Los bastones de caramelo de aceite

[Lugh]

Bajo la tierra se encuentra un lugar sagrado que pocos conocen, este es susurrado por los olivos, que además es por donde ellos se nutren.

Su secreto lo conoció una pareja de ancianos que vivía en un pueblo llamado Martos, en Jaén. Nuestro primer protagonista, que se llamaba Juan, sufrió adversidades durante varios meses y sus ánimos habían disminuido, a pesar de ser normalmente una persona segura y contenta, pero ahora se encontraba agotado física y mentalmente y sus reservas de energías se iban debilitando. Poco a poco, y tras llevar varios meses dormitando mucho y no querer hacer absolutamente nada, nuestra segunda protagonista, su esposa Emilia, que estaba preocupada por su estado de salud, recordó una antigua leyenda acerca del oro líquido de los olivos. Ellos lo guardan sigilosamente en sus frutos y nutren a quienes pasan estados de decaimiento. Solo aflora al exterior cuando un ser lo requiere sinceramente y su elixir brota a través de sus raíces hasta sus perlas verduzcas.

Este sabio secreto fue un destello de esperanza para la pareja del cuento. Comenzamos la leyenda.

Hace miles de años, durante una noche fría de invierno, sucedió, tal como cuenta la historia, que una habitante del pueblo, llamada Aina, tuvo un lúcido sueño.

Aina soñó con el olivar que se encontraba cerca de su casa. En su sueño las hojas y los frutos de los árboles lucían amarillos, brillantes y desprendían un líquido amarillo gustoso. Además, oía que la llamaban sigilosamente por su nombre.

Cuando se despertó no recordaba el sueño, pero al disfrutar de su paseo matutino por el olivar le vinieron flashes del mismo a su cabeza con las escenas soñadas. En este mágico lugar ella se sentía gozosa y contenta... como en su sueño. Al escuchar el sonido del viento en las ramas de los árboles, y sus raíces que estaban creciendo hacia el centro de la tierra e incluso el tic-tac del sonido del agua cuando caía del cielo y regaba el tronco robusto del olivo, sentía que querían decirle algo especial, un secreto milenario. La armonía del lugar era fantástica, los susurros que ella percibía pensaba que estaban en su imaginación. Casualmente esa mañana, en concreto, aconteció que Aina caminaba descalza y se manchó sus diminutos y sensibles pies con un líquido suave y amarillo que brotaba del suelo. Se quedó sorprendida y no sabía a qué correspondía. Lo untó en sus dedos, lo olió primero y luego lo saboreó, era agradable, untoso y de color brillante. Pensó que lo mejor era ir a casa y coger un recipiente para recogerlo y observarlo más detenidamente. Y dicho y hecho, así lo hizo. Ya en su hogar volvió a probarlo y notó su paladar más suave, sus dedos más vitales y su nariz más despejada. Y pensó en utilizarlo en su piel para darse masajes, y en sus comidas para estar más vital.

Gracias a ello se mostraba con un aspecto más reluciente y juvenil de lo normal y cuando sus vecinos la veían más guapa, cantarina y espléndida por dentro y por fuera se fijaban en ella con curiosidad. La misma que ocasionó que un vecino llamado Tomás la oteara frecuentemente y la siguió durante sus paseos rutinarios. Un día la vio que se agachaba cuando paseaba alrededor del olivar. Pasmado, la alcanzó y le preguntó que cuál era su secreto y qué estaba haciendo. Ella, ruborizada, se hizo la despistada, pero finalmente conversando con él le contó su mágico descubrimiento.

Tomás, fascinado pero incrédulo aún, quiso cerciorarse y por ello también probó el líquido amarillo durante unas semanas. Los resultados fueron claros, estaba más feliz, positivo y alegre. Entonces Tomás le dijo a Aina que tenían que compartirlo con el resto de vecinos. Tal era la riqueza del hallazgo que se difundió rápidamente. Ese olivar mágico tenía unas propiedades inusuales y fantásticas, pero se preguntaron que si millones de vecinos de otros pueblos de los alrededores venían a comprobarlo y se beneficiaban de ello, ¿se agotaría rápidamente? Esa era la duda de Aina, así que de momento lo mantuvieron en secreto en su villa. Cuando un vecino se enfermaba o se encontraba delicado le daban baños del oro líquido, tostadas regadas con él y masajes untuosos. Así mejoraba y vivían gozosos…, pero debían de ser rigurosos con el encantamiento y compartirlo sigilosamente. ¿Hasta cuándo brotaría este hilo amarillo?

Pero el curso normal de los acontecimientos supuso que el mágico líquido se propuso caprichoso porque una mañana soleada, cuando Aina estaba preparando su desayuno en el jardín, que consistía en una tostada regada con el aceite, se fue secando lentamente el aceite hasta convertirse en bastones de hilos amarillos. Este acontecimiento fue sorprendente porque estos bastones podían guardarse y chuparse como un dulce cuando alguien estaba enfermo, como caramelos de aceite, así que comenzó a colocarlos en recipientes para luego almacenarlos y guardarlos a buen recaudo por si los olivos dejaban de brotar y usarlos en caso de necesidad. Pasaron unos cuantos meses e incluso años y Aina ya había almacenado suficiente cantidad. Los guardó entonces en un cofre especial bajo llave en un lugar secreto. Pasaron los años y con las raciones originadas todos los del pueblo estaban de maravilla, sanos y fuertes, así que sobraron los escondidos. Ello supuso que se guardaran intactos hasta que Emilia, la segunda protagonista del cuento, recordó tan bella historia. Finalmente Aina, ya anciana tras el paso natural de los años, murió y como nunca contó dónde estaban los hilos guardados, su secreto se escondió con ella.

Pero este maravilloso acontecimiento se fue contando generación tras generación para que no se perdiera y por eso Emilia lo conocía y lo intentó recuperar cuando su marido enfermó. No sabía ni cómo ni a quién podía preguntar sobre el cofre donde se guardaban los bastones de aceite y cómo recuperarlo para su marido. Incluso cuando dormía intentaba concentrarse para ver si los olivos se comunicaban con ella y le susurraban algo. No obstante, en su empeño preguntó al alcalde del pueblo, hombre simpático y cercano, pero no sabía nada. Preguntó a las vecinas más mayores para ver si recordaban algo, cualquier dato sería apropiado para unir las pistas y conseguir el secreto para que brotara de nuevo el oro líquido o conseguir encontrar el cofre con el hilo amarillo, pero tampoco sabían nada. Todos los vecinos estaban estupefactos por la insistencia de Emilia, dudaban que fuera real pero ella sabía que sí, porque las historias buenas y de final feliz siempre le gustaron y confiaba en que fuera auténtica y además rezaba para que su marido fuera el de antes, alegre y contento porque añoraba sus paseos por el campo juntos. Por ello, se fue a caminar pensativa por los alrededores del pueblo, sin saber bien hacia dónde, y casualmente se encontró con una gran árbol repleto de frutos amarillos y hojas brillantes, se quedó un instante imaginando que brotaban gotas sabrosas y que gracias a ello su amado podía disfrutar de la vida junto a ella. Escuchó algún sonido distinto, pero era un pajarito amarillo brillante que canturreaba una bonita melodía… Interesada, lo siguió. Tras el puente tropezó con una piedra y de pronto vio una diminuta aceituna dorada, que desprendía un olor único y sabroso, la introdujo en su boca y rápidamente se incorporó como si estuviera en sus mejores años. Vital y lúcida se volvió y vio un espléndido árbol luminoso, con sus ramas abiertas diciendo aquí estoy y estaré para siempre, ven y te contaré dónde guardo mi oro líquido. Ella se acercó y pisó un charco, sus pies se resbalaron pero estaba contenta porque por fin había encontrado el remedio ansiado. Despacio regresó a casa y no le dijo nada a su marido. Impaciente, volvió con un tarro para luego esparcirlo en la rebanada de pan y secarlo al sol, tal como contaba la historia. A la mañana siguiente preparó el desayuno habitual, pero esta vez con el líquido brillante y además los bastones de hilo amarillo estaban listos para chupar. Su marido empezó a tomarlo y las siguientes horas se sintió mucho mejor, animado y con ganas hasta de dar un paseo. Los masajes le ayudaron a recuperar el tono muscular. Se sentía como un chaval. Así que todos sus vecinos empezaron a sospechar que Emilia había encontrado el cofre o el árbol mágico… Por supuesto, la interrogaron curiosos hasta que tuvo que confesar. Todos en el pueblo estaban contagiados por la alegría, hasta casi no hacía falta tomar los bastones de caramelos de aceite para contagiarse de tan agradable encuentro… Eran auténticos ayudantes para los dolores musculares y dolores del alma, ya que infundían placer al probarlos…

Por este bonito hallazgo y don natural, el pueblo de Martos se dio a conocer. Por sus olivos y su rico brebaje natural, emanado de los árboles sabios, arraigados en su tierra y que susurran leyendas mágicas compartidas durante las noches de verano bajo las estrellas brillantes, llenas de esperanza que tintinea la nueva buena. Emilia y Tomás llenaron miles de tinajas, pero no consiguieron recuperar el ansiado cofre. Pensaban que estaría junto a Aina, pero sabían que ella no necesitaba los bastones para nada ya que ya no pertenecía a este mundo. Quizá se guardó unos pocos para compartirlos con los ángeles, aunque a ellos no les hacen falta tampoco, ¿o sí? Nunca lo sabremos, lo cierto es que se fueron contentos de haber recuperado su alegría, compartirla con los más cercanos, y sentir que la vida es única y maravillosa sobre todo cuando se disfruta de la tierra que nos acompaña, nos nutre y nos cobija. Emilia y Juan fueron increíblemente felices saboreando los últimos años que les quedaban juntos. ¡Con el aceite y sus propiedades naturales y mágicas podemos brillar como él mismo lo hace!

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