La inmigrante

[Mamina]

El rengo me quería. Cuando llegué al barrio, a la casa de mi nonno, me quería con locura, con brillo en los ojos y con un espanto benefactor: no me esperaba por estas manzanas estáticas, conservadoras, en las que entre el canto sinfónico de los pájaros en los árboles frutales intermedian las mismas voces de antaño, los mismos insultos extranjeros. Entre italianos arrugados, que caminan con bastón, e hijos de italianos, arrugados, a los que no les han enseñado a sonreír, los pájaros y los gritos componen una canción reiterada que rueda en un círculo preciso, como el de un disco rayado. El rengo supo recibir mi canto, más parecido al de un gorrión hambriento de nísperos que al rock and roll del conventillo próximo a su casa, un lugar donde, hace más de treinta años, no se sabe bien quiénes viven y del que emerge otro idioma, un esperanto que no se resigna e insiste como puente de comunicación.

Para el rengo, retirado del trabajo por un accidente que le chanfleó la pierna, yo era el aire nuevo y, a la vez, el pasado, la nena que visitaba al nonno los domingos y zarandeaba estrellitas en Navidad. Así, me interceptaba en la entrada de mi casa, a dos puertas de la suya, apoyado en un bastón que se le adelantaba para alcanzarme antes de que entrara. No disimulaba su entusiasmo por mi juventud en un barrio de tanos viejos ni porque yo, un brote de mi abuelo, volviera a esta cuadra de veredas levantadas por raíces, yuyos y gritos en varias lenguas. Me entusiasmó a mí también: me contaba que solía sentarse por las tardes con mi nonno, entre el níspero y el ciruelo, en el banco de cemento que el abuelo había construido para cobijarse del sol y para parlotear con el tano de enfrente. Por el rengo, que entendía el tenaz italiano de mi abuelo, recuperé en mi autobiografía remota anécdotas de la Segunda Guerra en la que batalló mi abuelo y, por sobre todo, supe que el rengo escondía un ciruelo en su fondo que había brotado a partir de un esqueje del que está ahora en la puerta de mi casa. Ya sin banco: el níspero, la parra, el olivo y el ciruelo, todos abrazados y superpuestas sus copas, están enmarcados por un cantero cuya construcción encargué cuando llegué y los árboles se morían. El rengo, por entonces, me prometió un balde con ciruelas para la primera primavera. Acá, los inquilinos que vivieron tras la muerte del abuelo habían abandonado a los árboles, los habían dejado morir entre vidrios, pastizales, yuyos, envases, latas de cerveza y falta de agua y de venenos para los bichos que azotan a los árboles frutales.

Un día, el rengo dejó de quererme. Un lunes tocó el timbre y le dijo a mi esposo que quería hablar conmigo, que era urgente. Yo no estaba. El martes, lo mismo; y el miércoles, y el jueves, y el viernes: que por qué no hacía destruir el cantero de los árboles, que no había lugar para que estacionaran los vecinos, que la puerta chocaba con el borde del cantero paralelo al cordón; que por qué sembraba pasto, que cagaban todos los perros de la cuadra; que si le corría el auto; que si le corría mi auto estacionado a la altura de la puerta de mi casa: “acá estaciono siempre yo. Siempre fue mi lugar”. El viernes tocaron el timbre a medianoche y llegamos tarde y asustados a la puerta. Encendí el farol. Al rato, intuí quién me había visitado: con el freno de mano bien clavado, el rengo había empujado mi auto desde la altura de mi puerta hasta la altura de su puerta y lo embistió contra una palmera joven, de modo que parte de la trompa se había incrustado contra el tronco y otro tanto de la delantera había quedado estacionada en la vereda. Todas las puertas rayadas, rengo. Todas las puertas rayadas.

Salí, subí a mi auto, circulé por la manzana y, en este barrio de viejos y pocos autos, tuve lugar para elegir; incluso, como siempre, estaba desocupado el lugar a la altura de la puerta del rengo. En mi puerta, tras el envión a mi vehículo, en su lugar en el mundo, el reluciente gol gris, cinco puertas, MLS955, con VTV al día.

El lunes pasado, el gol del rengo estuvo estacionado todo el día a la altura de mi puerta. Fue extraño notarlo polvoriento. En general, lucía brilloso, como si todos los días pasara por un lavadero.

El martes, el auto, que solamente conducía el rengo, estaba esfumado por cagadas espumosas de palomas, horneros y gorriones, que semejaban un oleo espeso y mojado. Cagadas viscosas a las que se adherían hojitas, polvo, pelusas de diente de león.

El miércoles, la caca acaparaba más espacios y el polvillo que volaba desde la obra de enfrente se había adherido. Polvo. Polvo y polvo que ni irse quería cuando ya era polvo.

El jueves ya no se veía nada del interior del auto. Me daba lástima que un auto tan lindo se abandonara así: la caca es abrasiva y levanta con rapidez la pintura. La caca es abrasiva y el polvo, el polvo adherido a la caca, que ni irse quería cuando ya era polvo sobre caca.

El viernes el señor del kiosco me preguntó por el rengo: hacía varios días que le había dejado un montículo de estudios médicos para fotocopiar y nunca los retiró: “no sé. El auto está sucio y en mi lugar, hace más de una semana”, dije, “el barrendero no puede quitar la podredumbre de la zanja porque no lo dejó estacionado, como se debe, a veinte centímetros del cordón”.

Ya pasó un mes. Vi a la esposa caminar por la vereda de enfrente, con buen semblante, pero sin que atinara a acercarse, como lo hacía, para reiterarme los reclamos del rengo. Estoy contenta, eso sí: mis árboles sanaron y ya no necesito de las frutas del hijo de mi ciruelo. Lo que quiero solucionar de inmediato es el temita del gol gris cinco puertas MLS955 VTV al día: sigue estacionado a la altura de mi puerta, y yo no quiero tocar timbre y ser molesta, pero tiene que quedar alguien que sepa conducir, alguien que pueda correr de una buena vez el auto: se me haría menos pesado el traslado de las bolsas de las compras desde la puerta de mi auto hasta la puerta de mi casa. Pero, en este barrio de viejos, viejos tanos, rengos y cabezas dura nadie sabe conducir. Y yo me tengo que aguantar al muerto, todo cagado, todo polvo, anclado en el lugar del mundo de mi auto azul, justo debajo de donde se escucha más nítidamente el canto de los pájaros que los gritos en italiano y en esa lengua afilada que hablan los del conventillo.

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