… Y el milagro ocurrió

[El Ingeniero]

…Y el milagro ocurrió

 Joaquín Montero alguna vez había creído en los milagros, era un idealista que día a día defendía sus costumbres y el bienestar de su familia, aunque los arduos años de lucha dejaron profundas marcas grabadas en su cara angulosa. ¡Qué decir de su pelo negro! Rebelde, lleno de vida, que solía flotar alrededor de su cara y del que solo quedaban recuerdos, que ahora él disimulaba con una boina negra que llevaba pegada a su cabeza.

Su finca era un terreno pequeño, montañoso y empinado, en el que los árboles estaban abarrotados de aceitunas, a pesar de que desobedeció el mandato de sus ancestros: «palos para los olivos, porque solo a palos dan fruto». Pero él les daba amor cuidándolos, uno a uno, como si fueran sus hijos.

El emprendimiento familiar estaba instalado en un campo de diez por diez, que tenía una casa para el primer tratamiento en donde se eliminaba el sabor amargo y rústico de los frutos y, pared por medio, se colocaba en salmuera, y allí los tesoros quedaban por varios meses. Así, la fermentación lograba que la aceituna dé a luz, y al llegar a su plenitud, con un verde intenso, queda a la espera de su conservación final. Ya sea con sal o con especias, se convertirían en un manjar comestible. Para Joaquín y su familia era más que un alimento, era su trabajo, su dignidad, su forma de vida.

Una vida que se le escurrió rápido, dejando sus sueños de chef allá lejos, muy lejos, aunque despuntaba su vicio cocinándole a su familia platillos exóticos, y siempre justificaba la elección de las aceitunas diciendo, como decía su padre y antes su abuelo, que reúnen los cuatro sabores básicos. Su jurado era selecto y se reunía alrededor de la mesa del comedor a saborear el ácido, combinado con el amargo, mezclado con el dulce y afirmado con el salado. Eran exquisitos mejunjes culinarios que la imaginación de Joaquín tatuaba en su inconsciente para afirmar el recuerdo de esos tiempos felices.

Su comunidad era un remanso pequeño, con individuos saludables, nutridos y fibrosos y donde orgullosos confirmaban que la aceituna no engorda, basándose en los estudios de salud realizados por la misma comuna…

En esa comarca, la cosecha de los árboles funcionaba de forma manual, aunque no había peones o jornaleros. Los vecinos estaban organizados como una santa cofradía, en donde cada uno de ese selecto grupo cumplía su función, como el engranaje de un reloj. Todos cooperaban con su vecino en las tareas del campo, mientras que la prevención del granizo quedaba a cargo de él.

Joaquín era el encargado de los cielos, el guardián, el domador de las tormentas. Salía montado en su viejo avión plateado, que con el paso de los años terminó herrumbrado, pero aún así despegaba para cañonear los embriones de hielo que desparramaba con las ondas de choque que lanzaba su vieja arma de pólvora; eran como misiles invisibles que atravesaban con su estruendo cristalino la nube, para herirlos de muerte antes de su cristalización.

Así que sus problemas no eran los ingredientes, ni los olivares, ni la sal, ni el vinagre, ni las especias, de eso se encargaba la otra parte de la familia, su maldición siempre fue el granizo que se acercaba agazapado como un enemigo silencioso, que venía por las almas de sus pequeñas criaturas verdes. En más de una oportunidad quedó casi fundido porque la cosecha se perdió y su forma de vida se vio afectada, pero en general ganaba las contiendas.

No siempre se producía el milagro, pero aún así despegaba como un caballero andante, que pilotaba un viejo cascajo como el que Antoine de Saint Exupéry usaba en la Aeroposta, que transportaba la correspondencia por la Patagonia Argentina a principios del siglo XX, pero armado con un centenario cañón que atacaba con sus oscuras explosiones a las nubes que se acercaban como jinetes del apocalipsis. A veces no podía contener las embestidas porque su arma no era tan rápida, tan efectiva, ni tan precisa. Es más, el año anterior no logró llegar a tiempo y el hambre castigó a su familia, familia compuesta por su esposa y dos pequeños.

Con su mujer se conocían desde chicos, casi nacieron juntos y el uno junto al otro compartieron veinte años felices, acaramelados como almas gemelas, casi sin necesitar nada, pero con sus hijos pequeños la cosecha de aceitunas, esta vez, no podía fallar.

Los rumores del servicio meteorológico eran desalentadores por esos días, pero nada desanimaba a María que desinfectaba sus ramas, cuidaba su corteza y, si hubiera podido, también acariciaría su sabia, todo para recibir su reconocimiento, ese verde que recogía con sus manos. El ruido del viento siempre susurraba entre los olivares despeinando a sus hijos, que la acompañaban después del colegio. Los remolinos en sus cabellos rubios eran como dulces caricias, que ellos disfrutaban mientras jugaban al fútbol, esquivando los troncos de los olivares y los retos protectores de su madre.

No siempre se producía el milagro, en ese pueblo perdido en las alturas de la península ibérica. Allí se cultivaban olivares desde tiempos inmemoriales y, como le contaba su padre y su abuelo Antonio, las cepas de esos árboles milenarios los trajeron los fenicios por el Mediterráneo, desde la antigua Grecia, subiendo hacia el norte. El viejo afirmaba que su origen era divino y según sus historias, la propia diosa Palas Atenea hizo brotar con su lanza el olivo primigenio desde donde provino su bosque. Por eso eran frutos mágicos, buenos para comer y para obtener un líquido extraordinario, un elixir para condimentar los alimentos con su sabor sutil. La leyenda no terminaba allí, contaba que los dioses, además, lo usaban para ganar energía, para aliviar sus heridas y dar fuerza a su organismo, y con sus últimas palabras siempre afirmaba que el asombroso aceite llenaba las lámparas divinas que esparcían su lumbre tibia sobre las noches del Partenón.

Sus recuerdos de niñez se esfumaban con los vientos que desordenaban los cielos y con la voz de María que, a lo lejos, le transmitía tranquilidad, porque su imperturbable esperanza daba relieve a cada palabra que ella decía. Quizá no fue consciente de lo que vendría aquella tarde cuando escrutaba la lejana oscuridad, una oscuridad tétrica que amenazaría su vida.

Al principio, no se inquietó siquiera; sin embargo, lo intrigó ese extraño fenómeno que había irrumpido desde lejos, que empezó a acercarse con un frío silencio, que armó una atmósfera de espacio atemporal. A primera vista, su atención se centró en la oscuridad que adquiría su corazón, que emitía una luz de forma insustancial, en donde el sol era un recuerdo lejano, pero cuando percibió varios ruidos sordos y graves que golpeaban las montañas como si estuvieran desparramando meteoritos, se preocupó.

No siempre se producía el milagro y en el medio de esa noche eterna, un enorme cordón umbilical partió el cielo en dos, emergiendo como un tornillo que se retorcía. Era un animal poblado de diamantes helados, que creó un gran caleidoscopio efervescente de partículas ionizadas, que absorbían tanta luz, que brillaban con un color azul profundo e incandescente a la vez. María no era vidente, pero una premonición le advirtió en sus sueños. Los peligros que se avecinaban no eran de este mundo y queriendo proteger a su esposo, le endulzó el oído. Su seducción retórica no evitó la preocupación, aunque rápidamente cambió de tema.

—Joaquín, con el tiempo los temporales cambian, evolucionan y se adaptan hacia formas sutiles, pero este es un demonio. Yo lo sé y tú también. No me dejes sola con los chicos, no te vayas esta vez —dijo tocándole sus fibras más íntimas.

El padre de familia cotejó los datos con la realidad, los parámetros eran categóricos y sin remedio agilizó los preparativos. Fueron tan frenéticos y tan obsesivos que cuando el aeroplano estaba casi listo, la tensión histérica y la fatiga se le vinieron encima apenas pisó la carlinga. Su equipo era precario, parecía sacado de un dibujo animado, y que el avión despegase era tan incierto como su destino. Su esposa lo vio y cuando miró más allá, tuvo que sonreír, porque también vio la muerte. Ambos tenían los ojos vidriosos y negros, como si estuviesen a punto de llorar, pero Joaquín era el protector de esa comunidad y no se quedaría varado en tierra.

—Tú estás enfermo Joaquín, eres un soñador —dijo su mujer tratando de sacarle los pájaros de la cabeza.

—Tal vez esté loco María, pero volaré entre relámpagos como un quijote combatiendo a los molinos de viento. El granizo no nos arrebatará nuestras aceitunas. ¡Este año no pasará!

—¿Con qué lo vas a combatir? Si no tienes tiempo de recargar tu cañón y las piedras ya casi están sobre nosotros —preguntó María con su lógica sencilla.

—La devastación y el surgimiento son cíclicos, pero esas plantas son el esfuerzo de todo el año y de toda nuestra familia, por eso tengo que desparramar nuestras ilusiones sobre la tormenta —explicó Manuel, y su mujer lo asimiló silenciosamente, sin preguntar nada más, y sin echar por tierra su teoría lo dejó seguir. No entendía su propósito, su intención, ni su finalidad, hasta que se acercó a los frascos de aceitunas. Primero apuntó las negras aderezadas al estilo sevillano, después las verdes aliñadas con orégano y cebolla, y al final alzó el inmenso frasco de sus preferidas: las rellenas con anchoa y almendra.

—¡Espero que estas les gusten como a mí! —exclamó sonriendo satisfecho.

—Amor mío, tu siempre vas de frente, pero esta noche debes engañar a la muerte —acotó María avisándole de su presentimiento y le devolvió la sonrisa sin exigir otro plan u otra verdad que pudiera creer, porque entendió como su Dulcinea, que no se detendría y por eso deslizó su mano sobre la suya, despacio, tímidamente, dejando su rastro de amor como un símbolo de aceptación impreso en su piel, una tierna herida escrita como un ruego de regreso, que internamente Joaquín se comprometió a cumplir.

No siempre se producía el milagro, pero aun así no se dijeron un adiós, aunque las lágrimas inyectadas en sangre dijeran lo contrario. Y sin más se alejó, con su campera de cuero marrón, sintiendo el calor de la mirada en su espalda y el doloroso perfume de las palabras que no se dijeron.

Pla,pla,plaf y arrancó la hélice. La humareda aceitosa opacó su visión solo hasta que estuvo frente a la pista. Cuando salió, la noche se había cerrado sobre el aeroplano, los cristales iridiscentes titilaban como negras enredaderas y cuanto más se aproximaba al vórtice más burbujeaba un agudo zumbido en su cabeza, como una telaraña que tomaba vida. Desorientado, avizoró una luz cegadora que provino de algún recóndito rincón y cuando se dio vuelta para mirar, la electricidad impregnó el aire poniéndole los pelos de punta. Por una fracción de segundo se convulsionó como si hubiese metido los dedos en el enchufe. Su tiempo se cristalizó, como si el avión se hubiese detenido…

No siempre se producía el milagro, y por las lecturas de los instrumentos Joaquín sabía que no duraría en el aire mucho más y cuando las agujas giraron sin sentido, recordó la película de Oz y supo que su única salida sería a través, y era más que una apuesta, fue un salto de fe de increíbles proporciones, porque debido a la compresión extrema el hielo se estaba volviendo de un color azul chillón. Así que no había ninguna duda: chocaría con una pared de hielo, pero sus antepasados vascos lo hicieron cabeza dura y la iba a poner a prueba.

—¡El riesgo forma parte del juego! —gritó como si quisiera auto convencerse de entrar.

Al principio se sintió mareado, después, increíblemente mareado como si estuviese en una montaña rusa. No fue un impulso irracional o descabellado, porque decir que realizó un acto apresurado era confundir el concepto, todo ocurrió en una fracción de segundos. El monstruo de hielo lo succionó hacia el centro. El viento soplaba en círculos con tanta fuerza que entraba por las espesas capas de ropa del aviador, como cuchillos en la manteca. La corriente surcaba el aire evaporando de la pesada lluvia a su paso, generando nubes de vapor que estremecían la tierra con zumbidos omnipresentes. Era como si, por un instante, la realidad se hubiese esfumado.

No siempre se producía el milagro, y sin propulsión caía en picada, y mientras caía el agua trepaba, deslizándose por las alas, dando pequeños estallidos como hielos que se fracturaban. Solo atinó a agarrar el frasco de aceitunas que acunaba como un tesoro, como si cuidara su última bomba nuclear. Así pasaban las cosas, mientras los infinitos ¡cracks! convertían los cristales en miles de fragmentos afilados y punzantes como bisturíes. Pensó en sus amores, era el momento ideal para dejar caer sus lágrimas, porque la corriente giratoria de electricidad lo atrapó en un espiral sin fin.

No siempre se producía el milagro, y solo contaba con su ingenuo plan para proteger a su universo, pero cuando lanzó las aceitunas como ofrendas para su Dios, rogó por el milagro…

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