El ejemplo de Eremías

[Ada de Goln]

En el claroscuro que había entre el gallinero y la pequeña huerta entre los dos olivos, Eremías Reholl lloraba con pena su castigo. Sus padres seguían su cena entorno a la mesa: un poco de pan con aceite, unas aceitunas adobadas y un plato de sopa, pero firmes hablaban la manera de darle a su hijo un mayor escarmiento. El hogar les era sagrado, y en una cena no era piadoso dejar que un chiquillo de once años aumentase aún más su rebeldía a expensas de la noche, una noche fría y oscura como pocas.

–¿Qué hacemos, le castigamos sin jugar un mes? –decía la madre, apesadumbrada, vertiendo el aceite en la torrada de pan, a lo que el padre le contestaba, mesándose los cabellos:

–Ummm, poco castigo es ese para lo que ha hecho…, pero parte tenemos nosotros de culpa. Déjame que piense, Aura, déjame que piense…

Y desde sus lugares en la mesa oían el llanto enfadado y rebelde de su hijo, dando patadas a las piedras en torno al gallinero, asustando a las gallinas que dormían plácidamente a aquellas horas de la noche cerrada.

Porque hacía días que ocurrió algo, un hecho mágico y sorprendente, pues una mañana Eremías Reholl jugaba en el establo con uno de sus potros cuando una voz ronca y susurrante le habló desde algún lugar. Le dijo:

–Eh, tú, pillastre iluso que mareas a todo animal que tocas. Quiero proponerte algo–, pero el pobre muchacho miró hacia todos lados y nada vio.

–¿Quién anda ahí? –dijo, y la voz que de nuevo le habló le susurró al oído, sin dar muestras de materialidad:

–No te pases de listo y escúchame con atención.

Eremías, que al no ver alma viviente junto a él se desquició y quiso correr como alma que huye del diablo, del susto tropezó con las faramallas y sus nervios se agitaron aún más cuando una mano invisible le tapó la boca para ahogarle así sus gritos.

–Si vas a comportarte como una niña no te concederé un deseo –dijo aquella voz ronca como la de un trasgo, y el muchacho se retorció y se arrastró por así escapar, mas otra mano invisible le agarró por una pierna, y al instante un pequeño personaje de fábula no más alto que un taburete se postró junto a él con las manos arqueadas en sus caderas.

–¿Asusto tanto o más que antes? –dijo, y su mirada malévola y su risa sarcástica estremecieron al muchacho, y los dos caballos que relinchaban sin cesar se revolvieron nerviosos, dando vueltas alrededor de sí mismos. La criatura iba sin ropas, y sus desproporcionados miembros y su rostro diablesco hicieron entender a Eremías Reholl que el personaje se trataba, nada más y nada menos, que de un duende.

–¿Quién eres tú? –preguntó el muchacho, y el duende, a quien no le gustaban las preguntas, perdió los estribos y se lanzó de un salto a un barril de vino que había en la salida del establo, donde permaneció sin salir durante un buen rato. Las gotas que se vertieron con el salvaje chapuzón tiñeron de rojo el suelo repleto de paja, y Eremías, que bien curioso era, se acercó al barril con el miedo de encontrarse al duende ahogado panza arriba. Pero el personaje saltó hacia él envuelto en cólera.

–¡No me gustan las preguntas! –gritó pataleando sin parar y regando aún más el oro pajizo del suelo con sus movimientos. Y pareció que el duende entró en razón, pues se sentó de un salto en el borde del barril y dijo más tranquilo:

–A los duendes no nos gustan las preguntas. Quiero tu vino y buenas aceitunas, de esas que tan bien adoba tu madre y guarda en las jarras enormes de barro de las cocinas. Aliméntame bien y te concederé un deseo.

Y Eremías le preguntó:

–¿Puedo pedir lo que quiera?

–¡Lo que quieras menos resucitar a un muerto! –dijo el duende, y Eremías se frotó el mentón y, después de un rato divagar, al fin dijo:

–Quiero todo el oro que puedas darme, pues mis padres son pobres y se dejan la piel trabajando–.  A lo que el duende dijo:

–¡Así sea!–. Y de la nada aparecieron unos cuantos lingotes muy pesados que brillaban como el sol.

El duende comenzó a cantar, dando volteretas sobre sí mismo:

“No puedo creer lo que pedir acabas de,

El oro es sólo color de té,

Mas si oro vosotros queréis,

Aquí lo tendréis.

Contento estoy de mi hacer”.

A lo que después de su canción, dijo muy seriamente:

–Mas debo advertirte de una cosa, listillo: no dejes de proporcionarme vino y aceitunas, ni adviertas de mi presencia, pues si algo de eso ocurriera no solo el oro desaparecerá, sino todo lo que hayáis comprado con él. ¿Te ha quedado claro?

–Sí, muy claro –exclamó excitado el niño, y en tanto el duende desapareció, Eremías se encargó de coger todo el oro y llevarlo a su casa. Sus padres, al ver entrar a su hijo con todas aquellas riquezas se quedaron extrañados, y muy preocupados le preguntaron de dónde lo había sacado. Pero el niño nada pudo decir, y así los padres, no pudiendo sacar más información, le ayudaron sin rechistar.

–¿Vino y aceitunas? Pues que así sea, mientras tengamos apaño para proporcionarle.

Como la mesa estaba rota la tiraron, y como las sillas estaban comidas de carcoma las tiraron también, y tan viejo estaba todo dentro y fuera de la casa que no dudaron en arreglar fachada y tejado. Pero llegó un día en que ¡oh!, el vino se acabó, y sorprendentemente la madre de Eremías olvidó la receta para macerar las aceitunas. Además, se secaron los dos olivos y las siete viñas que tenían, y fue aquel año un año malo para la cosecha. Un terrible año para los campos de los Reholl, aunque no para el resto de convecinos.

–Podemos proporcionarle lechugas y frutas –dijo la madre, y Eremías pensó que estaba bien.

–¿Y si no hay vino? –preguntó el padre.

–Pues exprimiremos las naranjas –añadió el niño.

Pero aquella misma noche, una noche sin luna acompañada del zumbido del viento, el duende apareció junto a Eremías y le dijo:

–¡Eh, tú, listillo! ¿Creéis que puedo ser tan tonto como vosotros? Te advertí que si descubrías mi presencia o dejabas de alimentarme desaparecería todo.

–Te traeré lechugas frescas y frutas de nuestro huerto, eso mientras broten, porque desgraciadamente toda nuestra cosecha se está secando.

A lo que el duende dijo:

–¿Y el vino?

-–¿Vino? Te ofrecemos jugo de naranjas, que es más sano y no te emborracha.

El duende soltó una gran carcajada y exclamó, saltando de un lado a otro:

–¡Qué ilusos habéis sido! Con el oro podríais haber comprado tierras y haber vendido las aceitunas maceradas en el mercado y el vino en las bodegas de los comerciantes. También podríais haber fabricado aceite y haberlo vendido junto al vino. En cambio sólo habéis cargado vuestra casa de coquetería y de cosas tontas –dijo, y cada cosa comprada desapareció, y de pronto los padres se encontraron en el suelo durmiendo, despertándose, eso sí, muertos de espanto y sorpresa.

–Que esto os sirva de lección –dijo el duende, y “¡pluf!”, desapareció sin más, dejando en su lugar tan solo una sombra de su silueta.

Dentro de la casa los muebles, los cuadros, lámparas y objetos de decoración desaparecieron por completo, y afuera, en la reluciente fachada, las grietas retornaron a aparecer ensuciando la imagen de las paredes y las tejas rojas e impecables del tejado dieron paso a las rotas y resquebrajadas de antes.

Cuando los padres de Eremías conocieron la historia se enfadaron mucho con él, porque hacer tratos con duendes siempre es peligroso.

–¿Cuántas veces te hemos dicho que negociar con duendes traen las de perder? –dijo el padre, pero tanta culpa tenían ellos como él.

Los olivos y las viñas se secaron durante un año, cosa rara pues los demás vecinos tuvieron buenísimas cosechas, y la madre de Eremías… bien, la madre de Eremías recobró la receta de las aceitunas de su memoria, pero desgraciadamente aquel año tampoco tuvo aceitunas que macerar.

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