Aceituneros 2.0

[Oliva Rosa]

Acabarás mirando el móvil en algún momento a lo largo de este relato y si no, lo harás al final. Será porque su sonido interrumpirá tu lectura y si no, por simple curiosidad.

Esta es la historia de cómo una niña de un pequeño pueblo de la Campiña Sur de la provincia de Jaén, el mayor mar de olivos que existe en la faz de la tierra, consiguió un hito casi histórico, que contribuiría a la mejor difusión del fruto y la cultura de su tierra, en consonancia con la época que le tocó vivir. A base de imaginación, constancia y empeño, logró la inclusión del emoji de la aceituna en el Whatsapp, la aplicación de mensajería instantánea más usada del mundo.

Mucho se ha hablado en los últimos tiempos de la incorporación del emoticono de la paella. A finales de 2014, el humorista valenciano Eugeni Alemany y una conocida marca de arroz, se propusieron que el emoticono de la paella estuviera en Whatsapp porque, según ellos, “un plato tan internacional y diverso merece su representación en esta aplicación de mensajería instantánea tan popular”. Pero lo que casi nadie sabe es la lucha anterior de una niña que, con muchos menos recursos y medios, pero con infinita perseverancia y tesón, consiguió el mismo fin, aunque de manera casi anónima. Y por supuesto, menos conocido aún es el hecho de que los impulsores del emoji de la paella se inspiraran en la historia de nuestra pequeña protagonista.

Creo que es mejor que me presente ahora, antes de que continúe la narración. Mi nombre es María Rosa, estoy jubilada desde hace ya unos años, aunque el tiempo pasa tan rápido que ya casi no recuerdo cuántos hace. De joven, como desgraciadamente muchos de mis coetáneos, no tuve la fortuna de poder ir mucho a la escuela. La situación económica en general, así como la familiar en particular, me fueron alejando del colegio mucho antes de lo yo tenía previsto. Me levantaba temprano por la mañana con la ilusión de ir a aprender y aspirar a un futuro mejor que el vivido, por no decir sufrido, por mis padres. A la situación económica se sumó el infortunio de que mis padres, víctimas de una sociedad caduca, machista y rancia, no compartieran mi visión. Ellos, siempre con la mejor intención, pensaban que mi mejor futuro vendría aparejado a la tierra que a ellos dio más penas que alegrías, pero que siempre les permitió un “canto” de pan y un chorreón de aceite. Eso y un buen marido, para lo que pronto comenzaron a preparar mi ajuar, era para ellos la receta para mi felicidad, o al menos, a la que ellos creían que podría aspirar. Visto este panorama, no es de extrañar que pronto acabara hincada de rodillas en los fríos campos de mi pueblo recogiendo sus frutos dispersos por el terreno.

Los pocos años que fui al colegio me sirvieron para aprender a leer y las cuatro operaciones básicas de matemáticas. Cuando tuve que dejar de ir, una cosa me quedó clara, haría todo lo posible por seguir aprendiendo, escucharía a todos los que sabían más que yo, leería todo lo que pasara por mis manos y me mantendría firme en mi propósito.

Tuve la suerte de que mi madre sirviera en la casa de una de las familias más acaudaladas de mi pueblo y que uno de sus hijos estudiara en Madrid. Este, cuando volvía en vacaciones, acostumbraba a traer muchos libros que con el paso de los años fueron conformando una gran biblioteca en la casa. A mí, que ayudaba a mi madre en esta casa, lo que más me gustaba era limpiar la biblioteca. Allí, a puerta cerrada, acostumbraba a coger, sobre todo, los libros de poemas. Me apasionaba la poesía, sobre todo autores como Lorca, Cernuda o el gran Miguel Hernández, que vivió algunos años de su corta vida cerca de mi tierra. Los señores de la casa no hablaban muy bien de ellos, aunque a su hijo, que respiraba otros aires en la capital, y a mí nos apasionaran. Algunos de estos libros me gustaban tanto que me los llevaba a escondidas para leerlos en casa por la noche y los restituía al día siguiente. Mi madre nunca comprendía cómo las velas de mi dormitorio duraban siempre menos que las del resto de habitaciones. Estos autores y otros muchos fueron creando en mí un espíritu crítico y una cultura del esfuerzo y el sacrificio que he tratado siempre de inculcar a mis hijos y, por supuesto, a mi querida nieta Lucía.

Dada mi pasión por el aprendizaje de cosas nuevas, cuando me jubilé me propuse estudiar todo aquello que de joven no tuve la oportunidad por las circunstancias antes mencionadas, así que me matriculé en lo que ahora se conoce como estudios de Educación Primaria, que conseguí acabar más fácilmente de lo que yo me imaginaba. Parece que los estudios de ahora son más asequibles de lo que yo recordaba en mi época. Por la mañana, llevo al colegio a mi nieto y luego todos los días voy a la biblioteca y luego al centro Guadalinfo de mi pueblo. Allí me enseñaron a manejarme en esto de la informática y me viene muy bien para buscar información para realizar los trabajos de las asignaturas de la ESO, los estudios de Secundaria, que estoy a punto de finalizar. De hecho, esta redacción es un trabajo para la asignatura de “Lengua Castellana y Literatura” que la profesora me invitó a hacer para poder ponerme un sobresaliente, porque en el último examen me confundí y puse que una obra de Miguel Hernández era de Luis Cernuda, con la de veces que de joven leía las obras de ambos, pero con los años la memoria ya empieza a fallarme. En fin, dejémonos de preámbulos ya y vamos con la historia.

En primer lugar, les voy a presentar a mi nieta Lucía. Es la menor de tres hermanos de mi segunda hija. Aunque esté feo decirlo, no es mi nieta favorita porque los quiero a todos por igual, pero sí es la que más se parece a mí. Desde muy pequeña mostraba inquietud por todo aquello que le llamaba la atención y era capaz de estar una hora haciendo preguntas de algún tema hasta que a ella le quedaba claro. Muestra gran apasionamiento por todo aquello que le cautiva o le inquieta, mostrando una perseverancia y firmeza que me recuerdan a mí cuando era más joven. Afortunadamente, los tiempos han cambiado, la sociedad ha evolucionado y ella tiene la posibilidad de conseguir el futuro que se proponga sin los lastres ni cortapisas que teníamos en mi juventud.

Cuando realizó la Primera Comunión, unos tíos suyos de Madrid, por parte del padre, le regalaron un móvil. Casi toda la familia estaba de acuerdo en que era muy joven para tener un móvil, pero haciendo uso de su tenacidad y empeño, consiguió convencernos a todos de la utilidad del mismo, así que acabó quedándose el regalo y disfrutando de este. Hoy día está a punto de cumplir ya los dieciocho años y creo que ya tiene otro móvil nuevo, que ya no sé si es el segundo o el tercero. ¡Cómo evoluciona este mundo! A mi edad da vértigo y prácticamente es imposible seguir el ritmo.

En las vacaciones de Navidad, a Lucía le encantaba acompañar a sus padres y hermanos mayores a recoger la aceituna a un pequeño olivar que poseía la familia. Aunque resultaba un trabajo duro, era una ocasión de pasar tiempo en familia y disfrutar sobre todo de la hermana mayor que estudiaba fuera y solo volvía al pueblo en las vacaciones.

Un día de estos de recolección de hace 4 ó 5 años, intentaba explicarle por Whatsapp a unas amigas el por qué no podía salir con ellas ya que al día siguiente tenía que madrugar para ir de nuevo a ayudar a su familia. Como no tenía mucho tiempo intentó abreviarlo con emoticonos. Pretendía poner algo así como “No puedo chicas, mañana tengo…”, y empezó a buscar el emoji de la aceituna. Y buscó y buscó, y siguió buscando. En su cabeza pensaba que cómo era posible que no encontrara una aceituna, con el montón de emoticonos que había. Si incluso había un brócoli, un pepino o una guindilla, cómo era posible que no estuviera el majestuoso fruto del olivo. Solo consiguió encontrar el típico Martini con una aceituna, pero eso no le servía de nada. ¿Cómo era posible que el producto más preciado, ya no de su tierra, sino de todo el Mediterráneo, símbolo de una cultura milenaria, que ya incluso los íberos cultivaban y que comerciaban con su oro líquido, no estuviera representado en esta aplicación?.

Pasaron las Navidades, la familia acabó la recolección, la hermana mayor marchó a estudiar fuera de nuevo, volvieron las rutinas y las clases. La joven se quedó con esa inquietud que le provocó no sentirse reflejada en la aplicación que más usaba habitualmente para comunicarse con sus amigos y familiares, pero en ese momento no le quiso dar mayor importancia.

Así fue hasta que, aprovechando un trabajo de, casualmente también la asignatura de “Lengua Castellana y Literatura” aunque de segundo, que era lo que cursaba mi nieta en ese momento, se lo comentó a su profesor. Este, interesado por la historia y queriendo mostrarle cómo el esfuerzo y constancia de una persona pueden cambiar el mundo, decidió animarla y motivarla a organizar una campaña con la finalidad de que Whatsapp incluyera el emoji de la aceituna. El profesor era uno de los más queridos por los alumnos, por la facilidad con la que empatizaba con ellos y lo amenas que eran sus clases, siempre con ejemplos de situaciones reales e intentando adaptarlas a la realidad que vivían sus pupilos.

A los pocos días habían estructurado una actividad para toda la clase consistente en cómo harían ellos para conseguir un objetivo de tal dimensión. El trabajo comenzó con una tormenta de ideas en la que se aportaron soluciones de lo más variopintas, con ideas más o menos razonables como incluso boicotear el uso de la aplicación, u otras algo más descabelladas o absurdas como dejar de consumir aceitunas. Esta última, obviamente, se descartó sobre la marcha.

Poco a poco, el trabajo fue evolucionando, liderado eficazmente por Lucía y tutorizado por el profesor, consiguiendo una implicación del resto de compañeros que ni el más optimista hubiera previsto al principio. Esta participación fuera de toda expectativa fue la que llamó la atención del resto de docentes y la causa de que se hicieran eco del trabajo que se estaba llevando a cabo. Así, después de invitar a Lucía a una reunión con el resto del profesorado, en la que manifestó su indignación por no encontrar el emoticono, lo que casi consideraba un agravio a su tierra, se tomó la decisión de que todo el instituto se involucraría en el proyecto. A partir de entonces ya no sería un trabajo de clase, sino una meta a conseguir, un objetivo común del que todos se considerarían partícipes y algo para lo que no hacía falta motivar a la gente ya que todos lo verían como una lucha por conseguir que el símbolo de su cultura, de su medio de vida, de su tradición, estuviera representado en la aplicación que móvil que todos ellos y el resto del mundo usaban a diario.

Se organizaron múltiples actividades, desde charlas para el resto de los ciudadanos, talleres para enseñar a manejar la aplicación y el móvil a las personas mayores, se colocaron carteles por todo el pueblo e incluso se organizó una verbena para recaudar fondos que fueron utilizados para poner algún anuncio en medios de comunicación de la zona.

Casualmente, el día que se celebraba la verbena actuaba en el pequeño teatro del pueblo un humorista valenciano, un tal Eugeni Alemany. Sí, efectivamente, el inspirador de la campaña para la inclusión del emoticono de la paella en el Whatsapp. El día de la actuación se le vio pasear por el pueblo e incluso hay quien dice que se le vio tomando algo en la verbena después de la función. Por este motivo es por lo que se sospecha que esta cruzada iniciada por mi nieta Lucía le sirvió de inspiración para llevar a cabo a final de 2014 su campañ,a con la principal de diferencia de que él contó con el apoyo económico de instituciones públicas y marcas comerciales, así como profesionales del mundo de la comunicación y la publicidad, que hicieron que su campaña y éxito final fueran mucho más mediáticos y que casi todos nosotros hayamos oído hablar en algún momento de la consecución de su objetivo y la inclusión de la paella en el mundo de los emojis.

Volviendo a nuestra historia, pasó algún tiempo y el interés empezó a decaer. Desalentados porque el objetivo se veía tan lejano como imposible, era como una lucha de David contra Goliat, no veían la forma de hacer que los habitantes de un pequeño pueblo de Jaén consiguieran hacer cambiar de parecer al gigante de la aplicación móvil, por lo que el desánimo fue cundiendo entre todos. Bueno, a todos no. Cuando Lucía empezó a detectar la desilusión y el abatimiento de sus paisanos, fue cuando empezó a hacer gala de su perseverancia y tesón. Era el momento de dar un golpe de timón. Por el camino que iban el objetivo se difuminaba en la distancia, era como un sueño que se desvanecía, el despertador estaba a punto de sonar y convertiría el anhelo en utopía, la ilusión en fantasía y el deseo en quimera. Ya lo decía Louis Pasteur, “es la superación de dificultades la que hace héroes”. Mi nieta estuvo varios días pensando qué podían hacer, en qué estaban errando; me acuerdo de su preocupación en aquel momento cuando me comentaba que ya no sabía qué más hacer. Para motivarla, le cité un fragmento del poema Aceituneros de Miguel Hernández en el que alude a los olivos, al que con los años cada vez le veía más sentido, intentado transmitirle que no se rindiera, que solo con esfuerzo y trabajo se consiguen las metas.

No los levantó la nada,

ni el dinero, ni el señor,

sino la tierra callada,

el trabajo y el sudor.

A los pocos días, después de darle mil y una vueltas a la cabeza, comprendió que la mejor forma que conseguir el deseado fin era darle un cariz más emocional, apelar a los sentimientos de las personas, a remover estómagos y conciencias.

Al día siguiente le comentó al profesor todo lo que había planeado para impulsar de nuevo el proyecto. Este, después de felicitarla por su entusiasmo y perseverancia, aplaudió la iniciativa y la ayudó a organizar todo lo que ella había previsto.

Se haría una especie de comisión con los alumnos más implicados y los que por sus conocimientos más pudieran aportar. La idea era realizar un trabajo multimedia que reflejara lo que el olivo, la aceituna y el aceite de oliva representaban para su comarca, su región, para todo el Mediterráneo. Algo conmovedor e impactante que captara la atención e hiciera comprender el sentir de un pueblo y la devoción por el fruto de sus campos. Lo que más complicado resultó fue la traducción al inglés, pero finalmente la profesora de esta asignatura dio el visto bueno a la transcripción hecha por los alumnos. Este trabajo iría acompañado de una carta escrita por Lucía, de carácter emotivo, que serviría de introducción, en la que se justificaría el motivo de la petición y el perjuicio que se estaba ocasionando. Todo el conjunto se enviaría a autoridades nacionales, a los creadores del Whatsapp, al creador de los emojis, así como a una larga lista de personas relevantes del mundo de las nuevas tecnologías. Y así fue como se hizo.

Pasó algún tiempo y ninguna noticia se tuvo de los destinatarios. La confianza en el trabajo realizado se convertía en incertidumbre, la esperanza comenzaba a marchitarse y el optimismo se tornaba en cruda realidad. Acabaron las clases, llegó el verano y el olvido fue cubriendo con su manto todo lo ocurrido.

Así fue hasta que una mañana de finales de otoño, con un nuevo curso académico ya en marcha, el profesor revisaba sus correos electrónicos. Le llamó la atención uno en particular, estaba en inglés y estaba marcado como muy urgente. El remitente, Shigetaka Kurita, el diseñador japonés creador de los emojis. Muy pronto venía a Granada a un Congreso mundial de Nuevas Tecnologías y estaba muy interesado en conocer a Lucía. Su carta le había emocionado y el trabajo que le habían enviado le había creado una gran curiosidad por conocer la cultura del olivar y el mundo del aceite de oliva.

Llegó el gran día. El ilustre japonés llegaba al pueblo acompañado de su asistente y una traductora. Por petición expresa, no quería ningún acto y era su deseo pasar desapercibido. El encuentro con Lucía fue vibrante, especialmente cuando le hizo la tradicional reverencia japonesa mostrándole su más sincero respeto. Lucía, mucho más pasional, le dio dos besos que sonrojaron al nipón, ante las sonrisas prudentes de los allí presentes.

La campaña aceitunera acababa de comenzar y el profesor había organizado de forma discreta una visita a la almazara del pueblo, que se encontraba ya a pleno rendimiento. También visitaron uno de los tajos donde se llevaba a cabo la recolección, donde, como buen japonés, no pudo resistir la invitación a varear los olivos.

Tras una comida muy amena, donde hubo intercambio de anécdotas entre todos los asistentes, se entrevistó a solas con Lucía. La traductora hacía de intermediaria. Departieron durante más de una hora. Mi nieta le narraba con entusiasmo historias relacionadas con el cultivo del olivo de su familia, las penurias que habían pasado sus antepasados, los recuerdos de su niñez cuando acompañaba a sus padres a la recolección, las incertidumbres del futuro del aceite, lo orgullosos que se sentirían de ver el emoji de una aceituna.

Shigetaka le confesaba que era muy respetuoso con las tradiciones, no en vano él procedía de una de las zonas donde más se veneraban las antiguas costumbres del país del sol naciente.

Ya más relajados, bromeaban sobre cómo podría ser el emoji, señalando el diseñador que por la forma o el color podría confundirse con otros ya existentes. Aquí le comentó lo confundidos que estamos con el emoticono de la gitanilla, que en realidad no es tal, sino que la muñeca lo que lleva es un traje de salsa. Lucía nuevamente sacó a relucir su perspicacia. Lo ideal sería que la aceituna fuera acompañada de una pequeña ramita de olivo, así no habría confusión alguna.

Finalizada la reunión, el japonés le reveló a Lucía que había sido cautivado por la cultura del olivo, así como por la insistencia y el carácter de ella, que desde ese momento hacía suyo también el proyecto y que haría todo lo posible por ayudarles a conseguir el objetivo. Shigetaka Kurita se marchó feliz por la experiencia vivida aquel día y todos en el pueblo quedaron con las esperanzas renovadas.

Pasó algún tiempo, hasta que una mañana Lucía recibió un whatsapp del diseñador japonés que le invitaba a actualizar la aplicación. Así lo hizo ella y cuál fue su sorpresa cuando al comprobar los emoticonos vio una radiante aceituna acompañada de una flamante rama de olivo. Las lágrimas de alegría inundaban sus ojos, las manos le temblaban por la emoción, chillaba y saltaba eufórica. Iguales sentimientos invadían a todos los que habían participado de alguna manera en el proyecto cuando actualizaban sus teléfonos. Yo, como abuela, vi cumplidos mis objetivos de juventud, aunque para ello hicieron falta dos generaciones más.

El emoji de la aceituna pasó a formar parte de Whatsapp en febrero de 2014, justo antes de la compra de la aplicación por Facebook.

Acabo mi relato señalando que se compone de historias reales y ficticias, o todo lo contrario, e invitando a todos a actualizar su teléfono y verificar si ya tienen el nuevo emoji, con la esperanza de que algún día sientan la alegría que sintieron los protagonistas de esta historia.

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