Como agua y aceite

[Fabio Carreiro Lago]

Reyes vertía el aceite de la jarrita sobre su tostada con un ágil zig-zag. Le encantaba que el pan caliente se empapara bien antes de llevarse a la boca aquel aroma inconfundible. Lo que más le gustaba de los sábados, y de los fines de semana en general, es que podía levantarse tarde y preparar un desayuno en condiciones, tranquilamente. Entre semana desayunaba cualquier cosa a toda prisa.

El gato miraba a Reyes con sus ojillos curiosos desde el alféizar de la ventana, moviendo lentamente la cola. Comprender a un gato es realmente difícil, consideraba Reyes cuando Javier entró en la cocina y, silencioso, se sirvió una taza de café. El olor del café recién hecho había inundado el pequeño apartamento, había sido como una invitación que le había llegado hasta la cama. Reyes quiso decirle algo en ese momento, pero en cuanto lo vio con su gesto regañado decidió aplazarlo. Javier solía estar de mal humor al despertar. Tras un par de minutos en silencio en que él le dio la espalda, acarició al gato y miró por la ventana. Al fin se dirigió a ella:

–Buenos días, cariño.

–Buenos días –replicó ella secamente, levantando la mirada de las migas del plato–. ¿Vas a venir hoy conmigo a ver a la abuelita?

Él pareció dudar, considerar unos segundos la respuesta, y al final respondió:

–Estoy un poco cansado, preferiría quedarme en casa hoy.

–La abuelita se disgustará si no vienes. Pero bueno, no importa, descansa –dijo Reyes con fingida indiferencia. Solía utilizar aquel tono cuando se sentía realmente agraviada, dolida por algo.

Reyes pensaba en los últimos tiempos que se había casado con un mueble, que su matrimonio era un fracaso. Llevaban casi diez años casados y viviendo juntos alguno más, y cada día el tedio los iba separando como la lenta pero firme construcción de una muralla. Al principio Javier era atento y se preocupaba de agradarla, aunque bien es cierto que nunca fue un hombre detallista, si bien ella se conformaba con muy poco. Con el tiempo él se fue abandonando y ya nunca tenía ganas de hacer nada. La vida a su lado se había convertido en un tedio infinito, Javier parecía no tener más talentos que su capacidad para arruinar la más mínima ilusión. Habían terminado siendo como el agua y el aceite y Reyes sentía que no tenían ya nada en común. Había llegado el momento en que todo lo que él hacía, o más bien lo que no hacía, irritaba a Reyes hasta límites insoportables.

No es que Javier fuera un mal hombre, tenía un trabajo respetable, pero era muy aburrido y al llegar a casa siempre estaba cansado. Además, nunca tenía ni un pequeño detalle romántico. Eso justo andaba pensando mientras la tostada de su desayuno se empapaba en el aceite, antes de que Javier llegara a la cocina atraído por el aroma del café.

Javier se marchó al salón para no discutir y se sentó en su sofá. A Reyes le hubiera gustado proponerle en buen tono que después de visitar a la abuelita fueran a almorzar a aquel restaurante del centro que a él le gustaba tanto antes y dar una vuelta por el Retiro. “Me gustaría hacerte feliz”, pensó por un momento. Pero al pasar junto a él después de limpiar la loza del desayuno y al verlo mal recostado en el sofá, entretenido entre la televisión y el teléfono móvil, le invadió una súbita irritación, sonrío forzadamente y terminó por apretar la mandíbula. Con aspereza le dijo:

–¿No piensas levantarte del sofá en toda la mañana?

Él la miró y le contestó con creciente rabia:

–¡Estoy cansado de toda la semana, joder! ¿Es que no lo entiendes?

Lo único que a Javier le apetecía era quedarse allí tirado toda la mañana en el sofá.

–Yo ya no entiendo nada, para un día que tenemos libre y podíamos hacer algo juntos –comentó Reyes con tristeza, bajando los ojos húmedos y mansos–. Bueno, pues al menos si te da tiempo y quieres, a lo largo de la mañana te acercas al supermercado y traes pan para esta noche y aceite, que casi no queda.

Javier murmuró algo por lo bajo, hastiado. Se concentró en atender los mensajes o lo que quiera que estuviese viendo en el teléfono móvil. Reyes permaneció de pie frente a él. Finalmente Javier, incapaz de esquivar el enfrentamiento y como si se tratara de la conclusión más lógica del mundo, dijo en voz alta:

–¿No puedes ir tu al volver?

–Sí, no se moleste usted, ya lo haré yo al volver y vendré cargada como una burra   –respondió ella con rencor.

Javier cogió un cigarro de una cajetilla que tenía sobre la mesita del salón y lo encendió.

–¿Desde cuándo fumas? –preguntó Reyes inquieta.

En las últimas semanas le había ido sorprendiendo la desagradable sensación de que no conocía a Javier y de que él se dedicaba a hacer cosas solo porque a ella le molestaban.

–Últimamente me gusta fumar algún cigarrito durante el desayuno del curro, como en los viejos tiempos, tampoco es para ponerse así, no tiene la menor importancia.

–¿Ponerme cómo? –exclamó Reyes indignada.

–Así, como estás…  –se defendió Javier mirándola fijamente.

–Sabes que no me gusta que fumes, que no me gusta que se fume en casa –gruñó ella.

–Está bien, está bien –protestó él levantándose y yendo hacia el balcón–. ¡Con el frío que hace fuera! ¡Joder!

Ella lo siguió hasta la terraza.

–Bueno, me voy a ir ya –anunció Reyes mirándolo fijamente.

–Está bien, pásalo bien y dale un beso de mi parte a la abuela.

–¿De verdad no vas a venir? –insistió ella con un ligero tono amenazador–. ¿Tanto te cuesta venir a ver a la abuelita conmigo? A ella le hace mucha ilusión verte, luego no hace más que preguntarme por ti. Parece que su nieto fueras tú y no yo.

Javier siguió fumando y contemplando desde la altura privilegiada del apartamento pasar los coches y los peatones por la calle, intentando ganar tiempo para que ella calmara los ánimos.

–No, no me apetece, deja de ser tan pesada que ya te he dicho que no…

Reyes lo dejó en la terraza, se fue hasta el perchero taconeando y en silencio cogió el abrigo y salió rápido del apartamento. Mientras esperaba el ascensor pensaba que a lo mejor un día no volvería, que si tuviera donde ir, si no tuviese miedo de quedarse sola, lo dejaría a él y a su aburrimiento infinito.

La abuela afirmaba vivir muy feliz en la residencia. La trataban como una reina y la verdad que mantenerla allí costaba una pequeña fortuna. La abuela tenía muchas amigas, jugaba al bridge con ellas y tenía con quien hablar, no como antes en casa, comparaba alegre. Además algún anciano caballero la cortejaba, aunque sin que ella le hiciera mucho caso. “Son muy viejos para mí”, solía argumentar como motivo de rechazo, con un gesto encantador. Pero a veces bailaba con alguno en una fiesta o se iba a dar un paseo. Era una mujer risueña que a veces parecía desconocer la edad que tenía.

La abuela había perdido un poco la cabeza en los últimos años. Su memoria era frágil y tendía a recordar lo lejano y a olvidar lo que ocurrió durante la semana anterior. Cuando su nieta se sentaba frente a ella y le cogía las manos o le acariciaba el pelo y le preguntaba cómo habían ido los últimos días, parecía no tener mucho que decir al respecto. Y siempre solía contar las mismas historias después, cada fin de semana repetía las anécdotas ya conocidas, y Reyes simulaba el interés de quién le cuentan algo por primera vez. La abuela hablaba con entusiasmo de su despreocupada y lejanísima infancia en Jaén y de las cosas terribles que ocurrieron cuando la guerra, cuando bombardearon la ciudad y fusilaron a un tío suyo que era maestro. “Hay cosas tan terribles que es mejor no hablar de ellas”. Pero hablaba, con indignación y tristeza, como si con ello desafiara al silencio y al olvido. Y también hablaba, por supuesto, de los olivos, de cómo su abuelo vareaba las ramas de los viejos olivos de la finca familiar. A ratos interrumpía los recuerdos de los olivares recitando Andaluces de Jaén de Miguel Hernández o algún poema de Lorca que le había enseñado su tío y que tenía grabado a fuego en la memoria. Luego volvía al mismo tema, al olivar del abuelo, a la casita blanca, a los geranios y el parral, que si nadie vareaba la oliva con tanta destreza como su abuelo, que si nadie recogía tantas aceitunas como su abuela. Ella les ayudaba mucho cuando era pequeña, pero luego llegó la guerra y se acabó aquel tiempo tan feliz. ¡Ay esos olivos del jardín, cómo me recuerdan mi infancia!, decía en alusión a los olivos de la residencia de ancianos. Cuando la abuela recordaba las historias de todas las semanas volvía a parecer una niña otra vez.

En algunas ocasiones Reyes corregía el rumbo de las narraciones de la abuela, cuando esta se desviaba de la realidad, de lo que había pasado hacia la fantasía o finales alternativos a las historias familiares, que si la tía Menchu no había muerto o aquella finca no se vendió. A veces la abuela confundía a Reyes con su madre o con una tía suya que hacía muchos años que se fue a Francia. Pero al final siempre regresaba una rara lucidez y acababa preguntando por él, por Javier. Era curioso, no se acordaba de lo que había comido ayer cuando Reyes se lo preguntaba pero sí se acordaba de Javier, que no iba casi nunca a visitarla.

–¿Cómo está Javi?

–Bien, abuela, tenía mucho trabajo en el despacho y no pudo venir a verla, me pidió que lo disculpara y que te diera muchos besos de su parte.

–¡Qué pena que no haya podido venir! ¡Bien trabaja ese chico! ¡Hasta los sábados trabaja! Hay que ver todo lo que hace por ti.

–Sí, hay que ver todo lo que hace por mi… –murmuró Reyes fastidiada.

En cuanto la abuela había conocido a Javier se había quedado prendada de él, le había parecido el chico ideal y así lo dictaminó. Y era el hombre ideal en un viejo sentido que no satisfacía en absoluto a Reyes. Por supuesto no le pegaba, presuntamente no la engañaba con otras mujeres, no malgastaba el dinero (es más, era ahorrador hasta extremos irritantes), pero era el hombre más vago y aburrido del mundo.

Aquella mañana en la residencia, antes de despedirse, la abuela cogió la mano de Reyes y le dijo:

–Cómo me gustaría que fueras un día a Jaén y que conocieras el olivar de mis abuelos y me dijeras si todavía está como entonces, si este año tendremos una buena cosecha de aceitunas…

Al volver a la casa Reyes iba muy cargada. De regreso había pasado por el supermercado y comprado algo más que una lata de aceite y pan y tuvo que dejar las bolsas en el suelo para buscar las llaves del apartamento en el bolso.

–¡Ey! ¿Qué tal ha ido la mañana? ¿Cómo estaba la abuela? –dijo una voz apática desde el sofá. Javier seguía justo en el mismo rincón donde lo había dejado.

–¿Puedes ayudarme? ¿No ves que estoy muy cargada? –le reprochó ella. “Seguramente no ha levantado el culo del sofá en toda la mañana, ni habrá preparado nada para almorzar”, especulaba Reyes con fastidio.

Él había adoptado aquella costumbre de no contestarle nunca directamente cuando la veía así enfadada, había desarrollado la táctica de dejar pasar los temas hasta que se enfriaran. Finalmente Javier dejó el móvil que manejaba distraído, se levantó y con expresión molesta recogió las bolsas del suelo y las llevó hasta la cocina, mientras ella se quitaba el abrigo y lo colgaba en el perchero.

–Has estado fumando, el salón apesta como una taberna –le acusó Reyes enfurecida mientras se dirigía a la cocina.

Él continuó ignorándola y regresó al salón a mirar el teléfono móvil que sonaba con nuevos e insistentes mensajes.

Reyes se sentó en la silla de la cocina, refunfuñando y se quejó en alto de lo harta que estaba. Eran como el agua y el aceite, pensaba, definitivamente no había nada que hacer, eso no se podía mezclar, había que ponerle un final a aquella historia. Lo peor de todo es que aquel fracaso se basaba en silencios y reproches, en la apatía de Javier y en su amargura, que había desembocado en una gran soledad. Al cabo de un par de minutos de estar allí sentada escuchó la voz distraída de Javier:

–¿Qué hay de comer?

Reyes procuró contenerse para no soltarle algún insulto, lo desgraciado y desconsiderado que era con ella, lo que le amargaba la vida con su forma de ser, lo infeliz que la hacía.

–¡Si es que todo es por mi culpa! –reconoció Reyes cubriéndose la cara con las manos.

Como si estuviera arrepentido, tras unos segundos, él se acercó a la cocina medio azorado.

–Ya estamos con lo mismo de siempre… ¿Te parece si preparo unos espaguetis?     –propuso Javier acercándose hasta donde ella estaba sentada y acariciando su pelo y sus hombros –. Sí, voy a preparar unos espaguetis para mi quejica favorita.

Reyes se relajó con aquellas caricias y dijo:

–Pero con aceite y ajo sólo.

–Que sí, como a ti te gustan, lo dices como si no lo supiera.

–Estoy muy cansada, ¿sabes? –protestó Reyes. Estaba incluso cansada de quejarse.

–¿Has ido caminando a la residencia? ¿Por qué no fuiste en metro? ¿O en taxi?

–No estoy cansada de caminar, estoy cansada de esta situación.

–¿Qué situación? ¿A qué te refieres?

–A lo que ocurre entre nosotros, a que no colaboras en nada, en que no puedo contar contigo para nada –sollozó Reyes.

Él le dio con ternura un beso en la frente y se apartó.

Ella lo miró de soslayo mientras él cogía una olla y la llenaba de agua para hervir los espaguetis. En el agua echó un chorrito de aceite y un puñado de sal.

“Me siento decepcionada”, le hubiera gustado decir a Reyes, mientras él hacía ruido en las gavetas buscando los cubiertos para poner la mesa. Sentía que hacía mucho tiempo que había perdido la confianza y el amor por él. Javier regresó junto a ella y la abrazó cariñosamente y le dijo que la quería. Ella le dejó hacer sin decir nada, con falsa resignación. Después él se puso a pelar parsimoniosamente unos dientes de ajo y los machacó un poco en el mortero con abundante aceite.

–Hace mucho que no hacemos una escapadita Reyes –comenzó a decir Javier en tono pícaro. Durante aquella mañana había comprado unos billetes de tren para Jaén y había alquilado una casita rural con spa, le explicó. Sabía que hacía mucho tiempo que quería conocer los lugares de la infancia de la abuela, perderse en un mar de olivos. ¿Le parecía un buen plan para el próximo fin de semana? Reyes le respondió con la mirada encendida de ilusión:

–Creo que es la idea más maravillosa que has tenido nunca.

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