Al-zait o la balada del olivar

[Ángel Ferris Fulla & Núria Fontanet Rodríguez]

EL PASADO.

Yo soy el heraldo de un tiempo sin tiempo; estoy asentado en suelo firme y la savia corre rauda por mis venas, la vida circula con ímpetu por mis troncos de grisácea corteza. Me multiplico por simiente y la almazara es mi propia prisión. Mi padre es Abraxas, el Sol, y mi madre es Selene, la Diosa Luna. El destino me ha convertido en intérprete del lenguaje de la Esfinge dada mi notable longevidad. Veo, desde épocas inmemoriales, cómo la astrológica Rueda de Saos, la rueda de la vida, gira y gira sin cesar y, en el decurso de su rotación, contemplo las creaciones y las disoluciones de toda materia en el devenir de las edades. Así, pude ver el rostro impenetrable de Jesús orando en el huerto de Getsemaní entre olivos centenarios; vi también a  Ulises y a sus seguidores usar una viga o estaca de olivo para cegar al cíclope Polifemo; estuve cerca de Aristeo, vástago de Apolo y la ninfa Cirene, cuando este enseñaba al hombre el noble arte de la extracción del oleum en el lagar.

Recordad, de vosotros dependerá llegar a ser dioses o de que vuestra huella se borre totalmente en el tiempo. Esta es mi epopéyica balada.

Hace muchos, muchos evos, cuando de ningún modo se podía calcular la duración de la existencia, un gigantesco e iridiscente cuerpo volante, de forma indefinida, apareció en el horizonte entre un gorro de nubes y se posó en medio de la tierra árida. Al tocar la superficie terrestre desplazó una ingente cantidad de polvo, generando un remolino de aire galvanizado entre un vórtice de fuego que dejó el suelo abrasado. Aquel ingenio, de abstracta estructura, brillaba como el vidrio. De aquella imposible astronave emergieron, impregnados de polvo estelar, los “demonios del cielo”, unos seres bioluminiscentes, pontífices del saber. Un mundo salvaje y hostil, de virgen inmensidad, rodeaba por completo a los “seres de plata”.

Ellos llegaron aquí cuando el hombre era tan solo un torpe bípedo de cerebro en estado embrionario… un ser de pelo hirsuto que articulaba sonidos guturales y que era incapaz por tanto de modelar siquiera la sombra de un pensamiento. Los “entes del relámpago” habían olido ya el calor de esta primitiva vida en el interior de nuestro geoide azul, al que llamaron Tierra. Los viajeros lumínicos se entremezclaron con los homínidos, dejándoles vestigios de su metafísico saber. Enseñaron a sus toscos adoradores todas las leyes y las ciencias; les ilustraron en numerosas técnicas de construcción y caza, en los procesos más rudimentarios del cultivo del grano, del olivo… Los Vigilantes inculcaron  en el hombre la ecológica idea de no abusar nunca de los recursos naturales, a no sobreexplotarlos. Con el transcurso de las edades, un mar de olivos ocupaba ya una buena porción de la zona denominada mesopotámica. Bajo la agradable sombra de estos árboles, símbolo de fertilidad, las primates hembra dormitaban sobre sus hojas para poder así procrear…

Con el paso de los siglos, nosotros, los árboles oleáceos, permanecimos con entereza,  como pesadas sombras de otro tiempo; con nuestros retorcidos troncos cobijamos a muchos humanos ilustres, inspirándoles brillantes soliloquios y mágicas ideas. Por su parte, los instructores del espacio llegaron aquí como una ablución de místico fuego y del mismo modo se evaporaron… Los humanos, ahora seres pensantes, alimentaron su leyenda, convirtiéndoles en mitos arquetípicos. Así pues, los terrestres elucubraron la fantástica idea de que entre una avanzada raza interestelar, capaz de generar agujeros negros a voluntad, en su constante búsqueda de nuevas formas de vida, se gesta un acto de rebelión a bordo de su astronave durante su periplo sideral; la minoría vencida es arrojada violentamente a un agujero negro creado en el espacio por la mayoría victoriosa. Los primitivos terráqueos contemplaron atónitos aquellos prodigiosos sucesos para los cuales no estaban capacitados, y fabricaron un mitologema con ellos, el de la caída luciférica, el desplome desde los cielos de los ángeles rebeldes, precipitados desde el mismísimo báratro o Infierno (el agujero negro espaciotemporal).

EL PRESENTE.

Abandono mi casa y recorro estrechas callejuelas en medio de un aire frío y cortante. Camino por calles ascendentes, de pronunciada cuesta arriba. Un alfombrado de hojarasca otoñal cruje bajo mis pies. Yo llevo el manto del profeta, pues soy el mensajero, el visionario, por eso puedo ver los hilos de causa y efecto en los hombres, puedo atisbar cómo son trenzados, cómo son anudados sus destinos por invisibles manos. Sé que la divina providencia me dará algún día un pasaje para regresar a mi propia estrella, cuyo destello busco en el firmamento al caer la noche con aguda nostalgia. No importa quiénes seamos o lo que hayamos hecho, si somos viejos pecadores o nuevos santos, una gran masa de blanca fosforescencia deslumbrante, rodeada de una inmensa negrura impenetrable, nos arrastrará hacia sí. Todos nos sumergiremos en el vacuum o vacío atraídos por una inefable fuerza centrípeta.

Yo lo sé todo sobre el oro líquido, sobre los espesos goteos alquímicos de las aceitunas. Soy guía en oleoturismo en mi ciudad natal. Mi nombre es el de todos y ninguno… Hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que el árbol del olivo lee mis pensamientos más profundos. Algunas veces he oído un extraño murmullo entre las ramas que se agitan por una repentina brisa. He visto gotas de rocío deslizándose por las ramas de mi olivo amigo, y tengo la impresión de que estos árboles lloran… y yo lloro con ellos.

La otra noche, estuve sumido en un sueño febril, pero luminoso. Me vi andando a lo largo de una gran cordillera montañosa y me adentré en una ciudad olvidada por el tiempo, donde la jungla se había espesado sobre todas aquellas ruinas sin edad. De repente vi la majestuosa silueta de un olivar erguida frente a mí, y escuché los susurros  de sus cimbreantes ramas decir dentro de mi cabeza: “Deja que las pesadillas sean tu guía a través de esta tierra de sufrimiento perpetuo. La raza humana está agotada y pronto arderá en un funeral de fuego sin parangón. La Tierra será un reino incandescente, con cielos de carbón. Este es el primero y último de los avisos globales; máxima realidad, última realidad…”. Tras este oleaginoso ensueño, arden en mi cabeza las llamas de la destrucción. He tenido otros oníricos encuentros por las tierras de Morfeo; he visitado frondosos bosques ebrancados, parajes repletos de miedos y deseos, mundos donde el Armagedón es belleza en estado puro…

Sé que alguna parte de mí pertenece a este sagrado lugar olivífero. Por eso, cuando fenezca quiero que mis cenizas sean esparcidas aquí, que mi esencia lo impregne todo. Hoy, pese a un frío que lacera el alma, tengo turistas a los que ilustrar sobre la olivicultura u oleicultura y su historia. Ellos aguardan impacientes, ávidos de explicaciones  al respecto. Ahí va mi andanada expositiva: “Los olivares pueden crecer en climas ligeramente cálidos, en amplias zonas de rusticidad, terrenos subtropicales donde conviene que las temperaturas invernales sean  leves, no deben llegar a bajo cero. Sus ovoides frutos, las aceitunas verde amarillentas (moradas en algunas variedades), han de recolectarse a inicios de otoño. Las fecundas tierras de cultivo de Jaén (la “Capital mundial del aceite de oliva”), de clima mediterráneo, poseen más de 60 millones de árboles oleáceos, los cuales ocupan una superficie de más de medio millón de hectáreas”.  Tras una breve pausa prosigo: “Los olivos son originarios de Oriente Medio desde hace más de 6.000 años; unos afirman que proceden concretamente de Persia , otros del valle del Nilo o del Jordán , pero la mayoría piensa que son árboles de la antigua Mesopotamia. Se han localizado cultivos de este líquido graso o aceite en regiones de Creta, Egipto y Palestina. La aceituna, una drupa o fruto de sabor amargo, tiene su transformación alquímica en las almazaras o antiguos molinos de aceite. La varea/o es un varapalo a las ramas de estos árboles, una caduca técnica manual de recolección muy anticuada y ya prácticamente en desuso; el método más moderno y mecánico se conoce como vibración.

De súbito, me hallo ante la serpiente cósmica o Uroboros; veo una miríada de mandalas circulares, símbolo de la unión de los opuestos, revoloteando sin cesar a mi alrededor… Todo cambia y se transforma en segundos; ahora estoy ante la imagen apocalíptica del Pantocrátor sentado en un trono de sangre… Creo que he estado, hace tan solo un instante, en la isla de Patmos, como San Juan, y ahora me dirijo al Parnaso, allí donde mora el alma inmortal de los poetas. Mi realidad ordinaria se está disgregando en una multitud de fragmentos… La vida se me escapa, está abandonando rápidamente mi cuerpo por alguna herida que no logro localizar… es el momento más oscuro. Estoy muerto… soy succionado por un potente vórtice de pura energía flotando en un río de luz líquida.

Soy una aparición post mortem y mi espíritu planea, a vista de pájaro, bajo la plateada claridad lunar, por encima de los imponentes olivares de Jaén.

EL FUTURO.

El cielo se tornó rojo y un intenso calor abrasó todas las tierras de labor; las cosechas son ahora un horror calcinado. Aterradores huracanes azotaron las ciudades y los campos. Los mares se levantaron formando olas catedralicias que engulleron bosques y urbes, dejando pocos rastros de vida a su paso. Ya no existe el mañana, la Tierra es solo un páramo tóxico, una tumba ardiente  donde brama el aire atomizado aguardando la caída de la negrura total.

Según nos cuenta la mitología griega, Palas Atenea, la diosa de la guerra, la civilización y la sabiduría, en su discordia con Poseidón , hizo germinar de una lanza… renuevos, hojas…, creó el inmarcesible olivo para dar llama, alumbrando así las frías y oscuras noches. Ahora, nuestra venerable semilla debe ser preservada e implantada de nuevo, por eso, la simiente del olivo andaluz (con sus principales variedades: picual y hojiblanca), el legado de una tierra, viaja a buen recaudo a bordo de una noética astronave denominada Albatros (en honor al ínclito Julio Verne). Antes del fin de la civilización, superadas las pruebas de descompresión iniciales y el arrastre de  fuerzas gravitatorias desconocidas, el Hombre, secretamente, puso rumbo hacia el centro mismo del Universo en busca de otros planetas, de otros mundos estelares donde poder injertar de nuevo la vida.

En este vasto océano estrellado, de compartida soledad, el “Increado” (a quien los ojos no ven y la imaginación no capta ) o “bromista cósmico” , volverá  a repetir  El mito del eterno retorno, hilando de nuevo tramas y sub tramas, dejando ex profeso cabos sueltos, cerrando mortuoriamente argumentos de forma apresurada.

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