Mi amor ungida en aceite

[Eclipse]

Brillaba aún más bella que antes. No parecían haber pasado los años por ella. Al suave viento su melena dorada sólo sujeta por un delicado pañuelo a modo de diadema. Vareando los olivos no necesitaba mirar si las aceitunas caían en la manta, intuía que todo era perfecto, tan perfecto que al sentir un fresco olor que volaba la brisa se giró lentamente, primero su hermoso y largo cuello, más tarde echó el hombro derecho hacia atrás y me miró. Volvió a la posición inicial y soltó la vara para secarse la sudada frente en un signo de agradable sorpresa. Supongo que quería dejarse ver por mí en su mayor esplendor.

No recuerdo muy bien si fue aquel año después de las grandes nevadas, pero seguro que hacía bastante frío cuando llegué a este sugerente lugar en  un viejo Pegaso del 65 lleno de bidones de aceite de oliva, el oro líquido de esta región. El hombre me recogió en la carretera rural que va del río hacia el pueblo y debió pensar que no llegaría vivo dado que casi arrastraba mi pesado equipaje cuando ya casi era de noche.

Lo primero que vi fue la pensión de Mateo. Me habían contado que dormir allí sería sólo un poco mejor que hacerlo en el campo, pero al menos no pasaría tanto frío y no me mojaría con la lluvia. Además, podría pagarlo…, era muy barato y el dueño muy amable. Los escritores de novelas nos arrastramos por los peores barrizales y volamos por los mejores cielos con tal de poderlo plasmar en sucias hojas que luego juntamos en algo que los demás puedan devorar como si ellos mismos lo viviesen. Preferimos una bella vista a una habitación de lujo, un bocadillo a una mesa en el restaurante.

Las mañanas eran una emoción constante de olor a café de puchero y pan casero tostado en la cocina de leña y rociado con el verdoso aceite más puro que Mateo obtenía de sus agradecidos olivos.

Prometió enseñarme cómo de una dura aceituna se llegaba a tener aquella joya líquida envidiada y apreciada por todos sus vecinos.

—No hay trucos ni magias —decía a menudo Mateo cuando comíamos hombro con hombro con toda su familia—, sólo hay que darles cariño a los olivos y comida a la tierra.

Su mujer asentía sonriendo mientras se levantaba numerosas veces para traer a la mesa todo lo que necesitábamos. Su hijo pequeño, Mateín, aún no sabía nada sobre la dura vida del hombre de campo y su hija, Ana, un poco más joven que yo, tímida y espigada, sonreía mirándome a escondidas con esos ojos color aceite del más intenso verde oliva que pudiera existir, que sólo un loco dejaría de observar. A cada mirada mía ella bajaba la cabeza casi disculpándose.

Empecé un relato que hablaba de mi propia historia en ese momento. Un joven escritor que llega a un pueblo olivarero en los años setenta y es acogido en la casa de una familia y tenía claro que tenía que empezar a vivir para poder escribirlo.

Mateo, viendo que me iba a quedar en la habitación por una larga temporada, me ofreció ayudarle durante el día para que pudiese escribir de noche y así cobrarme sólo una parte del alquiler. Sin pensarlo mucho acepté. No podía rechazar tremenda oferta que incluía ver cada día a su hija.

—Yo puedo hacerte la habitación —dijo Ana sin querer mirarme mientras barría la cocina—, también sé cortar el pelo —sonriendo mientras miraba acobardada a su madre sabiendo que estaba siendo demasiado atrevida.

—Hija, deja de molestar al señor, que tiene cosas que hacer.

—Gracias. Me dejaré cortar el pelo cuando creas que lo necesito.

Pasaron los días y a fuerza de trabajo, a días muy duro, a días más llevadero, fui aprendiendo los quehaceres y la laboriosa transformación del fruto al líquido para poder vender bidones y embotellar aquel preciado aceite. Mi novela avanzaba. Algunos días escribía lo que había ocurrido pero siempre exagerando algunos sucesos para hacerlos más atractivos a ojos del lector. Ana se estaba convirtiendo en mi musa, mi actriz principal, la que llevaba el peso de la historia. Otras veces releía lo escrito hasta el momento y borraba algunas partes demasiado atrevidas por no molestarle a ella si algún día la familia que me acogía se daba cuanta que lo escrito versaba sobre ellos.

Una noche, buscando a Mateo alrededor de la casa, encontré la puerta de un cobertizo abierta y me asomé sorprendiendo a Ana leyendo plácidamente y ella al verme me invitó a entrar. Era una estancia pintada a brochazos de verde con baldas llenas de botellas, supuse que preparadas para embotellar. También había otra balda con botellas llenas, me extrañó verlas allí, había un almacén donde se guardaba el aceite.

—Es mi habitación privada. Tengo mis labores y muchos libros —mostrándome una balda de vieja madera.

—No me habías dicho que te gustase tanto leer —repasando asombrado los títulos.

—Mi tío era librero y yo heredé todos estos. Ya los he leído varias veces. Cuando acabes tu novela, ¿me la dejarás leer?

Y desde entonces, casi todas las tardes después de la tarea, Ana y yo leemos juntos y hablamos de libros o de lo que sea. Bromeamos y reímos. Su padre no está muy a favor, pero creo que a su madre le gustaba que yo esté con ella. Nos dejaba a Mateín con nosotros no sea que se nos ocurriese algo malo.

Mi novela llegaba ya por la mitad y cada día sumaba nuevas ideas, y más que lo que pasaba, escribía lo que yo quería que pasase porque es que cada roce con Ana, cada broma y cada sonrisa me hacían quererla más a cada momento. Quería abrazarla, besarla y hacerla mía. Que siempre estuviese a mi lado. Quería quedarme a vivir allí o fugarme con ella lejos, muy muy lejos…

Tristemente un lunes mientras trabajaba embotellando aceite llegó un coche con dos hombres. Era un Citroen Tiburón verde. Aparcaron junto a la puerta de entrada y tocaron el claxon. Mateo salió riendo y se abrazaron todos. Yo miraba desde la esquina y entonces salió Ana y uno de los hombres la besó en la boca y le dio un gran abrazo. Me sentó como una puñalada. Jamás me dijo que tuviese novio. Además…, tan joven y ya comprometida y besándose delante de su padre. Eso denotaba una gran cercanía.

Comimos todos juntos y a mí me presentaron como el huésped de la pensión. El único huésped en esos momentos, ya que en esas fechas no solía haber visitantes, y del que besó a Ana me dijeron que era Juan, doctor en Cataluña que el año próximo se casaría con su adorable hija.

Bacalao al pil pil con un hermoso chorrito de aceite verde y aterciopelado, ensalada de tomates y lechugas de la huerta regada con oro líquido del más puro y de postre torrijas…, tremendas torrijas. Tomé más vino del que debía y para no entrar en discusión en la conversación preferí retirarme pronto con la excusa del temible sueño del escritor.

Aquella noche no dormí y escribí como un loco ensañándome con mi casera y su traición. Mi mundo escrito sobrepasaba al real y ambos mundos se unían en un desconsolado sentimiento de humillación y tristeza. Robé dos botellas de vino de las muchas que Mateo tenía en la despensa y mientras amartillaba las teclas de mi vieja Olivetti caían lágrimas y  desprecios a la protagonista.

La visita de mi enemigo contrincante y su amigo duró tres días y sus noches, tres días y sus noches en los que yo no aparecí a comer ni a cenar argumentando que ya estaba terminando mi novela y necesitaba un tiempo de concentración extra.

Pero la cuarta mañana miré por la ventana y noté que el tiburón había volado y unos nudillos llamaron a mi puerta. Me puse una bata que nunca usaba. Abrí y era Ana, guapa, exuberante, con una camiseta de las que yo llamo de hombre, con tirantes sujetando una bandeja que portaba pan tostado y café recién hecho y una jarrita de cristal lleno del mejor verde aceite de oliva. Sus ojos delataban sentimiento de culpa y ganas de tiernos abrazos, o quizá salvajes besos. El caso es que probé el café, ella se arrimó mucho, mucho, tal vez demasiado y yo, aunque enfadado y rabioso, no pude por menos que abrazarla fuerte y desesperadamente antes que escapase en brazos de otro.

—No he desayunado aún —insinuó, y yo mismo bebiendo mi café le di un beso insuflando en su preciosa boca el cafetal entero y de ahí llegamos a comer a medias la tostada de pan de hogaza casera que su madre preparaba cada semana y el aceite…, el aceite lo usamos para, una vez desnudos, juntando mi tosco esqueleto con su precioso cuerpo de ensueño, rociarnos el verde jugo y acariciarnos bien lubricados los senos turgentes, las redondas nalgas, la gloriosa espalda, los hombros arrogantes, sus delgados brazos y sus confortables manos. Todo, todo lleno de aceite de oliva y nos sumergimos en un sueño de olores y sabores, movimientos y sentidos ancestrales sin pensar, sin saber quiénes éramos ni dónde estábamos hasta que llegó la noche y alguien abrió la puerta de mi habitación que, por descuido, no habíamos cerrado. En ese segundo volvimos a la realidad y lo que habíamos hecho traería consecuencias inevitables e importantes…  vitales.

Harto de avisarnos para la cena, Mateo había subido a buscarnos y ahí estaba, incrédulo y decepcionado, triste y rabioso. De un salto cayó sobre mí agarrándome el cuello con ganas de asesinarme. Yo desnudo, me defendía como podía y con la ayuda de Ana que, gritando y llorando, pedía clemencia a su padre. Así, y de un empujón, logré zafarme por un momento y Mateo huyó o eso es lo que yo creí porque con el tiempo justo de medio vestirme apresuradamente volvió a aparecer escopeta en mano, mientras yo saltaba escaleras abajo.

—Corre, corre, te quiero, sálvate —gritaba Ana mientras sujetaba a su padre, quien la insultaba de manera feroz recordándole que había traicionado a su prometido y a toda su familia.

Salí por la puerta sin atarme los cordones de los zapatos, tropezándome en una baldosa del paseo y cayendo de bruces a la vez que oí un disparo. No sé si fue algo o alguien lo que dispuso que al caerme salvase mi vida. Me levanté y vi que no tenía heridas y seguí corriendo entre los olivos, magníficos olivos, y lo último que recordé es que entre los objetos que olvidé al escapar estaba la novela, aquella novela que tenía un trágico final escrito. En mi novela yo moría víctima de los disparos del padre de Ana, que nos encontró huyendo una mañana en el autobús que nos llevaba a la ciudad más cercana, a una nueva vida lejos de lo que le ataba ahí y llevándonos de recuerdo un par de botellas de aceite de los olivos de Mateo.

—Por eso ahora, que después de tantos años estoy aquí, que ya no tengo miedo a nada ni a nadie y quiero recuperar el amor perdido, no me rendiré tan fácil —le hablé abrazándome a su erecta espalda y poniendo mis manos en su vientre, besándola en el cuello, apartando su melena color plata y recordándole—, te quiero como siempre, más que siempre.

—Siempre te estuve esperando.

Comparte con tus amigosTweet about this on Twitter
Twitter
Share on Facebook
Facebook