mi abuelo los olivos cuando uno moría, aunque sigo sin saber en qué bando estuvo en la guerra. También sé que los olivos de mi familia sobreviven porque los acarician. Hoy sé más aún de dónde vengo y en qué olivar no quiero dejar de hundir los pies.

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